Fermín Salvochea
La Contribución de Sangre
I Su origen
Desde los más remotos tiempos el desnivel
intelectual, nacido, naturalmente, como el físico en el seno de las
sociedades humanas, y agrandado y desarrollado artificialmente después
en provecho aparente de los menos y en perjuicio de los más, primero y
de todos al fin, ha sido la causa fundamental de la calamidad que
lamentamos, origen, a su vez, de cuantos males han afligido y pesan
todavía sobre los mortales.
De todos los tributos pagados por los
vencidos a los vencedores, ninguno tan odioso, tan inicuo y tan
detestable como éste: que el oprimido se preste a dar al conquistador el
producto de su trabajo y sufra la ley del vencido, se comprende, por
más que se deplore, pero que llegue hasta tal punto su abatimiento moral
que se resigne a entregar a su semejante convertido en su señor y amo,
hasta sus propios hijos, cosa es que traspasa los límites de lo
racional, y que en el porvenir, se considerará poco menos que
imaginario.
Esta institución, tan repugnante como
bochornosa, nacida en la noche de los tiempos, basta por sí sola a hacer
repulsiva una civilización que con ella ha tenido la debilidad de
transigir, haciendo que el pobre mire con envidia la suerte de aquellos
que, a pesar de ser tenidos por salvajes, son mil veces más felices que
los esclavos del salario, en los pueblos que dotados, de una vanidad sin
límites y de un orgullo tan sólo comparable con su ignorancia, se
proclaman a sí mismos los portaestandartes de la civilización, las
fuentes del progreso y los depositarios del saber.
Las ideas de patria -¡como si ésta
pudiera existir para los esclavos!- unidas a las religiosas, que tanto
han contribuido al embrutecimiento y abyección de las muchedumbres, han
formado una espesa red que, durante largos y largos siglos, ha tenido a
los productores de la riqueza a merced de sus implacables y eternos
enemigos, a quienes no contentos con dar el fruto de la tierra,
cultivada con sus brazos y fertilizada con su sudor, le entregan, ¡oh
desgraciados!, hasta el de sus mismas entrañas. Y el falso, y a todas
luces absurdo concepto de la propiedad, unido a las causas anteriormente
referidas, vino como vulgarmente se dice, a remachar el clavo y a
eternizar (si tal puede decirse del error, llamado a desaparecer) la
explotación del hombre por el hombre y la preponderancia del fuerte
sobre el débil.
He aquí el origen de una contribución que
es la negación de todo progreso y fuente de todos los males. Sin ella,
el edificio del privilegio y la desigualdad, amasado con la sangre y
construido con los huesos de tantas generaciones de esclavos, se vendría
a tierra, como las murallas de la ciudad de que habla la leyenda
bíblica, sin que para ello fuera necesario las vibraciones producidas
por ningún instrumento, bastarían las engendradas por la humana voz.
Puesto de manifiesto el origen perverso,
bárbaro y cruel de carga tan verdaderamente afrentosa, que degrada lo
mismo al que la impone que al que la sufre y la tolera, perjudicando a
todos por igual, porque el mal, en difinitiva, a ninguno aprovecha en el
fondo, aun cuando lo parezca en apariencia. La labor que nos proponemos
seguir en los siguientes capítulos, relacionada con los medios más
faciles, convenientes y aceptables para llegar lo más rápidamente
posible a su abolición, aunque grande si se compara con el alcance de
nuestras débiles fuerzas, es sin embargo relativamente insignificante,
porque el principio de justicia en que se inspira y la verdad en que se
asienta tienen tanta fuerza y tal poder que, con ellas, hasta la
inteligencia más limitada puede avanzar, como se proponga, a llevarla a
feliz ejecución.
¿Quién habrá que no vea en el nacimiento
de la propiedad individual el origen de una fuerza destinada
constantemente a sostenerla y ampararla? Sólo esta consideración
bastaría para condenar a un régimen que, únicamente mantenido por la
violencia puede subsistir. Para sostener a los menos en la injusta
posesión de lo que han producido y de derecho corresponde a los más,
está en las ciudades y en los campos la policía. Cuando su fuerza no es
bastante y la protesta individual se torna en colectiva, interviene el
ejército, sin cuyo auxilio tendría siempre comprometida su existencia la
burguesía, porque la tendencia hacia el comunismo anárquico es tan
natural y está tan en armonía con nuestra naturaleza que, a no impedirlo
la fuerza bruta, engendro de la astucia y la ignorancia, puesta a
disposición de los perversos y de los malvados, a él hace mucho tiempo
habría acudido la sociedad, como lo ha hecho, aunque con carácter
temporal, en las grandes crisis de la Historia. Que una plaza se ve
sitiada, que un buque se halle detenido por un accidente cualquiera y
tenga que prolongar forzosamente la navegación, y lo veremos en el acto
aparecer. En una palabra, el ejército permanente es a la propiedad
privada lo que la sombra al cuerpo: el uno es consecuencia inevitable de
la otra. Sobre esto ya no puede haber dudas de ningún género ni
vacilaciones de ninguna clase. Que su existencia, pues, lo mismo en el
interior que en el exterior, sólo es beneficiosa a los menos, siendo,
por consiguiente, un dogal que el pueblo mismo se ha arrojado al cuello:
es una verdad innegable. El patriotismo y la religión, esas dos armas
formidables que, manejadas hábilmente por los más listos y menos
escrupulosos tanto daño han causado a la humanidad, representan un
importante papel en el origen de los ejércitos.
La necesidad de defenderse, de los
animales primero y de los vecinos después, puso el arma en la mano del
hombre de la caverna, y lo que sólo debía servir para asegurar la vida
independiente y mantener la libertad, al perder su carácter popular y
convertirse en una institución, ha producido el efecto contrario, dando
vida a lo que pretendía destruir, y consolidando lo que trataba de
evitar.
II Causas que la sostienen
La propiedad individual, enemiga de la
igualdad, contraria a los inmortales principios de la fraternidad,
proclamados lo mismo por la filosofía que por las religiones, y eterna
manzana de discordia, de desolación y de ruina, tanto entre los
individuos como entre los pueblos y naciones, no hubiera podido
subsistir sin el poderoso concurso de esa abrumadora fuerza material,
que las multitudes inconscientes ponen a disposición de sus astutos e
implacables enemigos. Siglos ha la cuestión económica se hubiera
resuelto conforme a la equidad y a la justicia, y el humano y racional
comunismo libertario hecho una nación de todos los pueblos y una familia
de todos los hombres, a no ser por esa fuerza bruta que los mismos
desheredados ponen imbécilmente en manos de aquellos que les aprietan
las cadenas y les oprimen el corazón.
Sí; el bárbaro e inhumano capitalismo no
es más que una forma más hipócrita, y por eso también más horrible y más
denigrante, del feroz y brutal canibalismo que forma el fundamento y es
la parte esencial del sistema capitalista burgués. Que lea uno de estos
que en África o en Oceanía se comen a los hombres y pondrá el grito en
el cielo, pidiendo el inmediato exterminio de esos salvajes que nos
hacen avergonzarnos de pertenecer a la humanidad. Y si les manifestáis
que otro tanto ocurre en el seno mismo de nuestra sociedad, y que el
producto del trabajo del obrero, convertido en un capital que el rico
disipa a su placer, y que, por consiguiente, deja de servir para
proporcionar a los productores los medios de poder reparar racionalmente
las fuerzas gastadas y atender a sus demás necesidades, representa la
carne que el otro salvaje se come, dirá que es una barbaridad; pero no
podrá demostrarlo, porque, en efecto, no es posible hallar mayor
analogía. Pero, aún hay más: el canibalismo primitivo tiene a su favor
algo que le falta al moderno: aquél reconocía por causa el hambre, éste,
sólo la satisfacción de torpes deseos y ruínes pasiones. Con el valor
que representan las mansiones de los poderosos, habría para que ninguno
careciera de albergue; con el exceso de capital que invierten en sus
trajes los privilegiados bastaría paro evitar que nadie se viera
desnudo; con el dinero inmoderado que gasta la burguesía en comer, y en
hacer gala de un lujo y una vanidad desenfrenada; con lo que emplea en
brillantes, teatros, iglesias y orgías, se hallaría lo necesario para
impedir que hubiera quien perdiera la vida, como hoy sucede por no poder
atender a las más perentorias necesidades. Y bien, si hay alguna
diferencia entre el antropófago pasado y el presente, la ventaja se
hallará de parte del primero: la miseria y la ignorancia militaban en su
favor y podían, hasta cierto punto, atenuar algo su gravedad; pero el
segundo, floreciendo y desarrollándose en el seno de una sociedad en que
la producción abunda, y que pretende ser civilizada, no cuenta con
circunstancia atenuante alguna, por el contrario, mientras más de cerca
se le contempla más deforme y odioso aparece.
Mirad con el microscopio de la
sociología, las joyas con que se engalana la burguesía, y veréis que en
sus piedras preciosas se encuentran los glóbulos rojos que faltan en la
sangre de los proletarios. Aplicad el mismo instrumento al examen de sus
palacios, sus catedrales, sus prisiones y sus cuarteles, y en la cal
que se encuentra en sus muros hallaréis la que procede de los huesos de
los esclavos, de los siervos y de los asalariados, del eterno paria, en
fin, que es quien lo ha producido todo para los demás, a costa de su
salud y de su vida.
Las palabras Libertad, Igualdad y
Fraternidad, escritas en el muro, que anunciaron en el festín de
Baltasar el fin de todo un régimen, sólo risa y desprecio producen a la
burguesía que, cegada por la soberbia, halagada por el orgullo y
adormecida por la vanidad, no se da cuenta de la rapidez con que se
camina hacia su inmediata desaparición. Pero la marea sube, el
descontento aumenta, las ideas de equidad y justicia se abren paso por
todas partes; las religiones ni las fronteras bastan a contener a los
pueblos encerrados en los antiguos moldes; el deseo y la necesidad de
expansión se encuentran por doquier y se hacen sentir en todo el mundo.
Si el fanatismo y la ignorancia de los
pasados siglos han podido ser causa y efecto, al mismo tiempo, de cuadro
tan desconsolador, hoy que la luz, aunque débilmente, empieza a
iluminar el entendimiento de la masa, y ésta ve disiparse, poco a poco,
las brumas que oscurecían su razón, hay sobrado motivo para, con
fundamento, esperar que una vez conocido por el pueblo las verdaderas
fuentes del mal, acude en plazo breve a aplicarle un seguro y eficaz
remedio, que, aunque en primer término favorezca sólo a él, por ser hoy
el más perjudicado, en el fondo será beneficioso para todos, libertando a
la sociedad, al mismo tiempo que del brutal y opresor militarismo, de
ese cáncer inmundo que se llama individualismo imperante.
En todas las naciones los trabajadores se
agitan y se mueven, no hay pueblo alguno donde el deseo de redención no
aliente en el pecho de los oprimidos, a la sombría y triste resignación
y mansedumbre, predicadas en el cristiano templo, han sucedido las
ideas de rebeldía y emancipación, sembradas por los pensadores antiguos y
modernos en el seno de las muchedumbres; caminamos hacia el ideal, y a
poco que la suerte nos favorezca, saldremos de una vez para siempre del
templo de las tinieblas, y penetraremos en el de la luz. Negro ha sido
el pasado, pero brillante es el porvenir. Adelante, pues, y con el ánimo
firme y sereno, resolveremos el gran problema, conquistando para la
presente y futuras generaciones, el bien de que carecieron las pasadas.
Sólo de este modo dejaremos cumplida nuestra misión civilizadora, sólo
así dejaremos impresa una huella en la historia que no se borrará jamás,
porque anunciará a la humanidad del porvenir el término de la
esclavitud y el principio de la libertad. La muerte del capitalismo y la
autoridad, y el triunfo del comunismo y la anarquía.
Lo que debe y puede hacerse para llegar a tal resultado, lo manifestaremos en el siguiente capítulo.
III La acción
Ya distinguidos y eminentes escritores se
han ocupado extensamente de la plaga del militarismo, y nosotros
también, en un modesto trabajo sobre el desarme (1), convinimos con
nuestros ilustres predecesores en que, en verdad, no el clericalismo,
como decía Gambetta, sino aquél, era la causa principal de todos
nuestros infortunios y piedra angular sobre que hoy descansan el viejo y
vacilante edificio capitalista.
En los Estados Unidos no hay iglesia
oficial: los hebreos, los budistas y los cristianos sostienen sus
respectivos cultos, sin que el Estado intervenga ni se mezcle para nada
en el particular; sin embargo, gracias a la fuerza material, el
contraste entre la riqueza y la miseria es allí mayor, si cabe, que en
Europa. Y como en aquel país no existe la contribución de sangre, como
sucede en la mayoría de las grandes potencias de nuestro
continente,alguno pudiera pretender deducir de este hecho que, aun
suprimido el servicio obligatorio, todas las clases privilegiadas
encontrarían, como sucede en dicha nación y en Inglaterra, proletarios
que las defendieran con las armas en la mano contra los desheredados y
hambrientos. A semejante argumentación contestaremos lo siguiente:
Si la propaganda comunista, ya
representada por el comunismo anarquista o por el autoritario (pero
comunismo al fin) del partido obrero, hubiera alcanzado allá la fuerza y
la importancia que tiene en Francia y Alemania, por ejemplo, es bien
seguro que el problema, si no resuelto de una vez, se hallaría muy cerca
de su solución. La mayor cultura relativa del soldado voluntario,
comparada con el forzoso, y la imposibilidad de que el número de los
primeros pueda llegar nunca adonde actualmente se eleva el de los
segundos en las naciones referidas, es una garantía de que a la
supresión de la odiosa contribución de sangre, seguiría en las grandes
potencias continentales primero, y en el mundo entero después, una
completa y radical transformación de la propiedad, en el sentido ya
indicado, y con ella el término de la esclavitud y la miseria, la
ignorancia y la desigualdad.
Si hasta la misma burguesía se dispone a
negar su óbolo a los que no han sabido defender sus intereses; si una
mitad de los privilegiados se revuelve y embiste contra la otra mitad;
si la clase media se dispone a reñir fiera batalla por la única y
exclusiva cuestión que puede hacer despertar de su letargo, por los
céntimos, lógico y natural será que los humildes, los parias, los
siervos de todas las épocas y los esclavos de todos los tiempos se
nieguen a su vez a entregar a sus hijos para que no se conviertan en sus
propios verdugos; que no permitan por más tiempo que su misma sangre
sea la que se interponga entre ellos y el producto de su trabajo; entre
los que tienen necesidades y los medios de satisfacerlas; entre el rico y
el pobre. En fin, cuando los que han nacido en el seno de la clase
desheredada u oprimida no pueden ponerse al servicio de los primeros sin
cometer la mayor de las indignidades y la más espantosa de las
villanías. ¿Será posible que mientras los unos tengan energías
suficientes para negar su dinero al Estado, carezcan los otros del valor
necesario para no dar sus hijos? ¡Horroriza el pensarlo!
A los que digan que el ejército sirve
para defender al país y garantizar su independencia, contestadles que,
para obra semejante, se bastan los pueblos a sí mismos, como lo
atestigua en sus páginas la Historia y como lo demuestra lo que a diario
ocurre en nuestros días.
Ved lo que pasa en el Sur de Africa: dos
microscópicas repúblicas, que apenas figuran en el mapa, han puesto en
grave aprieto a una de las naciones más poderosas de la tierra; dos
pueblos, pequeños por el número de sus habitantes, pero grandes por el
amor a su libertad e independencia, se han opuesto con heroica energía a
la fuerza grandiosa del soberbio invasor, y los hombres, las mujeres y
los niños, el pueblo en fin, sin plumeros, sin galones y sin cintajos,
desprovisto de todo lo que el enemigo le presta un aspecto teatral, pero
animado de un espíritu que jamás se podrá encontrar entre los
defensores de la opresión y la tiranía, ha hecho ver al mundo, una vez
más, la difrencía que existe entre combatir por razón y luchar en su
contra.
Creían los gobernantes ingleses que lo
ocurrido a España era debido a la degeneración nacional, y ahora
reconocerán el error, se habrán convencido de que, en las repúblicas
africanas, como en Cuba, Filipinas y Creta, los defensores de la
independencia y la libertad tienen una inmensa superioridad sobre su
adversario. Este gran fracaso moral de Inglaterra es una dura lección
que no han de desatender los opresores, y que debe alentar y fortalecer
al oprimido: ella demuestra que ningún contrario es despreciable, como
tenga de su parte a la razón.
Hoy, las dos repúblicas hermanas del
Continente Negro y la filipina, en la Oceanía, mantienen bravamente la
guerra contra dos naciones de un poder colosal. A su lado se hallan las
simpatías del mundo entero; y tal es, afortunadamente, en nuestros
tiempos la fuerza incontrastable de la razón, que, tanto en Inglaterra
como en los Estados Unidos, millares de voces se levantan protestando
contra esa barbarie y solicitando para todos justicia y equidad.
Lo que sigue, y que revela cómo juzgan
nuestros compañeros ingleses la actual guerra, lo traducimos de la
valiente revista Freedom, correspondiente al mes de abril del año actual
(1900):
“El resultado de esta guerra es bien
conocido. Más de 18.000 hombres fuera de combate (3.000 prisioneros y
15.000 entre muertos y heridos en el campo de batalla y bajas a
consecuencia de las enfemedades), son las pérdida que ha sufrido este
país para quebrantar la primera línea de defensa de los boers: la que
habían trazado en territorio británico, por medio de la cual han
evitado, durante cuatro meses consecutivos, que una potencia de primer
orden, con 38 millones de habitantes, y apoyada por sus colonias,
invadiera su teritorio. Y si a estas pérdidas se le agregan las de
aquéllos, apreciándolas tan sólo en una mitad, se verá que 8.000
agricultores boers han sucumbido, sólo por querer que los dejaran labrar
sus tierras y hacer productiva una parte del planeta, de cuyo motivo
nadie había querido o podido ocuparse jamás.
Más de 25.555 hombres han sido
sacrificados durante el primer acto del drama, a la desmedida ambición y
codicia de los Rotschilds, de los De Beers, los Rhodeses, los
Chamberlains y otros vampiros internacionales, dueños de Londres y de
otras capitales europeas.
¿Cuántos miles más habrá que sacrificar,
ahora que los boers se han replegado a su segunda línea de defensa,
trazada en su propio país, y que las mujeres y los niños les ayudarán a
defender?”
“En el campamento abandonado
recientemente cerca de Arondel, se encontraron artículos femeninos de
todas las clases y hasta biberones para criaturas que se habían dejado a
la espalda. Aun fuera de su propio territorio, en la Colonia del Cabo y
en Natal las mujeres boers han participado, al lado de los hombres, de
todos los rigores de la campaña. En todos los ejércitos se considera
como una tercera parte el número de soldados mecánicos; pero cuando un
pueblo acude a las armas para defender su independencia, todos tienen
que combatir, y las mujeres boers con sus hijos al pecho, se hicieron
cargo de guisar el rancho, cuidar de los caballos, cargar y descargar
los carros y hacer toda clase de trabajo, mientras los hombres estaban
en las trincheras”.
“Esto ocurría en la primera línea de
defensa: pero ahora que tienen que defender la segunda en su propio
país, es indudable que hemos de ver a las mujeres, fusil en mano,
defendiendo las trincheras, en las cuales ya hay muchachos hasta de diez
y seis años de edad, entre tanto que los más pequeños (de diez a
quince) se ejercitan tirando al blanco, como hemos visto en una
fotografía tomada por un ruso en el Transvaal. Ahora sus madres se
unirán a ellos; desde el principio de la guerra han estado pidiéndole a
Krüger que les permitiera formar legiones de mujeres, y éste se vió
compelido a prometer que acudiría a ello si los enemigos invadieran la
nación”.
“Esas mujeres pueden ir sin temor a las
trincheras: no oirán jamás de sus padres y de sus hermanos una palabra
que pudiera ofender sus oídos, pues no teniendo que tratar con aquellos a
quienes el cuartel desmoraliza y corrompe, serán recibidas como madres y
hermanas”.
Por los anteriores fragmentos se
observará que en Inglaterra, como en todas partes, hay gentes que
anteponen a todo, el culto a la Razón y la Verdad.
Si los obispos y los curas que, en
interés de la burguesía, ponían medallas y cruces, escapularios y
amuletos, en el pecho de su juventud inocente, condenada a no volver más
a su país y dejar sus huesos lejos de los hogares de sus padres y de
sus hermanos, hubieran tenido que compartir con el hijo del productor
las consecuencias de la lucha y los sufrimientos de la campaña, ¡de qué
modo tan diferente hubiesen procedido! Por favorecer los bastardos
intereses de los poderosos no vacilaron en sacrificar a los humildes,
abusando de la ignorancia y de la credulidad de éstos para mandarlos a
una muerte segura. ¡Grande es, en verdad, la responsabilidad de esos
hombres que pretendiendo ser los defensores de la moral, de modo tan
contrario a ella se han conducido!
Si alguien os dice que se ha de
considerar como una desgracia la emancipación de las colonias,
contestadle que no tenemos dos pesos ni dos medidas, y que, queriendo
como queremos para nosotros la independencia y la libertad, la deseamos
igualmente para todos los pueblos de la tierra; que el mundo es nuestra
patria; nuestros hermanos los que defienden en todas partes la libertad;
nuestros enemigos los que luchan al servicio de la opresión y la
tiranía. A estos grandes y eternos principios de la justicia, y que son
los que hicieron inmortal a la Francia del 93, y que han inspirado
siempre a los autores de las verdaderas revoluciones, debemos
adherirnos, dispuestos, si es preciso, a sucumbir en su defensa o a
bañamos en su brillante luz. Que el temor a la muerte no será nunca
bastante a imponernos una existencia ruin y desgraciada; porque vivir no
es vegetar, y cuando la vida se reduce sólo a eso, entonces su pérdida
no deberá ser nunca mirada como una fatalidad.
Pero la libertad de Cuba y Filipinas,
como todo lo que se realiza en armonía con los grandes principios de
justicia y equidad, ha resultado un bien para todos; para sus
habitantes, porque han logrado verse libres de la denigrante dominación
extranjera, cosa depresiva y humillante que ningún pueblo culto debe
tolerar; para los trabajadores de la Península, porque ya no tendrán que
pasar por el intenso dolor de ver partir a sus desgraciados hijos para
esos lejanos países, en donde muchos perdían la salud y un número
considerable la vida; y para los mismos causantes del mal, porque, no
estando esas islas ya a su alcance, tendrán por fuerza que ser menos
malvados y menos perversos de lo que han sido hasta el presente, con lo
cual queda demostrada la verdad de nuestra afirmación.
Resta un punto por tratar, sobre el cual
los partidarios del pasado pretenden levantar una barrera que nos
detenga en nuestro camino y al que dan una importancia excepcional: la
grandeza de la nación. Partiendo de la base falsa de que la importancia
de los pueblos ha de medirse por kilómetros cuadrados y no por la
cultura e ilustración de sus habitantes, proclaman nuestra decadencia,
vecina de próxima ruina, como consecuencia lógica, fatal e inevitable de
la desmembración del territorio. Pero, los que así discurren, olvidan
que los hechos, con fuerza abrumadora, vienen a comprobar lo contrario.
¿No venció el pequeño Japón a la mayor nación del mundo, a la colosal
China? ¿Cambiaría un belga su nacionalidad por la de un ruso? ¿Se cree,
por ventura, Suiza inferior a Turquía, o Portugal y Holanda menos
importantes que Marruecos? De ninguna manera.
Y en cuanto a las colonias, diremos, para
terminar, que su posesión tiene que ser, como todo lo fundado en la
violencia, necesariamente pasajera. Si el gran imperio británico, que
rápidamente marcha hacia la confederación, no hubiera, con el talento
práctico que distingue a sus habitantes, dado poco menos que la
independencia a sus colonias de América y Oceanía, el Canadá y Australia
ha tiempo que la tendrían ya por completo. Dejémonos, pues, de llorar
grandezas imaginarias y desdichas ilusorias, y para evitar en el
porvenir lo que ha sido posible en el pasado, procuremos hacer que el
pueblo abra sus ojos a la luz y comprendiendo que él es, en último
término, el verdadero autor de tantos males, pues sus propios hijos y no
los privilegiados son los sostenedores del sistema capitalista, se
niegue de una manera firme y resuelta, a seguir pagando esa inicua
contribución de sangre, causa de tantas desdichas y manantial inagotable
de miseria y ruina.
La cooperación de la mujer en esta
empresa sería de mucha importancia: ella podría, al echar su peso en la
balanza, decidir en un día de la suerte y de los destinos de la
humanidad. Lo que inútilmente ha pedido en todas las lenguas y en todos
los ritos, a los seres sobrenaturales, producto de sus infantiles
creencias, lo vería en un momento, y como por encanto, realizado, a
condición tan sólo de una cosa: querer. De ella depende que el sueño de
Tolstoi, de que tan sólo por resistencia pasiva se transformase la
sociedad, se convirtiera en hecho, y la deliberación del esclavo moderno
se hiciera sin que derramase ni una gota de sangre, ni una lágrima. No
facilitando sus hijos a los explotadores, la explotación terminaría.
Recuerdo a este propósito que cuando,
casi a diario, las madres de los prisioneros hacían manifestaciones
pidiendo al gobiemo que se interesara por su rescate, el gobernador de
Madrid, según dijeron entonces los periódicos, las increpó diciendo:
“¿Por qué los dejaron ustedes ir?” Palabras que debieran esculpirse en
mármoles y bronces, o mejor aún, grabarse en la frente de todas las
vírgenes y en el corazón de todas las madres.
Y, sin embargo, aquellas desgraciadas
podían haberle contestado al representante de la autoridad: “Si no nos
hemos opuesto, como era nuestro deber y como hubiera sido nuestro deseo,
a que tal barbaridad se consumara, es porque nuestra educación,
nuestras costumbres y nuestras creencias, se han interpuesto entre
nuestros hijos y nosotras; no es nuestra, pues, la responsabilidad, sino
de una sociedad que, en vez de ilustrar a sus miembros, parece que, al
contrario, se complace en tenerlos embrutecidos y esclavizados.” Y todos
tendrían razón: él y ellas. La responsabilidad es de todos, es decir,
no es de nadie. Siendo, como somos, deterministas convencidos, no
podemos juzgar con un criterio al individuo y con otro a la
colectividad; si aquél es irresponsable ésta debe serlo también.
Los mercaderes arrojados a latigazos del
templo, han vuelto a apoderarse de él; los defensores de la justicia
suben hoy al cadalso, como hacen diecinueve siglos, recibiendo la muerte
en pago a su amor a la humanidad, gracias a la ignorancia del pueblo.
Pero por lo mismo que nadie es
responsable de nada, los que conozcan la verdad deben no perdonar
esfuerzo o sacrificio alguno para hacerla llegar hasta el seno de la
sociedad, adormecida en los brazos de la superstición, el fanatismo y la
ignorancia, trinidad terrible, de donde han emanado cuantos males han
afligido y agobian todavía al ser humano.
Hay que trabajar con fe y energía, con
entusiasmo y con firmeza, con constancia y valor, hasta conseguir que el
pueblo despierte y en vez de ser un instrumento ciego en manos de los
explotadores y verdugos, se convierta en un vasta aglomeración de seres
conscientes, dispuestos a combatir siempre y en todas partes el error, y
a defender y a dar la vida, si es necesario, por el triunfo glorioso de
la Justicia y la Verdad.
Grande será nuestra alegría si llegamos
hasta la meta de tan hermosas aspiraciones; pero si la suerte
determinara lo contrario, si estuviésemos destinados, como tantos otros,
a marcar con nuestros huesos el camino que conduce a la humana
redención, con la satisfacción que hemos experimentado al aportar
nuestro pequeño grano de arena a la obra del bien universal, nos
consideraríamos largamente recompensados por el trabajo realizado o el
sacrificio hecho, trabajo y sacrificio que, en vez de causarnos dolor,
sólo nos ha producido placer, y que, por consiguiente, ni el nombre
merecen de tales.
Como decía no ha mucho nuestro compañero
Faure, la palabra hablada y escrita son como las hojas y las flores del
árbol, cuyo fruto es la acción.
Los padres que se nieguen a entregar a
sus hijos en pago de esa contribución brutal, y los jóvenes que, como
los de Montpellier en Francia, y los de otras poblaciones, tanto
francesas como alemanas, italianas y rusas, que han dado ya los primeros
pasos y servido de saludable ejemplo, se resisten a ingresar en el
ejército y tener por morada el cuartel, habrán hecho tanto por acelerar
el triunfo de la idea como el más elocuente de nuestros oradores o el
mayor de nuestros filósofos.
Si las fuerzas de los deheredados
resultaran, a causa de tantos siglos, de esclavitud y postración,
débiles todavía, para tal empresa, forzoso será que aguardemos a que
nuestros hijos concluyan la obra que no hemos sabido o no hemos podido
terminar.
Como decía Barcia, “lo que debe arder,
arde, lo que debe suceder, sucede, lo que debe pasar, pasa”. Eso es
indudable; pero no se opone a que hagamos por nuestra parte todo lo
posible porque lo que arda, suceda y pase, sea en bien del pueblo y no
en su daño Y como hace notar nuestro gran compañero Kropotkin: “el día
que los soldados miraran a la cara a sus jefes, éstos envainarían sus
espadas y darían por terminada su misión”.
El enemigo está ya convencido de que su
poder termina, y nuestros amigos saben que hoy el triunfo es seguro. La
revolución, hecha en la actualidad en las ideas, sólo espera la acción
para tomar vida y forma corporal, para estar viva.
IV La iniciativa individual
Muchos aparentan estar dispuestos a hacer
algo, si hubiera otros que los acompañaran, y hay quien va más lejos
todavía, agregando que no es posible hacer nada mientras todos no se
hallen resueltos a realizar algún acto, por pequeño e insignificante que
sea. Los que así discurren, olvidando que el individuo es anterior a la
sociedad, y que sólo la frecuencia e importancia de la acción
individual es lo que puede determinar la colectiva, no ven que no se
puede llegar jamás a ésta sin haber pasado antes por la otra. La
intensidad de los actos de protesta y la rapidez con que se sucedían,
agitando y conmoviendo en todas partes la opinión, eran indicios bien
seguros que anunciaban, antes de que estallara la revolución francesa,
su próxima e inevitable aparición. Lo mismo sucede en el orden físico.
¿Habéis visto alguna vez realizarse algún cambio atmosférico con el
cielo puro y despejado? Primero una nube, en apariencia sin importancia,
se presenta sobre el horizonte; otra y otras le siguen; el viento
fuerte y cálido que les impulsa anuncia al navegante que se acerca la
tempestad, la cual, convertida en ciclón, barre cuanto encuentra a su
paso; y mientras el huracán nivelador echa por tierra todo aquello que
pretende ser monumental, la chispa eléctrica, secundando su acción,
destruye el campanario y quebranta a la iglesia, burlándose del ídolo
que está sobre el altar.
Al oír hablar del crecido número de
compañeros que algunos optimistas suponen existir en una región o
localidad determinada, siempre se me ocurre preguntar: ¿Qué hacen? Nada.
Pues entonces seguiremos alejados de la revolución, cuando ella se
aproxime, ya lo anuniarán los acontecimientos.
Pini, Ravachol, Caserio, Pallás y todos
los que han dado la vida por la idea, son como esas burbujas de aire
que, subiendo desde el fondo de la masa líquida y estallando al llegar a
la superficie, anuncian que el estado del agua, sometida a la acción
del calor, se empieza de un modo sensible a alterar. ¿Aumentan las
burbujas? Pues la ebullición se aproxima. ¿No? Pues tenemos todavía que
aguardar. Así como el termómetro, el barómetro, el manómetro, el
pluviómetro y el taquímetro anuncian diferentes estados y movimientos de
la materia, así la importancia, en todos sentidos de la acción
individual, da a conocer la situación en que nos hallamos con exactitud
admirable. Por eso el héroe de la popular novela de Bellamy (2), que tan
gran circulación alcanzó en América, tenía que apelar al hipnotismo y
tener por dormitorio un subterráneo, para verse libre del ruido y de la
agitación, precursores de la Revolución Social.
Negarse, pues, a seguir soportando por
más tiempo imposición tan depresiva, es obrar con arreglo a los
principios y acelerar el momento anhelado de la liberación.
Que cada uno cumpla con su deber,
aportando su concurso a la obra del bien general, y la acción individual
se tornará pronto en colectiva, sin necesidad de concierto ni
organización. No quiere esto decir, sin embargo, que se deba
sistemáticamente prescindir de agruparse y entenderse en todo aquello
que el individuo aislado sea impotente para realizar. Claro es que si en
una localidad la idea estuviera tan extendida que todas las familias se
negasen a pagar la contribución de sangre, eso sería mucho mejor que si
el número de las que adoptaban semejante resolución fuera limitado;
pero, aunque no hubiera más que una, ésta, en mi concepto, debería dar
el ejemplo, aceptando con noble ardimiento todos los peligros que
vinieran naturalmente aparejados a tal empresa, así como el triunfo y la
gloria de su iniciación.
Cuando el 62 entré yo en quinta, me
llamaron repetidas veces al Ayuntamiento, sin resultado alguno, pues
había formado el deliberado e inquebrantable propósito de realizar un
acto de propaganda (por el hecho al que siempre he tenido gran
predilección) contra la contribución referida. Y cuando después supe que
había salido soldado, le manifesté a mi padre mi propósito,
suplicándole no me liberara; pero él, no comprendiendo, o aparentando no
comprender, todo el alcance de la iniciativa individual, y atento sólo
al bien del momento, resolvió lo contrario, bastante a pesar mío.
Después de los recientes descalabros,
¿quién dudará que esos numerosos ejércitos permanentes sólo son eficaces
contra el pueblo mismo, mar de cuyo seno han emergido y en cuyas aguas,
más tarde o más temprano, han de venirse al fin a sumergirse? Sobre
esto, radicales, socialistas y anarquistas, todos estamos conformes,
existiendo entre todas las fracciones una rara unanimidad. El terreno
está, pues, abonado, y preparado para la acción; y los que den el primer
paso han de tener en su favor la fuerza potente e incontrastable de la
opinión pública. Hasta los más timidos e irresolutos, aun aquellos que
tienen miedo de decir lo que piensan, aplaudirán en su fuero interno la
audacia y la energía de los que primero rompan el hielo y ataquen en su
base la fortaleza que sirve de escudo al enemigo implacable del obrero,
al dios de los explotadores y tiranos, a la causa de todo mal y al
origen de todo dolor, en una palabra: al capital.
Se dirá que somos cobardes; que
preferimos vivir a desaparecer; y que, el temor a la muerte, natural en
el hombre y en el bruto, nos retiene ligados de pies y manos en poder de
nuestros adversarios, a disposición de nuestros verdugos. Lo cual es
indudable, y no pretendemos negar que es, hasta cierto punto, la verdad.
Pero, ¿no dice nada en contra suya el número, siempre en aumento, de
personas de ambos sexos y de todas las edades que buscan en la muerte la
liberación y el remedio supremo de sus males? No hace mucho leí que, en
un sólo día, se habían suicidiado en Londres quince personas: apenas
pasa uno sin que en las grandes capitales se registren dos o tres casos;
pero la influencia de la nueva idea aún no han alcanzado la corriente
del suicidio; cuando llegue a ella, veremos operarse una transformación
gigante y colosal que conmoverá los cimientos de la sociedad misma.
El suicida, en vez de buscar los lugares
más solitarios y sombríos, o encerrarse en su habitación, como hoy
sucede, para poner fin a su existencia, elegirá el seno de la sociedad
capitalista; y en medio de la orgía y del festín de los privilegiados;
allí donde éstos se entregan a sus goces y a sus placeres, indiferentes
al dolor ajeno, hará vibrar la nota lúgubre, recordando a aquellos
insensatos que están cometiendo un crimen de lesa humanidad, y que esas
riquezas que tan locamente disipan con tan ostentosa prodigalidad, están
amasadas con el sudor y la sangre de los infelices productores y
regadas también con sus lágrimas.
Que esto no sólo puede y deba ocurrir
dado el estado de la sociedad, sino que, aquí y allí ya ha sido causa de
tragedias terribles, no es un secreto para nadie. Al trabajar, por
consiguiente, porque con motivo de la contribución de sangre, la
cuestión social se plantee, si tenemos en primer término el interés del
obrero, del esclavo del salario a la vista, abrigamos al mismo tiempo la
firme creencia y la profunda convicción de que, el cambio, ha de ser
útil y provechoso para todos. ¿Acaso no se ven entre los que parecen
haber resuelto el problema de la felicidad, cosas que horrorizan? Los
hijos que desean la muerte de sus padres, ¿no son moneda corriente,
tratándose de la alta burguesía? Hermanos que pleitean con hermanos y
hasta hijos que hacen lo mismo con sus madres, se encuentran en esta
sociedad a cada paso.
A todos por igual alcanzará la redención,
porque todos la necesitan; desde la infeliz obrera que contrae la tisis
algodonera, encerrada entre los muros de las grandes fábricas, hasta
esas desgraciadas a quienes el dinero las ha hecho caer en el lazo
tendido por el egoísmo y la ambición, y que, cual la luciérnaga, al
brillo de su luz han debido su eterna desgracia y su ruina, viendose
condenadas a vivir con un miserable que, aparentando querer conquistar
su corazón, sólo acudía atraído por el oro. O esas criaturas infelices,
que por librar a los suyos de la miseria negra se han sacrificado, con
verdadero heroísmo, entregando su cuerpo al mejor postor, como se vende
la res en el mercado, y renunciando para siempre a las satisfacciones y
goces naturales.
Así como en los parajes húmedos y
sombríos se desarrollan y propagan los microbios del tétano y de otras
muchas enfermedades, a la sombra maléfica del sistema capitalista nacen y
crecen las más bajas y ruines pasiones, y los más groseros y
despreciables sentimientos. Ante la idea del acrecentar el capital y de
aumentar las fuentes de su ingreso, todas las demás palidecen y pierden
importancia.
Muere un médico de alguna reputación y de
una regular clientela; pues hasta sus mismos condiscípulos y amigos de
la infancia, que parece natural debieran sentir y deplorar su pérdida,
tienen, a pesar suyo, que alegrarse al pensar que, de esa herencia de
enfermos que aquél lega sin poderlo evitar a la clase, es más que
probable le venga a tocar una parte. Y otro tanto puede decirse del
comerciante, del industrial y del banquero. La muerte del general es
recibida con júbilo por los coroneles, la del obispo por los canónigos,
la del magistrado por los jueces, y hasta la del verdugo causa
satisfacción y regocijo entre aquellos que humildemente aspiran a ocupar
tan elevado puesto.¡Hasta tal punto la lucha incesante y encarnizada
entre el estómago y el corazón nos ha corrompido y degradado a todos: a
todos, sí, porque no hay nadie que pueda tirar la primera piedra;
ninguno que en absoluto esté en condiciones de decir que se halla
verdaderamente libre del mal! Siendo la causa de índole social, natural
es que las consecuencias lo sean también. Lo contrario estaría reñido
con la lógica y con el sentido común, sería inconcebible y absurdo,
inexplicable e irracional.
En apoyo de lo manifestado citaré un caso
que, aunque en el fondo no tiene nada de original, por los detalles
hizo que se fijara la atención en él.
Un amigo mío, hijo único de un título que
se hallaba en una posición regular, no tenía más vicios que el tabaco,
el juego y la bebida; pero tan profundamente arraigados, que mientras el
primero, ayudado por los segundos, le hacía contraer una afección
pulmonar, que en plazo no lejano había de poner fin a su existencia, los
otros dos lo quebrantaron tanto moralmente, que su padre lo echó de su
casa, diciéndole que no se acordara más de él.
Del juego es posible curarse, y tal vez
mi amigo lo hubiera conseguido, a no ser por los funestos efectos del
alcohol que, atacando el cerebro y debilitando sus facultades
intelectuales, hacía imposible la esperanza de salvación. Ya en la
pendiente, y sin nada que pudiera contenerlo ni atenuar en parte la
caída, caminaba con rapidez asombrosa hacia un desenlace fatal. Como su
situación económica era cada vez más deplorable, agotadas las fuentes
del crédito, apeló al extraordinario y repugnante recurso de firmar
documentos pagaderos a la muerte de su padre, recibiendo cantidades
relativamente insignificantes, por las que había de abonar sumas
enormes; y como los usureros, que entienden poco de patología, no veían
que aquella vida se apagaba, y el negocio les parecía excelente, no
dejaban de proporcionarle recursos en las leoninas condiciones
mencionadas. Pero llegó un día en que su existencia, que el
desequilibrio social había conducido a la desgracia por el camino que
para las gentes superficiales debe terminar en la felicidad, se
extinguió por completo, con aterradas sorpresas para los inhumanos
vampiros que no podían explicarse cómo un hijo, que tantos pagarés había
firmado y cuya futura fortuna ya ellos se habían distribuido, bajara a
la tumba antes que su padre.
La presencia de aquellos buitres en el
entierro de esa pobre víctima de la desigualdad, imprimió al fúnebre
acto un carácter acentuadamente cómico y como en Cádiz no escasean las
gentes de buen humor, las puyas y las indirectas que llovían sobre los
usureros despertaban la hilaridad, convirtiendo el sepelio en comedia
macabra.
Pero si se descarta el asqueroso detalle
da la usura, ¿a cuántos no ha alcanzado o le espera igual fin en esa
sociedad corrompida?
¿Habrá quien dude todavía respecto a la
necesidad imperiosa de un cambio que ha de ser beneficioso para todos?
No es posible creerlo.
Lo que acabo de referir, trae a mi
memoria otro recuerdo que he de dar a conocer, y que, por ser de índole
diametralmente opuesto, puede servir de pendant al anterior. Él da,
aunque débilmente, una ligera idea de lo que puede ser la sociedad
regida por el principio comunista, bajo cuya benéfica acción todas las
rivalidades se extinguen, todos los odios se concluyen, todas las
asperezas se suavizan y todos los antagonismos desaparecen. Un ejemplo
de comunismo anárquico en un presidio no es cosa que ocurre todos los
días, y por su originalidad inesperada es por lo que lo voy a relatar.
El otro hizo ver hasta qué punto la lucha de uno contra todos y de todos
contra uno, lema del principio capitalista, puede causar la infelicidad
y aun la muerte de los mismos privilegiados; éste demostrará que aun
entre las personas desprovistas de ilustración y de cultura, la
solidaridad y la armonía de intereses, que el comunismo trae consigo,
justifica los caracteres y nos dispone a todos para la práctica del
bien.
Como en aquella época (marzo del 82)
sobraba siempre rancho en el Peñón, compró el gobernador, con un dinero
ganado por los presos en la descarga, una ternenerita primero, que se
cebó rápidamente, y una vaca después, la cual se hallaba tan demacrada,
pobre y flaca que apenas podía tenerse en pie, y parecía enferma y
próxima a expirar; pero la gente del campo dijo que estaba buena y que
lo que tenía era hambre; y, efectivamente, como las reses de los moros
son muy mansas, pues generalmente se crían en las casas entre la
familia, el animal andaba por el patio como un perro, acercándose a todo
el que comía, solicitando un pedazo de pan, y mientras que a las
gallinas las despedían algunos con cajas destempladas, diciéndoles: “Id y
que el amo os dé de comer”, a la vaca, que no tenía dueño, porque era
de todos, se le mostraba una marcada predilección.
Los inteligentes acertaron: la salud del
animal no dejaba nada que desear, y en pocos días cambió de aspecto y se
empezó a regenerar y robustecer. Pero una tarde estalló una violenta
tempestad, y una torrencial lluvia estuvo cayendo toda la noche. El
patio del presidio no ofrecía resguardo alguno, y como la vaca aún
estaba endeble, aquella noche de agua y viento le causó un efecto
deplorable, poniendo en peligro su existencia. Uno de los primeros que
bajaron al patio al día siguiente, viéndola temblar, presa de un frío
intenso, causado indudablemente por la fiebre, corrió al dormitorio, y
cogiendo su manta, sin pensar si le haría falta aquella noche, voló a
cubrir con ella a la enferma, en torno de la cual se habían agrupado
casi todos los pastores y hombres de campo, que no eran muchos, pues el
total de los presos no pasábamos de ochenta. No todas las opiniones
estaban conformes rcspecto a la índole de la enfermedad, y al preguntar
yo a los que parecían más inteligentes en la materia lo que juzgaban más
oportuno que se hiciera, dijo uno: “Que llamen al tío Juan.” Y aún no
había acabado de pronunciar estas palabras, cuando un muchacho se
destacó del grupo, volviendo al poco rato acompañado de un viejecito, a
quien todos miraron con respeto y escucharon con atención. ëste, después
de reconocer detenidamente a la pobre bestia, diagnosticó la enfermedad
de pulmonía, y dispuso en su consecuencia, el tratamiento que, seguido
al pie de la letra y secundado por los cuidados y el interés de que era
objeto el animal, vino a confirmar el pronóstico, y a los pocos días
todo peligro había desaparecido y la vaca volvía a reponerse y engordar
de nuevo. Si hubiera tenido dueño, todos, a excepción de él, o al menos
la mayoría, la mirara con indiferencia y desprecio; pero como no lo
tenía, y era, en cambio, de la colectividad, en vez de una sola persona,
fueron todas las del penal las que se tomaron un vivo interés por la
res y cooperaron a su restablecimiento. No habiendo autoridad a quien
obedecer, las indicaciones de la experiencia y el saber fueron
escuchadas y llevadas a la práctica al momento; la armonía entre todos
los interesados en la empresa no se turbó jamás y ese pequeño ejemplo
práctico de comunismo anarquista nos hizo ver, con gran elocuencia, lo
que de tales principios puede y debe esperar la sociedad el día, no
lejano, en que le sea posible ponerlos en acción.
Los anteriores y convicentes ejemplos
demuestran hasta la saciedad que, en tanto que en el régimen capitalista
ni aun los privilegiados pueden sustraerse a su influjo funesto, en el
comunismo sucede al revés, llegando hasta a los animales su redentora
luz.
Si alguno creyera que todo esto nada
tiene que ver con la contribución de sangre, se equivocaría por
completo; pues cuanto tienda a demostrar la superioridad del comunismo
sobre el sistema contrario, al aumentar el número de los enemigos del
régimen burgués, les dará más confianza en sí mismos, más valor y más
energía, concluyendo por hacer práctico y posible lo que de otra suerte
se hubiera tardado mucho más tiempo en realizar.
Antes de dar por terminado este trabajo,
que si no merece tal nombre por su valor, le corresponde, sin embargo,
por el que a mí me cuesta el hacerlo, he de decir, aunque no sea más que
dos palabras sobre un punto que considero de bastante interés y sobre
el cual hay, generalmente, prejuicios persistentes y erróneas ideas. Me
refiero a la supuesta tendencia al mal de la naturaleza humana. No
negaré que en la manera instructiva con que el niño persigue a la
mariposa en su bobo deseo de apoderarse de todos los organismos
inferiores que le rodean, se nota claramente la fuerza de la herencia y
el lazo que nos une con nuestros antepasados los demás animales, entre
los cuales se encuentra nuestra humilde cuna, según ha demostrado la
antropología echando por tierra las ridículas historias referentes a
nuestro decantado origen sobrenatural, que, no hallando en la ciencia
ninguna seria refutación hasta este siglo, ha venido siendo durante una
larga serie de ellos valladar contra el que se estrellaban los amigos de
la verdad y los partidarios del proceso humano. Al inmortal Lamarck,
que el año 1800 encendió esa gran luz que se llama transformismo,
corresponde la gloria y el honor de obra tan colosal, grandiosa y
gigantesca.
Pero si eso se observa en la infancia, no
es menos evidente que el apoyo mutuo que en tan alta escala se
encuentra ya desarrollado en los animales, como lo ha demostrado nuestro
ilustrado compañero Kropotkin en trabajos interesantísimos, nos
predispone y prepara fuertemente y de modo efectivo para la práctica de
la solidaridad, hacia la que todo adulto de mediano desarrollo
intelectual se encuentra fuertemente atraído, y que llevaría a efecto
sin vacilar si la organización social presente, basada en el falso
principio individualista, no fuera un obstáculo insuperable que, en la
mayoría de los casos, dificultara su ejecución. Y tan verdad es lo que
digo, que hasta en las circunstancias más desfavorables, aun en las
condiciones más críticas, ella se revela, iluminando nuestro camino,
ahuyentando las sombras y anunciando un porvenir mejor. ¿Qué son el
budismo y el cristianismo su imitador, sino la exaltación de este
principio, por el cual tantos mártires han sucumbido y tantos héroes se
han sacrificado?
Conocí en el presidio de Ceuta a un
hombre de color llamado Laso, persona ya de edad que, después de haber
pasado la mayor parte de su vida en la esclavitud, se hallaba en la
prisión por haberse puesto de parte de los que proclamaban la
independencia y le habían devuelto la libertad, por irse con los
cubanos, en armas contra la dominación extranjera, por colocarse al lado
de la justicia y enfrente de la iniquidad. Sus cabellos, que ya
empezaban a blanquear, su mirada inteligente y bondadosa y su dulce y
reposada palabra hacían en extremo simpática aquella víctima del egoísmo
y la barbarie. Hecho prisionero en las primeros días de la campaña,
pasó de esclavo a presidiario sin haber apenas conocido la libertad. Su
salud, hasta entonces robusta, empezó a resentirse, y una afección
intestinal que se había hecho crónica y le abandonaba al parecer a
veces, sin retirarse nunca por completo, iba minando poco a poco su
complexión de una fortaleza admirable. Los deportados, desde la
Península, remitían 125 pesetas mensuales que se empleaban en mejorar el
rancho de sus hermanos presos, y, de cuando en cuando, hacían remesas
de ropa, casi todas de buen uso, que se distribuían entre los más
necesitados. Pero llegaron poco antes del Zanjón (3) unos 200
prisioneros de guerra, siendo los primeros cubanos venidos en concepto
de tales, y aunque tenían el haber de soldado y debían comer mejor que
los confinados, como del debe al haber siempre hay diferencia, ésta se
dejó sentir tanto, que la alimentación de aquéllos se reducía a un poco
de arroz cocido con agua. Se hallaba entre los recién llegados un hombre
de sospechosos antecedentes, a quien los más miraban con recelo,
diciendo que había sido un confidente y que sin duda por error lo
incluyeron con los demás, el cual padecía mucho del estómago y,
careciendo de recursos, había pretendido inútilmente de varios de los
antiguos, que cambiaran su rancho por el suyo; pero llegó el moreno
Laso, (y lo llamó así para que no se confunda con mi compañero y amigo
Pablo Pérez de Laso, que como el primero, también se encontraba con
cadena perpetua en presidio por haber querido para España lo que aquél
deseaba para Cuba, independencia y libertad), y éste, sin tener para
nada en cuenta los antecedentes del que le pedía aquel favor, sin pensar
lo que a su salud pudiera perjudicarle ni el riesgo que corría,
padeciendo una enfermedad casi tan grave como la del otro, y dominando
sobre toda otra consideración en su carácter noble y generoso el deseo
de prestar un servicio al infeliz que se lo demandaba, accedió desde
luego, salvando de la muerte a aquel desgraciado a costa de su vida;
porque a los pocos días cayó con un ataque terrible, del que no debía
reponerse más. Al bajar para el hospital se despidió de todos con la
tranquilidad del justo y la resignación del mártir; y a los que con
tristeza nos lamentábamos de lo ocurrido, y dulcemente le reprendíamos
por lo que había hecho, nos contestaba con una sonrisa de suprema
bondad. Así concluyó aquel hombre bueno que tantos agravios había
recibido de la humanidad, por la que, sin embargo, sacrificaba la
existencia. Aquel héroe glorioso de color, que se inmolaba por un hombre
de diferente raza y hasta de distintas ideas, pues se decía había
luchado contra el ejército libertador, venía a afirmar el gran principio
de la unidad y solidaridad humana. Para darle todo, no miró el color de
la piel ni apreció la diversidad en las ideas; sólo vio en él un
semejante, y esto fue suficiente. Los que tienen la debilidad de creer
que la falta de materia colorante bajo la piel, constituye una
superioridad de raza, que se comparen con este negro y digan después lo
que piensan.
Entre el hombre de color, Maceo, muerto
en defensa de la justicia y el derecho, y los blancos que festejaban su
muerte, ¿de parte de quién estaba la barbarie y de quién la
civilización?
He aquí otro caso: viviendo yo en un
pueblo de la provincia de Orán, próximo a la frontera marroquí llamado
Nemours, conocí a una pobre que pedía limosna, casi ciego y con dos
criaturas pequeñas: un niño de cinco años y una niña de uno o poco más,
que se llamaban Mojammed y Aisa (Benito y Jesusa). Un día, al subir de
almorzar del único restaurante que había en la población, la encontré
que iba en dirección a un mercado que una vez por semana se celebraba en
las afueras, ante el cual tenía yo que pasar para ir a ver a un amigo
en un chantier de esparto, situado no lejos de dicho lugar. Al volver
por el mismo camino, vi que la argelina salía del mercado y tomaba la
dirección del pueblo. Entonces presencié un espectáculo que, a pesar del
tiempo transcurrido, me parece que estoy contemplando en este momento:
¡de tal modo quedó impreso en mi imaginación! Cada niño iba comiendo una
gran zanahoria, que la pequeña apenas podía sujetar con ambas manos,
por lo que marchaba con lentitud, y yo, sin saber por qué, contuve
igualmente el paso, tal vez pensando en la desgraciada suerte de aquella
infeliz familia, cuando observé que a nuestra derecha, y sentada en una
piedra al borde de la carretera, se hallaba una mujer con su hijo,
tendido sobre sus rodillas, el cual era tan crecido que llegaba con los
pies al suelo, y ambos recordaban al grupo de la madre hebrea con el
hijo muerto colocado en la misma posición, que con tanta frecuencia se
encuentra pintado o esculpido en los templos católicos. La demacración
de los dos era espantosa, pero la del muchacho pasaba ya los límites de
lo natural: bajo aquella piel, ya arrugada y marchita, los huesos
pugnaban por querer salir de su prisión y abrirse camino por todas
partes. La negra miseria que en Europa ocultan los andrajos, allí se
presentaba, a la luz del día, en toda su horrible y gigantesca
deformidad. La otra, impresionada como yo, ante aquel cuadro, se detuvo,
y las dos mujeres se contemplaron un momento. La menos infortunado sacó
del pecho la zanahoria que debía constituir para aquel día,
probablemente, todo su alimento, y se la díó a la que consideró más
desgraciada que ella todavía, continuando después tranquilamente la
marcha, interrumpida por un breve instante. Y cuando algunas horas
después me dirigía, como de costumbre, a la playa para tomar un baño, al
pasar por el lugar donde se arrojaba la basura, la encontré, una vez
más, comiendo unas cáscaras de fruta y desperdicios de patatas, que iba
recogiendo del suelo, mientras las criaturas jugaban con unas
piedrecitas bajo los rayos paternales de un sol africano que para una
persona no habituada a él pudiera haber sido causa de congestión y
muerte, pero que para ellos, acostumbrados a su influjo y ardor, era
manantial fecundo de salud y de vida. ¡Entonces comprendí la delicadeza
de sentimientos y la bondad suprema y exquisita de aquella heroica y
sublime mujer, que había dado a otra, aun más infeliz todavía, lo único
con que contaba para comer, viniendo después a apagar el hambre con lo
que no habían podido consumir los perros! En las naciones europeas
podrán encontrarse personas -y las hay indudablemente, puesto que han
dado su vida por nosotros- tan amantes de la humanidad y tan penetradas
de amor hacia sus semejantes como esta desventurada africana, pero más
no es posible; no se concibe haya quien lleve más lejos el altruismo y
la abnegación. En tanto que yo absorto la miraba, me parecía que los
guijarros sobre que caminaba se convertían en piedras preciosas y que su
tostado rostro adquiría una hermosura y un encanto sobrenatural.
Y bien, si aun en el seno de esta
sociedad envilecida se encuentran seres como el americano y la africana
de quien acabo de ocuparme, ¿podrá decirse con razón que la humanidad
por naturaleza es mala y que todos, en mayor o menor escala, nos
hallamos inclinados a la maldad? Lo contrario es lo verdadero. En el
mismo pueblo de Nemours hay (o por lo menos existía entonces) la bárbara
costumbre de prender a todos los pobres que vienen de Marruecos, y
cuando la cárcel está llena de niños, ancianos, ciegos, mancos, cojos e
inútiles de todas las clases, los sacan, como a un rebaño humano, y
conducidos por cuatro o seis soldados indígenas, que a caballo y con
largas varas hacen las veces de pastores, los llevan hasta la frontera,
que se halla a unas siete leguas de allí, dejándolos abandonados.
Algunos, sin embargo volvían para ser expulsados de nuevo; otros
trataban de dirigirse a un país más hospitalario, y los más débiles y
extenuados se morían por los caminos. Lamentándose un zapatero hebreo,
amigo mío, con un soldado árabe de tal iniquidad, al preguntarle si no
le daba lástima de aquellos desgraciados, éste le respondió: “¡No me ha
de dar! ¡Se me parte el corazón al ejecutar semejante infamia; pero ¿qué
he de hacer? si me niego a ello me despedirán esos perros y vendré a
convertirme en un pobre más para ser arrojado a mi vez!”
¡Cuántas veces, antes y después, he oído
hacer uso de ese mismo lenguaje a los que en campos y fábricas,
cuarteles y prisiones, se convierten, al parecer voluntariamente, en
verdugos de sus hermanos!
En un orden social basado en la
injusticia y la desigualdad nadie debe ser feliz, y ninguno lo es, en
efecto. La Revolución vendrá a distribuir el bien, la paz y la armonía
entre los habitantes de la tierra, sin tener para nada en cuenta las
diferencias de color y raza, y a hacer que la fraternidad convierta en
una familia a todos los hombres y forme una sola nación de todos los
pueblos.
De nosotros, y sólo de nosotros depende que esto se efectúe al presente o se reserve al porvenir.