07 noviembre, 2007

MANUEL POR ANTONIO, VIDA POR LITERATURA

A Demófilo (Antonio Machado y Álvarez) le salieron admiradores por el flamenquismo, a su hijo Antonio (Antonio Machado Núñez), el de Castilla, le salieron literactuantes y académicos, a Manuel Machado y el Mal Poema de su vida, lo quieren pocos. A todos los malditos, borrachos de vida íntima y verdaderos sentidores y participadores de ella, no los quiere nadie... . Aquí se le dedican varios textos sin desperdicios... algo para relajar los ánimos (...). Tres andaluces tres en uno.
Manuel Machado

ILUMINACIONES EN LA SOMBRA
1901—1 de enero.
Quizá sea ya tarde para lo que me propongo: quiero dar la batalla a la vida.
Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso constante de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres... Quizá lo segundo sea más fácil de remediar que lo primero: hay indiscutiblemente una higiene, como hay también una terapéutica para la voluntad; se curan los desmayos del querer y se aumentan las dimensiones de la voluntad como se acrecen las proporciones del músculo, con el ejercicio, por medio de una trabazón de ejercicios razonados y armónicos. Pero para orientarse... Porque, en primer término, ¿dónde está mi Oriente?
Me he levantado temprano para reaccionar contra la costumbre española de comenzar a vivir tarde, y me he puesto a escribir estas hojas de mi dietario.
Lo mismo me propongo hacer todos los días; luego repartiré mis jornadas en zonas de acción paralelas, aunque hetereogéneas; y digo que paralelas, porque todas han de estar influidas por el mismo pensamiento que me llena por completo: la formación de mi personalidad.
Tengo edad de hombre, y al mirarme por dentro sin otra intención de análisis que la que pueda dar de sí la simple inspección ocular, me hallo, si no deforme, deformado; tal como una vaga larva humana. Y yo quiero que en lo sucesivo mi vida arda y se consuma en una acción moral, en una acción intelectual y en una acción física incesantes: ser bueno, ser inteligente y ser fuerte. ¿Vivir? Todos viven. ¿Vivir animado y erguido por una conciencia que sólo en el bien halle su punto de origen y su estación de llegada? A esa magnificencia osadamente aspiro. Que Dios me ayude.
¡Triste día el primero del año! Gris en toda su existencia, lloroso, haciendo de la tierra un barrizal y de los hombres, vistos a, través de las injurias del cielo, como espectros soliviantados por intereses indecibles.
¡Y feos!... Jetas, panzas, ancas, y por dentro, en vez de almas, paquetes de intestinos y de vísceras inferiores. He vivido ayer doce horas en la calle, en plenas tinieblas a las doce del día, lleno de barro y casi obseso por el terrible miserere verliano

Il pleure dans mon coeur comme il pleut sur la ville,

sin haber acertado a vislumbar una sola cara completamente humana, facies hominis. ¿Serán más claros para los efectos de la psicología los días de lluvia que los de sol?
¡Qué espanto si la conseja del vulgo fuera cierta, si los trescientos sesenta y cinco días restantes tuvieran que ser iguales, como vaciados en el mismo molde, al día primero del año! ¡Trescientos sesenta y cuatro días sin sol y sin dignidad! ¡Trescientos sesenta y cuatro días sobre el fango y entre hombres!
Y hoy, otro día más, lluvioso como el de ayer, con su amenaza de seguir buscando lo que ayer no encontré, lo que hoy, quizás, no alcanzaré tampoco. Y mañana... y después de mañana... y siempre, siempre...
La lepra atrae; la salud rechaza.
Un leproso encontrará siempre otro que se le una. Lo propio del hombre sano es la soledad.

Sobre la mesa en que escribo y frente a mí tengo el reloj, del que no he de tardar en separarme. Marca en este momento las diez y cuarto, y apenas haya recorrido dos cifras más la manecilla que señala las horas, ya no será mío sino nominalmente.
¡Mi buen camarada! ¡Cómo preferiría, siendo propietario de manadas humanas, vender un hombre a desprenderme de mi reloj, aun siendo temporalmente!
¡Mi buen camarada, mi buen maestro!
No caben en mil cuartillas lo que me ha enseñado, ni yo podría en diez años de palabrear decir cuánto su sociedad me reconforta. Lo amo por su forma deliciosamente curva (senos de mujer, lineamientos altivos de caderas, magnífica ondulación del vientre); por su color de gloria y de opulencia; por su esfera blanca que encierra la eternidad en doce números; por la fijeza, que aturde, de sus opiniones, y por lo invariable de su ritmo sagrado. Lo amo también porque su corazón inconmovible, es superior al mío y me sirve de ejemplo.
Nos separaremos, pues. Él dejará de latir algún tiempo; yo habré, aunque me rechinen los dientes, de continuar oyendo, a falta de otro, el tic-tac siniestro de la péndula de Baudelaire: «Es la hora de embriagarse; embriagaos a cualquier hora, en cualquiera sazón, no importa en qué sitio ni en qué momento, para resistir el peso de la vida; embriagaos, embriagaos sin tregua, de vino, de amor o de virtud; pero cuidad de permanecer siempre ebrios.»
¡A la calle, a la batalla, a luchar con fantasmas! Pero son calles en que al andar se pisan corazones, y son fantasmas que ocultan bajo sus túnicas de niebla puñales y amuletos contra la dicha humana.

DE MI ICONOGRAFÍA
En el prefacio monumental, jaspe y oro, que sirve de pórtico a esa rara pagoda de las letras levantada por Carlos Baudelaire con el nombre de Fleurs du mal, Gautier, el divino Théo, nos ofrece un medallón del poeta, digno de los más impecables artistas del Renacimiento. Era en los días venturosos de aquel hotel Pimodan, que significa en el mundo del arte una acrópolis dentro del Acrópolis, lo que los vasos sagrados dentro del Tabernáculo, la perla en su concha, Apolo en el Olimpo, la Poesía, alma y vida, Mater admirabilis, Turris eburnea, en París.
Baudelaire apareció allí como un triple Dios de belleza, de juventud y de gracia... Era apenas mozo, y se ostentaba ya resplandeciente con los fulgores plateados de la Leyenda y los rayos áureos de la Historia. Llegaba a París de muy allá..., de la India, de países extraños y lejanos, donde, mejor que sufrir, había gozado un destierro impuesto por la severidad paterna, y traía bajo el cráneo soles de Asia y un gran montón de cosas del Misterio...
Eran de ayer y de hoy. De ayer, por su parentesco moral con la Esfinge; de hoy, por su percepción taladrante de la vida. Como Napoleón en Dresde, pudo Baudelaire presidir, en el famoso hotel de la isla de San Luis, una Asamblea de Soberanos; aquéllos se llamaban Fulano de Rusia, Zutano de Prusia, Merengano de Austria, éstos se llaman Teófilo Gautier, Enrique Heine, Honorato de Balzac, Banville....
Fueron ésos sus días luminosos. Dios quiere que, hasta los más miserables, los tengan. Luego, el augusto ideal, todo alas, se tornó para Baudelaire en algo tan irónico, pero tan miserablemente irónico, como un león devorado de miseria... Dejó de realizar la frase de Taine «muchos artistas modernos se parecen a los grandes déspotas romanos», para confirmar con el testimonio de su carne desgarrada por las zarzas del camino, el sañudo apotegma de Schopenhauer: «Toda superioridad de espíritu tiene la propiedad de aislar; se la huye, se la odia y se invoca como pretexto que el que la posee está lleno de defectos.» La desmemoranza de los otros comenzó a apoderarse del nombre de Baudelaire con la tozuda seguridad de un acrecer canceroso. Y a su muerte, una veintena de amigos siguieron al cadáver, y un centenar de líneas repartidas entre todos los periódicos bastaron para anunciar a los navegantes la extinción de uno de los faros más refulgentes de la tierra.
Bien pudo decir el infortunado: «¡Tengo tan escaso gusto por el mundo de los vivos que, semejante a esas mujeres sentimentales y desocupadas, de quienes se dice que envían por el correo sus confidencias a amigas imaginarias, de buena gana escribiría yo sólo para los muertos!»
La vida de Baudelaire, en Bélgica especialmente, supera en horror a todo lo imaginable. En su larga agonía de atáxico la afasia le consintió no olvidar el nombre de sus atormentadores. ¿Sabéis cómo se llamaban? ¡Oh, eran legión! Se llaman Bélgica... «Ah, la Belgique; ah, l'enfer!», se lamentaba el mísero entre hipos de supliciado... Sin embargo, ya casi en las postrimerías de su vida, halló en Bruselas lo que no había encontrado en París; un editor y un amigo, Poulet Malassis, el mismo a quien Baudelaire decía en carta que yo he tenido en mis manos y ante mi vista: «No he respondido antes a vuestras generosas líneas por carecer de medios con que franquear mi carta...»
Se le ha llamado demoníaco; pero el luciferismo de Baudelaire, como tantos otros estados mórbidos del alma moderna, como el masoquismo de Wagner, y el skooptzismo de Tolstoi y el sadismo de Nietzsche, bien pueden tener por óvulo y por justificación la admirable frase de este último: «Lo mismo pasa al hombre que al árbol: cuanto más quiere subir a las alturas y a la luz, más vigorosamente tiende sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, hacia el mal...»
Realmente Baudelaire fue un desdichado superior que trató de ocultar muchas veces el rictus facial de sus dolores con la máscara de Momo. Y al honrar la memoria del hombre, según Víctor Hugo, había creado un estremecimiento nuevo en el arte, París habrá dejado perennemente dibujado en el horizonte nordial de los pueblos un rasgo luminoso de justicia, y el alma triste de Baudelaire habrá, por fin, después de los breves días de sol del hotel Pimodan, después de los lívidos crepúsculos de París y de Bruselas, conocido las poderosamente balsámicas caricias de la gloria.
Día 3, a hora indeterminada de la mañana.
He dormido mal: sin haberme pasado la noche odiando como el ogro teutón, no he amado tampoco. He leído y he tosido mucho, hasta llegar al abotargamiento del cerebro y a sentir como desencajadas las tablas del pecho.
El día ha amanecido espléndido. ¿Qué me reservará?
Día 4.
Ayer ocurrió en Madrid un hecho cuyas proporciones exactas pueden ser contenidas en estas líneas: Fulana de Tal tenía un novio que la abandonó. Y la mujer lo amaba. Inútiles fueron cuantas inquisiciones produjo para averiguar su paradero. Es indudable que encendió velas al pie de los altares, que ofreció ex votos a todos los iconos de la ilusión, que se ensangrentó las rodillas arrastrándolas sobre las losas de los templos, que invocó a esas fuerzas tutelares de la vida que con tanta esplendidez regalan promesas a los desesperados y a los candorosos; pero inútilmente.
Y cuando estaba a punto de cruzarse de brazos sobre el pecho y a dejarse llevar y traer por las olas del antojo, el azar, fecunda matriz de cuantas causas ignoramos en la vida la hizo toparse con otra Fulana, gitana de raza, ladrona y, a las veces, quiromántica de profesión, quien le ofreció averiguar el paradero del fugitivo y darle medios para hacerse de nuevo amar por él —¡la tierra, el sol, el mar y las estrellas!— mediante el estipendio de unas cuantas monedas indefinidas.
Ciento ochenta y cinco piezas de a peseta marcaron el numerario total de la enamorada y la agonía de sus esperanzas. Hecha pública esta historia por los periódicos, pocos advirtieron que esta vulgar gacetilla es un drama enorme cuyo personaje principal es la inmutable alma humana —y que esa mujer cualquiera se llama Mujer—, y que los polizontes y curiales (la amante había llamado también en su auxilio a la justicia humana) que intervinieron en el prosaico suceso judicial revolvieron, sin notarlo, más pedrería que si hubieran hundido los brazos en los tesoros mágicos de un gnomo.
Es una malaventurada historia de amor lo que contienen esas hojas de papel de oficio; y, al estampar el potentísimo vocablo, se levantan en mi memoria, con arrogancias conquistadoras, toda una legión de frases, más vivas todavía que la mano ardiente que ahora mismo escribe estas líneas: desde la convulsión rimada de la carmelita de Ávila

Ya toda me entregué y di,
y de tal modo me he dado,
que mi amado es para mí
y yo soy para mi amado,
hasta el decir, sombrío como un epitafio, de esa alma de ermitaño que fue Proudhon: «La mujer es la desolación del justo».
No señalo ninguna novedad diciendo que se puede ser conciso en un volumen y prolijo en una línea. Sin apretar mucho la escritura podría intentarse la descripción de todo un continente en una tan ligera agrupación de renglones que la vista los abarcara al primer apremio.
Del amor, no.
Isócronamente, monótonamente, los hombres, desde el más confuso alborear de las edades, balbucean las letras iniciales del amor, sin llegar a formar con ellas un alfabeto racional nunca. ¿Es placer o tormento, vida o muerte? ¿Acaso los dos términos a la vez?
En todas las encrucijadas del Misterio hay ángeles de misericordia, con el índice posado sobre los labios, en actitud de imponer silencio.
Pero ¿qué vale la definición de una cosa junto a la posesión de la cosa misma? Que le hubieran dicho al casi Dios de Urbino que la Fornarina no era más que un vasto sexo carnal que se le corría desde los pies a la cabeza: ¡qué gesto, entonces, qué rugido de león!
Que se le glose la frase de Nietzsche «¿Vas con mujeres? No olvides el látigo» al primer gañán de quien se sepa que se le demuda el rostro cuando se le mienta, sencillamente, el nombre de cierta mozuela de su lugar, y tendría que oír el insólito comentario... Que se le diga a un enamorado cualquiera la doliente frase de Flaubert, que en el idioma en que fue escrita tiene casi las inarticulaciones de un sollozo: «Dices, niña, que me vas a querer toda la vida. ¡Toda la vida! ¡Qué presunción en una boca humana!», y el enamorado nos miraría con los ojos espantados de un creyente que viera desgarrarse de pronto el misterio azul del cielo y aparecer tras él el triste estigma de todas las miserias humanas: ¡Nihil!
No, el amor no admite definiciones ni leyes. Es uno e infinito, y alado; viaja de polo a polo, siempre igual y siempre diferente. Heine lo grabó así en el portentoso lied de la palmera africana enamorada del pino del norte. Más complicada, aunque menos artista, el alma de Renán dijo esta frase que restará perdurablemente de pie con el sosiego de una montaña: «El amor es una voz lejana de un mundo que quiere existir.»
Por eso danza eternamente al compás de tantos ritmos, sagrado algunas veces, profano las más, en todas las latitudes de la tierra. Y algunos lo ven bajo las apariencias de un juglar que baila con un puñal clavado en las entrañas.
DE MI ICONOGRAFÍA
Mucho se habla en estos días de la conversión de Nicomedes Nikoff al catolicismo y de su entrada en un convento. Vesánico el hecho para unos, rotulado de traición por otros, no faltó tampoco quien creyera en la absoluta sinceridad de aquel estupendo movimiento de alma.
La verdad es que Nicomedes Nikoff, si bien merecía el dictado de loco, porque era un ser totalmente generoso, no es, porque no, ni un tránsfuga ni un «convertido».
Su historia es curiosa, fuerte y bella, como una esfinge tallada al sol por un escultor de genio. Y si yo consigo restablecerla desde estas páginas de sinceridad, poniéndola de pie y en su justa perspectiva, seré momentáneamente feliz, como un hombre que no ha perdido su tiempo durante un par de horas de trabajo.
No hace al caso su infancia.
Si en términos absolutos el óvulo encierra al niño, no siempre éste contiene al hombre. Digo que Nicomedes Nikoff era a los veinte años un ejemplar humano de esos que Grecia coronaba de flores. Las mujeres por la calle, como ladronas ante una instalación de joyas, lo miraban con ojos de codicia, y la reina de Sabba, es seguro, lo había visitado en sus sueños de hace cuatro mil años...
Era el elegido. Tenía su perfil un dibujo de blasón heroico, y aunque aseguran en Kiew que estuvo a punto de casarse por amor con una prima suya, yo creo que nunca estuvo prendado sino del ideal. ¿Que cuál? El que sirve de Oriente a todos los buenos: canalizar el bien por el haz de la tierra.
Llevó alma y cuerpo a las contiendas por la dignidad en Rusia, y al salir de la Universidad de Kiew con el título de doctor en ciencias, aprendió el oficio de cajista para poder componer por sí mismo las proclamas revolucionarias que, como insistentes toques de rebato, hizo sonar durante algún tiempo por todas las ergástulas en que yace amodorrado el espíritu nacional de su país.
Y después de haber sentido sobre los lomos las mordeduras del knout en la fortaleza de San Pedro y San Pablo y las injurias de todo, hombres y cosas, en las soledades blancas y fúnebres de Siberia, se presentó en París, la añosa casa solariega del derecho, una hermosa mañana primaveral, receloso y huraño como una bestia perseguida, radiante también como el embajador feliz y milagroso de una apartadísima región de ensueños.
Creía en todas las utopías.
Derecho al pan, derecho a la dignidad y al espacio, derecho a la vida, como él expresaba en una síntesis que era semejante a un haz de rayos.
Llamaba a lo pasado «lo muerto», y no creía en la leyenda alemana de que los muertos vuelven.
Había reducido la humanidad a cifras, y contaba así: César, Atila o Napoleón, igual a menos uno; Platón, Shakespeare o Laplace, igual a más uno. Tenía alas para volar por lo absoluto y anillos para arrastrarse por lo liviano.
Boreal su alma, alternaban en ella los períodos de claridad con los de sombra; pero cuando esto último ocurría se nos iba, desaparecía, se hundía en el otro lado de la vida para reaparecer después entre nosotros nimbado con los faustos de un amanecer divino.
Yo lo miraba y lo admiraba como un bello espectáculo de la Naturaleza, como un hermoso amanecer, como una montaña ingente, como un lago hialino, como un mar montuoso.
Evocaba al verlo el recuerdo de su madre, de las entrañas que lo habían engendrado, y al materializar la evocación de la madre digo que no era completamente loco batir palmas de admiración a su presencia.
Como a otros hombres notorios del mañana, lo conocí en casa del senador Dido, un hombre cuya habitación, si bien estaba situada en una calle cualquiera de París, tenía grandes puertas, anchas puertas, siempre de par en par abiertas, que daban de frente al mundo nuevo que lucha por incorporarse y partir.
Vivíamos Nicomedes Nikoff y yo en barrios opuestos. Se empeñó, sin embargo, en acompañarme hasta mi casa una noche, cuyo recuerdo material perdura, después de quince años fenecidos, de pie en mi memoria. Y voy a dejar estampado aquí, como un fiel testigo, cuanto recuerdo de la noche aquella...
La velada en casa de nuestro huésped había transcurrido melancólica. Nicomedes Nikoff no nos había hecho sentir, como otras veces, su fuerte batir de alas; era como un águila herida... y por la calle, durante el largo viaje a pie hasta mi casa, me narró las causas de su tristeza, sin inflexiones en la voz, lentamente, monótonamente, como quien susurra un monólogo. Los chispazos de una gema que ornaba uno de sus dedos iluminaban de vez en cuando el isocronismo lento y perezoso de su gesto.
—¿Para qué seguir, para qué insistir? —me dijo—. Esto se va, todo se va, y sólo quedará de pie como una afirmación insolente la eterna negación humana... La fórmula del progreso no es la línea recta, sino la elipse, o mejor, la parábola.
De tiempo inmemorial cada generación produce media docena de hombres, mensajeros del Ideal, que perecen en análogas crucifixiones a las que simboliza el madero en que hace mil años enclavaron los hombres de la ley en el Gólgota al Cristo. Vivir es un castigo; la tierra, un ancho predio infernal. Hay que pensar en elegir bien su celda...
Yo lo miraba casi sin comprender. Aquel hombre de fe me hablaba en una lengua que no era la suya. Tan recia transformación sólo podía explicármela por un grave terremoto moral de sus entrañas. Quizás el amor hubiera pasado por allí, dejando escombros donde hubo antes altaneras manifestaciones de fuerza. Pero tenía yo reparado que la palabra «mujer» estaba proscrita de sus labios. Hube de pensar en otros maleficios...
En el silencio de la noche un perro ladró, y por una vaga relación de ideas creí oír el canto del gallo que hizo perjurar inmortalmente al apóstol Pedro.
—El eje ideal de este planeta —prosiguió— está torcido, y nosotros malditos. La felicidad es cosa tan lejana como la estrella Sirio, que ahí resplandece sin calentar. Todas las literaturas de todas las latitudes y de todas las edades de la tierra expresan un gran sollozo perdurable. Un mago de la antigüedad griega llegó a decir que el sabio persigue la ausencia del dolor, y no el placer. ¡El placer! Tostados en verano y ateridos en invierno, sin fe en lo de arriba ni consuelo en lo de abajo: ¿adónde volver la vista desolada?
Y como un lamentable ritornelo...
—Hay que pensar en elegir bien su celda...
Comenzaba a alborear. Palidecían hasta extinguirse las trémulas luminarias del cielo. Pero la noche, tenaz, continuaba aferrada en nosotros. La voz de negación, lenta, sin inflexiones, me penetraba piel adentro hasta los sesos, como un vapor de fiebre... Me ahogaba...; quise cambiar el rumbo de aquel monólogo asolador; pero habiéndolo notado mi confidente, no por torpeza mía, sino por la acuidad de sensaciones que es propia de los organismos en crisis, se me agarró al cuello con estas palabras, expresivas de una poderosa voluntad de presa.
—No, no lo suelto a usted. Voy a irme; pero antes quiero dejar establecido por qué desisto... Un hombre ¿no vale más que unas cuantas cuartillas de papel blanco? Pues quiero dejar en usted escrito mi testamento...
No, no creo yo en la conversión de Nicomedes Nikoff al catolicismo.
La gente española se apresta a celebrar en 1908 el aniversario de su independencia. ¿Independencia de qué? ¿Independencia de quién?
Llega en este momento mi hija del colegio. La enseñan a leer.
La enseñan, cuando haga aplicaciones de esa enseñanza, a ver puntos de interrogación desgarradores por donde quiera que extienda la mirada.
Yo soy un extemporáneo; siempre en mis lecturas de las tristes hojas periódicas de Madrid el presente me parece cosa del pasado o de una vaga realidad de ensueño. Mis contemporáneos son, al estrechar sus manos, fantasmas inciertos de los que no sé sino que se llaman López, Martínez, García... No tengo la psicología de ellos, y frecuentemente me perturban al sentir que no conozco el idioma que hablan; son, sin embargo, mis contemporáneos y mis compañeros.
Falsamente. Yo no soy de aquí, y mi cronología no se mide en la esfera de los relojes.
En el teatro Eslava durante el ensayo.
Bajo la luz difusa del alto tragaluz se agitan silenciosamente en el patio, con movimientos de larvas bien halladas en su elemento, grupos de coristas que forman borrones sombríos en la decoración espectral, aguardando la voz de mando que las llame a escena.
Aquí nada que recuerde la vida; parece mentira que luzca un sol allá fuera...
Me asaltan ideas de desastres, de muchedumbres diezmadas, de inanidad y de tedio. En la escena los cómicos canturrean malos versos y prosas rastreras con tonos soñolientos de sacristanes malhumorados. Se masca el aire que se respira; tan pesado es. También se masca el aburrimiento.
Una figura de mujer viene a sentarse a mi lado en las butacas. Va vestida de negro, con tocas negras, con faldas negras, con guantes negros, con pelo negro, con ojos negros —con una sonrisa negra que hiela.
¿Será la Muerte?
Luego, a una voz imperativa que viene del fondo del escenario, la mujer se levanta y se va. Una sombra que esgrime me hace lanzar un grito involuntario. ¡Dios mío, será una guadaña! Pero no hay que temer por esta vez, porque la mujer, al subir a escena, chuchotea un aire musical canalla y hace ademán de levantarse las enaguas. ¡Qué horrores ocultarán sin parecerlo! No, no es S. M. la Muerte; es S. M. el Tedio.
El Tedio, que recibe en sus aposentos: un teatro.
Acabo de conocer a un español bien educado. Dios mío, ¿si será cierta la desaparición total de este pueblo?
DE MI ICONOGRAFÍA
«Plantez un saule au cimetière.»
De Musset.
En estos días rientes de la maga Primavera, todos los enamorados en París, dos a dos —¡oh, inefable y cándido misterio!—, ofrendan a Musset flores y preces, flores de los jardines y preces del corazón, cálidas como epitalamios.
Murió, en efecto, un día de mayo de hace cincuenta y un años. «Yo soy el poeta de la juventud», decía. «Debo morir en la Primavera.» Y al extinguirse, las musas y las mujeres lloraron como en los días en que, con Pan, se fueron los postreros dioses de la tierra.
Tengo el modelo ante los ojos de mi deslumbrada memoria: un gran Musset, en los tiempos heroicos de su adolescencia, recostado sobre un diván —yo no puedo concebir de pie y erguido a ese poeta— y envuelto en la túnica de Manfredo; pero no acude a mi imaginación, con la generosidad de otras veces, el sentido lineal y cromático de la figura que me propongo dejar estampada aquí —y eso me desespera, porque Musset es una de las más evidentes figuras de mi museo interior...
Yo lo veo moralmente con dos rostros, bicéfalo, como un monstruo asiático: la cara plácida e iluminada por un sol de Atenas, de los días buenos, y luego, en los días malos, en los días de niebla y de alcohol, la cara fatal de un maldecido que purgara en la tierra crímenes que, por lo horrendos, no pudieran decirse.
Hay el Musset adolescente y el Musset de la decadencia: el primero, que fue un creador divino, del que Sainte-Beuve pudo decir: «Nadie, al primer golpe de vista, producía como él la impresión del genio adolescente», vivió sólo diez años: todas sus obras líricas y dramáticas las levantó antes de los veintisiete años; el segundo, que fue un destructor sataníaco, vivió diecisiete. Y a mí se me antoja más interesante el Musset de la derrota que el del triunfo porque siempre he creído a Lucifer más propio de la oda que al ángel bueno que guarda la entrada del Paraíso.
Con un joven dios ha sido frecuentemente comparado. Y yo añadiría que con un joven dios de las viejas teogonias nordiales. Era un efebo rubio, azul y blanco: en jaspe, oro y mármoles policromos para el basamento debería ser tallada su estatua. Jorge Sand, su inmortal amada, lo conoció, así, en aquel esplendor. Su amor, obra fue de un deslumbramiento. Quedó cegada ante aquel magnífico ejemplar de la gracia cuando se transforma en criatura mortal. Y, herida de muerte, sangró lágrimas toda su vida.
Es curiosa la correspondencia en que la autora de Elle et lui platica con Sainte-Beuve de aquellos sus amores. Hay una carta, la primera de la serie, que alumbra con luz intensa una de las más lóbregas emboscadas del destino, que yo sepa; concluye así: «Después de haberlo meditado, pienso que sería mejor que no conduzcáis a casa a Alfredo de Musset para presentármelo. Es demasiado dandy para mis gustos, y creo que no llegaríamos a entendernos nunca. Más que interés es mera curiosidad lo que me inspira» (marzo de 1833).
¿Coquetería, quizás, de hembra que huye por el solo gusto de ser alcanzada?
Pero el mal azar quiso (¿y por qué no el índice bueno del destino, puesto que a ese momento inicial debemos La noche de Octubre, entre otras composiciones soberanas?) que se encontraran algún tiempo después en una comida de la Revue des Deux Mondes, y al día siguiente Jorge Sand escribe a Sainte-Beuve, su misericordioso confesor, anunciándole sin ambages que es querida de Musset y que puede decirlo así a todo el mundo.
Estos amores de Musset quemaron y agotaron toda su sensibilidad moral y artística. En la historia de la mayor parte de los hombres el amor es sólo una anécdota; pero aquí es una vida: una vida de pie y entera, una vida en toda su extensión, porque Musset sólo fue hombre y poeta mientras amó; luego el cuitado pudo asistir a los propios funerales de su genio. Un día, las gacetas de París anunciaron que Jorge Sand y Alfredo de Musset habían ido a pasar una temporada en Italia; otro, poco tiempo después, que el poeta se encontraba enfermo y agonizante en Venecia; luego, que Musset había regresado solo y viudo, en plena vida, de la mujer que había asociado a su destino. Y se hizo la noche, desde el momento aquel, en la vida del mísero; una triste y larga noche, sólo alumbrada por las livideces, como espectrales, del alcohol ardiendo en el fondo de las poncheras, las noches en que Baco el velloso recibía triste consagración, como en los días idos de la Grecia agonizante.
Como en las obras de enredo, el drama de Venecia tuvo más de dos personajes: un doctor Pagello, ante cuya armazón física no se mostró esquiva, a lo que parece, Jorge Sand, representó en él una acción preponderante.
De Pagello es esta frase monstruosa, que he visto impresa al pie de una carta dirigida a Jorge Sand: «Il nostro amore per Alfredo.»
Pero Musset, estaba cansado de aquellos amores de fiera desleal: su ilusión había quedado en Venecia tumbada en el fango, con las alas tronchadas.
Y no consintió ya nunca jamás abrirle las puertas de su corazón, frío y hórrido como una fosa abandonada, a la enamorada pecadora.
Fue en vano que llamara, que implorara, que rugiera, que amenazara. Musset estaba cansado y desangrado.
Ella le escribió: «No me ames, puesto que dices que no puedes, pero acéptame a tu lado y luego golpéame si quieres; todo lo prefiero a tu indiferencia.» Y, encarándose con Dios mismo, le decía:
«¡Ah, devolvedme mi amante, y yo me tornaré devota y yo desgastaré con mis rodillas las losas de las iglesias!»
Llegó a más: uniendo el gesto a la palabra, se cortó un día la magnífica cabellera, que era el más lucido prestigio de su belleza, y se la envió a Musset, como ofrenda bárbara a un Dios implacable y cruel; otra vez la encontraron tendida ante la puerta del ídolo, como una muerta, atravesada en el umbral, como un perro también que aguarda a su amo.
No pudo ser.
Y de allí en adelante la vida de Musset no fue sino una monótona exposición de horrores: luego vino la impotencia de escribir, cuya causa no le era desconocida, pero contra la que no podía reaccionar. Como asistía al desastre de su ser día por día, hora por hora, es seguro que vivió embrujado por la tentación del suicidio todo lo largo de su postrero trayecto mortal. El demonio del alcohol había hecho presa en sus entrañas y ya no le soltó hasta su muerte. Vivía aislado, raído de tedio. Y llegó a no figurar en el movimiento literario de su país, como si efectivamente hubiera muerto.
Heine dijo: «Musset es tan ignorado por la mayoría de Francia como podría serlo un poeta chino.» Sus breves amores con la Malibrán parecieron reanimarlo momentáneamente pero cayó de nuevo en más hondas y definitivas desesperanzas.
El glorioso efebo que Jorge Sand había amado, y que Grecia hubiera ungido de flores, se trocó en un hombre frío y altanero y —fuerza es decirlo— antipático: él mismo lo reconoce en carta dirigida a uno de sus escasos amigos de la última etapa: «Me he mirado por dentro y por fuera, y me pregunto si bajo este exterior rígido, mal encarado e impertinente, poco simpático, en fin, no hubo primitivamente un hombre de pasión y de entusiasmo, un hombre a la manera de Rousseau.»
Alfredo de Musset murió definitivamente el 1 de mayo de 1857; murió diciendo: «¡Dormir, quiero dormir!»
Bueno es dejar estampada aquí la suprema ironía de que al día siguiente sólo veintisiete personas asistieron al sepelio. Y pienso yo, al evocar este recuerdo y el de Poe y el de Baudelaire —sagrado tríptico—, que de entonces acá todas las apoteosis mortuorias son injustas y sacrílegas. Verdad es también que no se celebran funerales en nuestra baja tierra cuando alguna estrella deja de arder en el firmamento...
La preocupación fija de todo intelectual cuando rinde sacrificio —¡divino sacrificio!— a Baco consiste en dominar al potro salvaje, en manejarlo como a corcel de circo, en hacer ver que la voluntad y no el alcohol es quien dibuja el gesto y combina el alfabeto decisivo de la acción.
¡Vanidad de vanidades! No hay fuerza humana que iguale al poder expansivo de la pólvora, ni voluntad que no se disuelva —¡la miseria!— en el ácido de la uva fermentada.
Sin embargo, Dionisos es, con tanto imperio, creador como Júpiter o Apolo. Las más bellas acciones de la vida, ¿no han surgido de un sueño, del sueño de Alguien?
Hoy mi situación de alma es la de un hombre que está en capilla para ser ejecutado al día siguiente: cumplen mañana plazos improrrogables de mi vida, y no sé cómo darles cara. Yo me desangraría y me haría descuartizar y vendería mi carne a pedazos, si en ello viera medicina para mis males. Yo me desangraría y me haría descuartizar, sobre todo, por evitarme el oprobio de, hoy como ayer y mañana como hoy, tener que solicitar del azar lo que por fatalidades de mi sino el trabajo no ha querido concederme. Pero es baldía la protesta. Y como todos los desgraciados, rezaré preces a la Casualidad, a ver si me salva...
DE MI ICONOGRAFÍA
Un periódico me habla de la muerte de Stanley, y exalta su energía de arrollador de sombras, de poeta de presa, dominador de continentes: yo pienso en Daniel Urrabieta Vierge, que también se durmió para siempre en estos días. El poema de su vida no es menos sugestionador y soberbio que el de Stanley. Su vida fue, como un cuento, azul en su comienzo, purpúreo después, que podría contarse así:
Era que se era un niño a quien las buenas hadas que presidieron la fiesta de su nacer acordaron el don de magnificar su vida por medio de colores y de líneas. Y como un poeta famoso dijo el decir de que para él la vida no tenía otro fin lógico que el de dar lugar a la producción de un buen libro, así nuestro artista pudo pensar que la más alta acción de un hombre consiste en pintar un buen cuadro. A edad muy moza llegó a pintarlos. Tanto, que París, que no suele ser madre ni sentir sus mamellas hinchadas de jugo sino para los suyos, lo adoptó en su estricta filiación de arte, y el nombre de Daniel Vierge llegó a adquirir en poco tiempo la sonoridad y la gloria de un verso tallado para la inmortalidad.
Pero cátate que la Fatalidad, la grande, la que es siniestra colaboradora de la Historia y hunde imperios florecientes y detiene el carro bélico de Napoleón con unas cuantas pelotas de fango producidas por la lluvia del 17 de junio de 1815 en Waterloo, y es causa de cataclismos cósmicos, y pone el agua donde estaba la tierra y la tierra donde estaba el agua, cátate que la Fatalidad le saca la mano derecha en forma igual a la que expresa la espantable maldición bíblica, y que el artista, herido de muerte en sus potestades creadoras, cae verticalmente en un muladar no menos angustioso que el de Job, quedando convertido en un resto de sí mismo, en esa cosa que merecía ser innominable, porque no debería existir, que se llama un inválido.
¿Creéis que acató el fallo y la condena? Con la mano izquierda devolvió a lo alto el rayo que le había lisiado la mano de la acción, del combate y de la caricia y sin hosquedades, risueño superviviente de sí mismo, dióse, con los mismos gloriosos escombros de su pasado, a reconstruir su nueva personalidad, a tal punto, que de aquella hemiplejía que parecía haber partido su vida en dos porciones, como un hachazo, no le quedó al gran voluntarioso otro recuerdo que el de un hombre que hubiera magníficamente triunfado echando el pulso con el Destino.
Semana de Pasión ésta en que, como inficionados por un mal aire, un tropel de gente ha buscado en la muerte la misma razón de la vida... Un hombre se ha rociado el cuerpo con petróleo y se ha puesto fuego después; otro ha salido trágicamente al encuentro de un tren en marcha; un tercero...
Pero el caso, no por lo común menos interesante, que yo desearía grabar a punzón, si me fuera posible, es el de esa bella joven que, lacerada por los ácidos de un amor no correspondido, dio cita y acudió puntualmente a ella, dio cita a la muerte allá en las rientes vecindades de la Moncloa. Contaba apenas veinte años, estaba ungida con el don supremamente aristocrático de la gracia; el día era espléndido, clemente al dolor humano; los enamorados pasaban rimando su insenescente canción de vida; jugaban los niños bajo la cúpula añil del cielo; trinaban los pajarillos sobre los doseles nupciales de las arboledas, y mientras tanto, aquel tropel de razas futuras se rompía...
Pues bien: esa niña que no quiso ser mujer era más que un atleta. Levantar veinte kilos a pulso no requiere sino un mecanismo salido de los bíceps y de los riñones. Pero coger a pulso la vida, la propia vida, y tirarla a la nada de una sacudida heroica y mortal... eso es, cuando se tiene veinte años y todo es alrededor nuestro, hasta donde quiera que la vista alcanza, auroras y rosicleres, eso es la epopeya de un ser, no menos grande que la epopeya de un pueblo. A los treinta años, con el paladar amargado por las bascas de la existencia, es lógico morir voluntariamente, y más allá de los cincuenta, llegaré a decir, si me apuran mucho, que es hasta digno... Pero morir en plena florescencia de belleza y por propio arbitrio, a los veinte... Yo no conozco motivos más lúgubres para el duelo.
Como en el cantar gitano mis pasos se vuelven para atrás. Quiero aferrarme a la vida plástica y me desgarro la piel; quiero elevarme a la vida espiritual y siento la triple suela de plomo de mis zapatos que me retienen en la tierra.
La carretera es larga y mis pasos se vuelven para atrás.
DE MI ICONOGRAFÍA
Leo que los americanos se aprestan a conmemorar, con un monumento grande, grande, tanto, que puedan suplir sus proporciones lo que en él falte de artístico, el primer centenario del natalicio de Poe.
No dirán esos fundadores de trusts, esos adoradores del raíl y la línea recta, no podrán decir de Poe, a pesar de la seguridad de sus datos biográficos, que era americano: aunque nacido en Richmond, Poe no era, no, americano. Grosero error de miopía el de suponer que el hombre es natural del país en que las entrañas de la madre se desencajan para crear. Y no porque el industrialismo yanqui mate en flor, cierzo de viles prosas, los mejores naceres artísticos, sino porque el temperamento de Poe era extemporáneo y extranjero, una y otra calificación moral en el país-pólipo donde le tocó nacer.
Longfellow y Walt-Witman, el uno ungido con gracia apolina, el otro alimentado con medula de leones, son americanos, sin embargo. Poe, no. Aun nacido en París, la ciudad del arte por excelencia, hubiera pertenecido al pelotón sombrío de los poetas malditos. Echado a la vida en el país de los magazins y del reclamo, Poe fue un aurífice saturniano venido al mundo para sufrir.
A su muerte, ocurrida en una noche maldita, formada, ¡como tantas otras noches suyas!, por horas homicidas de aburrimiento y de aguardiente, la Prensa americana, todo el caut sajón, echó a vuelo las campanas para aventar a los cuatro puntos cardinales de la tierra las más estrictas intimidades del poeta, los episodios rojos de su vida errabunda salpicada de sangre propia, su pasión triste por el alcohol, su agonía solitaria sobre un banco público de un square en Baltimore, la muerte, su muerte luego, horrenda de vulgaridad, entre las sábanas anónimas de un establecimiento hospitalario... M. Rufus Griswold, a quien el poeta, en previsión de la inminencia de su muerte, había confiado la revisión de sus manuscritos, lo difamó en un largo artículo; los más vastos periódicos de la Unión arrastraron su memoria, descuartizada por las gelerías de sus sendas publicaciones: Israel, la mala, lo lapidó en figuración; Beocia, la que en la historia del mundo significa el reverso de Atenas, lo crucificó en efigie, y apenas si de entre el coro de sayones, mejor que de críticos, convertidos en jaurías, se muestran de pie ante la posteridad, que somos nosotros y que serán nuestros hijos, como espíritus justos y amigos del genio vilipendiado, las nobles y austeras figuras de MM. Villis y Jorge Graham, dos nombres cuya combinación silábica mi pluma transcribe en estos instantes con emoción no exenta de agradecimiento.
Ayer una carta de Rubén Darío —«Mariano de Cavia se muere, se está muriendo. Vamos a verle»—. Y abandonando citas, compromisos, quehaceres improrrogables, fui a su casa como quien va a un entierro.
Por esta vez la alarma del corazón fue falsa. El enfermo no se quejaba de ningún otro mal sino del insomnio. «No puedo dormir, mis nervios se burlan del cloral y de la morfina.» Y al pasar por sus ojos —¡quién sabe!— quizás una idea de muerte, tuvo en los labios esta exclamación, tan propia de Atenas como de Beocia: «¡Cuán poco somos!»
Luego dijo que aquello le había herido como una puñalada, que se sintió muerto, que se vio morir. Los periódicos habían hablado de una fiebre catarral. Realmente fue un ataque de neurosis. Rubén me contó, a ese propósito, historias de Pantagruel que a Rabelais hubieran desazonado...
Muchos se placen en ver al ático cronista —¡cuán justo ahora, aquí el adjetivo!— vestido con la camisa del hombre feliz. Dice en sus decires cosas aparentemente alegres; tiene popularidad, cosa que para muchos, para casi todos, es el ideal y el fin de una vida; gana, dadas las sórdidas costumbres literarias del día, ampliamente su vida; fue amigo de Lagartijo y Gayarre; El Imparciál respeta sus genialidades; en los cafés y en los corrillos de la Puerta del Sol, que son los únicos centros intelectuales de la Corte, se cita elogiosamente su nombre y se comentan sus gestos, y, sin embargo, ¡qué melancolizante visión la de ese joven pálido, viudo de todos los amores, que hace, al decir de sus comentaristas, de su casa una Trapa, permaneciendo en ella largas temporadas sin salir; que prefiere la luz del gas a la gloria del sol, y el cinc de los mostradores venenosos al ancho panorama de los campos, brindando amores y salud y vida! Muy triste visión la de un hombre que pudo ser amado del amor y de la gloria —y que por poco se nos va de entre las manos expulsado por el empujón de un tabernero.


DE MI ICONOGRAFÍA
De todos los revolucionarios del mundo, Proudhon desde el libro y Bakunin desde la barricada o desde el meeting, son sin disputa los que mayor influencia han tenido, soles mayores, en la expansión del movimiento anárquico comunista en España.
Desde mucho antes de estallar el ruidoso motín de 1868, que hizo del bajel monárquico lo que una boya agujereada en medio del mar, Proudhon era conocido en España, y no ya sólo de los intelectuales puros, sino hasta de las clases medias de la inteligencia.
Sabido es que el arte del silogismo hacía de Proudhon una sirena. Ningún pensador de su época tan abroquelado como él tras los hierros de la dialéctica. Era una fortaleza, y era, en otro orden de ideas, como un manantial fragoroso de aguas salobres. Pi y Margall, desterrado por aquellos días en París, lo hizo potable. Sus traducciones de Proudhon corrían de mano en mano. Durán el librero, llegó a vender decenas de miles de ejemplares. Se le discutía en el viejo Ateneo de la calle de la Montera; se le comentaba en las tertulias de los cafés literarios. Estaba en el ambiente disuelto con la atmósfera respirable del pulmón español disneico por el letal enrarecimiento del aire rancio que le obligaban a respirar.
Teobaldo Nieva, el más alto y el más vertical de entre los predecesores de la anarquía en España, era por filiación directa el hijo espiritual de Proudhon. Un hijo degenerado si queréis, porque la ficha antropométrica del gran revolucionario francés era tan suya que, muerto él, no se la ha podido aplicar a nadie todavía.
De Proudhon aprendió Nieva las trampas del silogismo, la estrategia del razonar inconsútil, los vistosos juegos pirotécnicos en que las palabras rutilan, para deshacerse después, bajo el vasto firmamento azul, en brillante lluvia de paradojas.
Y si Proudhon fue en lo espiritual el aborigen de Nieva, Bakunin fue su tremendo profesor en lo material y efectivo.
Del uno admiraba el complicado sistema nervioso; del otro, el potentísimo mecanismo muscular. Su ideal hubiera consistido, no hay que dudarlo, en vivir en la casa con Proudhon y en la calle con Bakunin, ver cómo platicaba el uno y cómo boxeaba el otro.
Yo sé de Teobaldo Nieva lo bastante para, siendo pintor, trazar a ojos cerrados su perfil y ganar por eso puesto de honor en una buena pinacoteca de la anarquía.
Era el tipo del sublevado; era el sublevado. Su rebeldía era tal, que, sin afán de reclamos ni de extravagancias, había roto con la tradición del sastre y del peluquero, y lució, siempre que pudo, indumentarias en que la nota personal no excluía el quid de una verdadera y originalísima elegancia. Intentó llevar a la práctica todas sus radicalísimas ideas, hasta aquellas que eran ciudadanas del delirio, y predicar con el ejemplo.
Así, este hombre del planeta Sirio llevó una existencia atormentada entre nosotros. Era un triste hijo del azar y la ventura. Su padre, que fue general y amigo de Espronceda, contrajo nupcias en Lisboa con la que había de ser madre del anarquista sin otra poderosa razón de amor que la de ganar una apuesta entre amigos. Luego abandonó a la mujer. Pero el nardo dio su flor... y Teobaldo Nieva vino al mundo en Málaga, huérfano de padre sin haberlo perdido, gustando desde el primer vagido del nacer una leche agriada por la humillación y el dolor.
Nunca su padre quiso sacrificarle un cordero en el hogar; de modo que cuando quedó, a la muerte de la infortunada que en mal hora lo concibiera, definitiva y totalmente huérfano, sólo pudo ver de la sociedad el puño que amenaza y nunca jamás el gesto que acaricia. Fue entonces esa cosa terrible que se llama un niño triste. En Málaga creció y de Málaga datan sus primeras vociferaciones mentales. Y el rapaz demostró poseer una voz de energúmeno.
Ahí está la colección del periódico Las Escobas («periódico que barrerá la inmundicias sociales») para probarlo.
De tal folículo era Teobaldo Nieva redactor exclusivo y administrador, y repartidor y voceador público. Con unas cuantas manos del periódico debajo del brazo, lo gritaba altanero por las calles de la ciudad y lo proponía a la venta en las mesas de los cafés. Obreros y curiosos —toda la población— lo acogieron.
Fue un arma brutal y primitiva para lanzar piedras, tal una catapulta, o mejor, para derribar muros a fuerza de golpes, tal un ariete de las edades bárbaras. El periódico machacaba con rabia las fábricas ciclópeas de la Propiedad, de la Autoridad y de la Familia.
Predicaba el comunismo. Llegó a cantar las febricitantes estancias del Amor libre, los epitalamios cabe las selvas. Se le rubricó de loco y se le dejó hacer.
Pero cátate que un día se le ocurre predicar contra los caseros la huelga de inquilinos, indicando los medios de que estos podían servirse para, al amparo de la ley, dejar incumplidos sus contratos, y entonces, por primera vez turbados y conturbados, se dieron cuenta los guardianes del Arca de que el enemigo estaba dentro de la fortaleza. Teobaldo conoció entonces la pesadilla eterna de los éxodos forzados, y la de la sed y la del hambre, que no debían desvanecerse ya nunca jamás en el transcurrir doloroso de su vida.
Aquí en Madrid, y escribiendo muchas veces sobre las rodillas, por carecer de mesa, y a la luz de los reverberos públicos, por imposibilidad del hogar, publicó su obra predominante, Química de la cuestión social, que fue, durante mucho tiempo, una suerte de biblia para los libertarios. De tal libro me han contado historias curiosísimas. Dícenme que el «compañero» que se encargó de editarlo se alzó con los fondos que había producido la venta del libro, y que su autor no pudo disponer de un solo ejemplar que ofrecer a sus amigos. Y añaden los que me han servido de cronistas verbales de esta singular, aunque vulgarísima historia, que, después de la publicación de su libro, Teobaldo fue considerado por los grandes primates de la anarquía española —que también los tiene— como un correligionario díscolo, al que de cualquier manera era preciso aniquilar. ¿Que por qué? Ese secreto sólo lo poseen las águilas y los predecesores.
Fue, en suma, un hombre de buena fe, aunque se dipute que vivió en el error. Pero mis simpatías alzan siempre su vuelo hacia las lontananzas del ensueño. La buena fe irrebatible de Nieva libra su memoria de todo veredicto de culpabilidad, y, además, le será perdonado mucho, porque había pensado mucho.
No así Oteiza, el fundador de la Revista Social. De este hombre no me propongo trazar aquí sino una vaga silueta. Ni merece más tampoco.
En Oteiza, el mercader primaba y ocultaba al apóstol.
Era Oteiza un curial en barraganía con el socialismo. De las ideas no veía sino su lado utilitario, mezquinamente utilitario, y de los hombres, el grado de explotación de que eran inmediatamente susceptibles.
Pensó una vez, entre dos alegatos en papel de oficio, que también hay ruinas en lo azul, en la región de las ideas, y para explotarlas como conviene hizo la denuncia ante la ley de una gran demarcación de infinito. Fue el acaparador pantagruélico de cuantos bienes da de sí la lisonja de los apetitos de la muchedumbre.
Y se atracó a dos carrillos, y redondeó su vientre hasta el prodigio lineal de la esfera matemática. Fue el cortesano de la multitud, el gran chamberlán de la oclocracia. En su periódico cebaba a las más bestiales multitudes de lisonjas, y en su mesa engullían trufas y capones hasta llegar a la ahitez, precursora del cólico. Y de eso murió, de un cólico miserere, arrojando excrementos por la boca...
Pero, así y todo, es forzoso reconocerlo, Gargantúa-Oteiza fue, aunque por causas que nada tienen que ver con la ideología, uno de los más fuertes jalones de la historia del movimiento social moderno en España.
No conozco nada tan inane como la crítica tal como se ejerce entre nosotros. ¿Qué se propone, cuál es su finalidad y su alcance? ¿Aleccionar al autor? Más le valiera hacerlo entonces bilateralmente, de cerebro a cerebro, poniéndose en contacto con el autor. ¿Ilustrar al público? Mal sistema es ese, que consiste en enseñar al que no sabe, comenzando por el final y no por el principio.
Eso aparte de que en la inmensa mayoría de los casos se le puede preguntar al crítico como al caballerete del cuento: «Y a usted, ¿quién lo presenta?»
Paz, Paz. El campo, un monasterio, la celda de una cárcel en que me dejaran libros, vivir solo en la porfiada y vaga contemplación de mis misterios personales, como un fakir que se mira al ombligo; solo, esto es, libre... ¡Paradisíaco espejismo!
Y a fin de cuentas, ¿no es el resumen de toda la filosofía social que la humanidad marche dirigida por los más inteligentes y no por los más numerosos?
Aristarquía, gobierno de los cisnes; demonarquía, gobierno de las ranas.
1° de mayo.
Visto a través de casi catorce años de distancia, aquel 1." de Mayo de 1890 en París se me aparece como una hermosa aurora boreal seguida de largos días crepusculares.
Un gañán, vagamente ilustrado, el bueno de monsieur Constans, dirigía los gestos del Gobierno; Constans, l'homme à poigne, el hércules de feria marsellés, el ventripotente domador de multitudes que había prometido romperle los riñores a la revolución en un paso de cubilete, en menos tiempo aún de lo que él pudiera invertir, bajo la dorada barraca ministerial, en tragarse un centenar de cintas llameantes.
Era jefe supremo del Estado ese excelente —si la excelencia moral consiste en dejar hacer, en dejar pasar—, ese excelente M. Carnot, mediocre, gris, borroso como una medalla antigua sobada por generaciones enteras de manos avarientas, epiceno y correcto con la corrección de una figura geométrica.
La revolución estaba en el aire, se mascaba, y París contaba, para darle cara, con el muñeco grave y rectilíneo del Elíseo, con el Fierabrás del ministerio del Interior, con una guarnición posiblemente maleada ya por ácidos socialistas y con una población aterrada, como ante el anuncio de un fenómeno sísmico que debiera cambiar de arriba abajo la configuración física del planeta. Ya veis cuán menguado era el dique para aquella magnífica pleamar próxima...
Desde diez días antes de la explosión anunciada para el 1.° de Mayo las familias pudientes que no habían emigrado hacia las ciudades de la periferia hicieron acopio de comestibles en previsión tormentosa del largo asedio de los bárbaros. Y el 1.° de Mayo de 1900 la tumultuosa ciudad latina ofreció el espectáculo único de una inmensa ciudad sin alma. Nínive la muerta, Babilonia o Jerusalén, la gran urbe religiosa que tenía recuerdos de Salomón y de la reina de Sabba. Me lancé a las calles desde las primeras horas de la mañana. París, estaba, indudablemente, despierto; París no había dormido la víspera, macerado por lacerantes inquietudes; pero París parecía dormir. Estaban las calles solitarias, paralizada la circulación de coches y tranvías. El silencio era aterrador. Me acompañaba Emilio Prieto, emigrado en París por la abortada tentativa del 19 de septiembre que dirigió Villacampa. Y del brazo, y soñando bellos sueños en plena vigilia, nos encaminamos por esa vía del triunfo que se llama la calle de Rívoli hacia la antigua plaza de la Revolución, que vio un día la cabeza lívida de Luis XVI asida por la garra vindicativa de Sansón, el soberano de la muerte; bien convencidos Prieto y yo de que el lugar adonde nos dirigíamos se parecía mucho, y hasta podía llegar a ser, un campo de batalla.
Si los grandes bulevares son la medula espinal de la gran ciudad latina, la plaza de la Concordia es su corazón, su gran corazón tumultuoso y enamorado. Frente a la plaza, y en maravillosa perspectiva, está la Cámara, que más bien debería ostentar un nombre oceánico, y al otro extremo el monumento griego de la Magdalena, que a ciertas horas de la historia podría, sin menoscabo de la verdad, ser comparado a un puerto. La gran plaza y sus calles convergentes estaban enarenadas por orden de Costans, que, en previsión de las inevitables cargas, mostraba de ese modo su amistad por los caballos de guerra y los brutos trágicos que los montaban A medida que avanzaba el día iba haciéndose más espeso el gentío apocalíptico de la plaza de la Concordia. La guardia republicana, jinetes en soberbios trotones que hacían evocar, semejantes a centauros, ideas amables de la antigüedad pagana, y las brigadas del cuerpo de Seguridad patrullaban insistentemente, sin que nadie obedeciera a la intimidación de ¡circulez, messieurs, circulez! con que se esforzaban en satisfacción a su consigna... Una oleada de pasión y de gente, más alta y más maciza y más equinoccial que otras, arrolló a un pelotón de guardias que, maltrechos, rodaron por el suelo. Esto provocó la orden de cargar, y, de pronto, no yendo apercibido a huir, me vi formando parte, como un elemento cualquiera, de la muralla humana que se oponía rugiente y sublime al espantable asalto de infantes y centauros. Un hombre, ya anciano, cayó a mi lado con la cabeza partida de un sablazo. La púrpura de su sangre nos animó como una enseña gloriosa, y allá fue mi ola rodando formidablemente hacia el obstáculo, más semejante que a un movimiento humano, a la iniciación de una fuerza nueva de la Naturaleza. Momentos después, al sentirme hombre de nuevo y no una garra de la gran furia popular, vi que habíamos llegado a latitudes que no son propias de nuestro planeta sino en las crisis genéricas de la historia.
Oigo hablar de la mujer moderna, siempre, siempre, como del producto de una selección artificial, de un tulipán flamíneo, de una flor de estufa. ¡Vaciedades! Por Eva debe responder la primera mujer con quien os topéis al paso al salir a la calle, y la vieja serpiente fascinadora, mordiéndose la cola, símbolo de lo infinito, es la bestia heráldica de la mujer eterna, de la abuela, de la nieta, de la emperatriz y de la menestrala.
¡La gloria! Ventosidades de un dios jocoso y flatulento, que, mirando hacia nosotros, ríe desde su Olimpo.
Hoy, 18 de junio, reanudo, mejor, reabro esta monótona exposición de horrores. Releyendo lo que antecede, me he creído en una trapería y no en un museo. Cuando las ilusiones se van, el cuerpo humano no es más que un almacén de podre. Niego y niego sistemáticamente, porque soy sincero. Mi vida no me da derecho a afirmar otra cosa sino el dolor.
Mi perra prefiere sentarse sobre mi rodilla escuálida, a tomar el sol haciendo la rosca u ofreciendo sus ubres con voluptuosidad a las caricias del azul del cielo. Ella sabe lo que se hace. Yo tengo calor de soles en mi pecho para los que aman, y azul, mucho azul, con enormidades cerúleas, para los ingenuos que me ayudan en mi miseria y acomodan su vida a las mutaciones de mi alma.
DE MI ICONOGRAFÍA
Carrillo se queja en un periódico de no ver el busto de Verlaine en las avenidas de Luxemburgo, también llamado el jardín de los poetas, y manifiesta cierta extrañeza, y hasta diríase que se siente personalmente esquilmado, ante ciertas estatuas que, como la de Gabriel Vicaire, no debían, en su concepto, figurar allí. Yo guardo, sin embargo, de Gabriel Vicaire una visión ancha y coloreada, como un panorama de valles vistos desde una altura a la hora del amanecer en un gran día de primavera.
El hombre no se confunde siempre con su obra. Frecuentemente es superior o inferior a ella; en ocasiones, también hay tal disparidad entre el creador y sus hechos, como entre la abeja y la miel, como entre la semilla y el fruto. Vicaire es el igual de su obra. Los Émaux bressans, A la bonne franquette, L'heure enchantée son el tríptico poético en que se reflejan las tres fases sustantivas de su vida, y son, por ende, la más fervorosa oración de amores con que desde Teócrito a Garcilaso y Florián acá se ha cantado a la madre tierra, a tal extremo, que, sin dejar de ser nuestro coetáneo, sea también Vicaire, por los orígenes y la ambiencia total de su alma, un contemporáneo ideal de Filemón y Cloris.
Había nacido hará cincuenta años, en mitad de los campos, para cantarlos y traducírnoslos a nosotros, los tristes hijos de la ciudad, y tuvo la inconsecuencia —mal árbol— de transplantarse a París, donde el sol es de talco; donde la tierra es de fango; donde las flores son de trapo, aunque sean a veces trapos de vistosas sedas; donde el aire contiene, en mixtura con el oxígeno, un gas mortal que se llama «parisina»; donde los más de los hombres se metamorfosean, cuando a bien les viene, en muñecos mecánicos que saben decir ¡pardon! y luego, trágicos, dar de puñaladas; donde, por último, la vida —¡tantas veces!— se ofrece bajo forma de jeroglífico; ¡la gloria o el oprobio!, el Panteón o el Sena, en los faits divers de los periódicos. ¡Cómo pudo vivir tanto tiempo, Dios mío, entre nosotros, en plenos bulevares luciferescos, aquel puro brote de Virgilio, sin perder su lozanía y su jugo!
¿Os acordáis de Rollinat, aquel poeta que, peregrino de un país de hadas, se presentó en París un día glorioso y que fue saludado por Alberto Wolff desde un «Premier Paris» de Le Figaro con el grito triunfal de «Tu Marcellus eris»?. Pues Rollinat, que hace veinte años, esto es, ayer mismo, era célebre, murió del todo, no de muerte, sino de hastío, al poco tiempo; quiero decir que para poder vivir, tuvo que irse de París, y se fue para siempre a su hermoso país de hadas, a sus campos, a sus vergeles, a sus montañas y a sus ríos, y ni aun por eso, picado del mal de París, dejó de quedar abatido, derribado en mitad de la calle rectilínea, de la espantosa calle tirada a cordel, como Gabriel Vicaire, el buen roble...
Mis recuerdos personales acerca de Vicaire son tantos que no sé por dónde comenzar a regimentarlos, ni tampoco podría hacerlos maniobrar en escuadrones en el estrecho carroussel de este libro. Con Paul Verlaine, con Charles Morice —otra víctima de las barbaries de la civilización, trasladado como un hombre a quien llevan a enterrar completamente vivo desde los jardines de Academos, la patria natural de su espíritu, a la fría Universidad libre de Bruselas—, con Eduardo Dubus —otro desaparecido—, con Juan Moréas, con Luis Le Cardonnel, con Adolfo Retté y con tantos más que formaban una legión de poetas no menos resplandeciente que la pléyade de Ronsard, Vicaire vivió en comunión ardiente y cotidiana sus días en París, y allí mismo, oficiando en el Oratorio, me fue dado conocerlo. Oratorio sin liturgias, sin carácter hierático alguno, salvo Moréas, el guerreador pontífice del romanismo. ¡Qué espléndidas veladas aquellas en las que el arte era el absoluto tema y el verso el único lenguaje, el lenguaje sacerdotal de los congregados!
Son rezos, son oraciones las palabras rituadas con que los poetas nos dicen las ansias de la humanidad; tan hermoso verso, que niega a Dios, no es ateo, porque afirma la belleza, tal estrofa, que vilipendia a la mujer, no es irreverente, porque expresa la gracia. Parafraseando un decir notorio, puede afirmarse que cantar es orar, ¿verdad, padre Hugo? Pero donde Vicaire apareció en toda su extensión de poeta —y de fauno también, hay que decirlo, de buen Sileno, porque como el padre adoptivo de Baco, no desdeñaba mi amigo ceñirse algunas veces de pámpanos la frente—, cuando aparecía en su corpulencia total, era en el campo, donde he visto más de una vez tornarse su planta fina de hombre moderno en la pata elástica de un macho cabrío...
¿Quién ha dicho que Pan ha sido expulsado de los confines de la tierra? Vicaire ha sabido mostrármelo muchas veces, mostrármelo positivamente, en lo más frondoso del bosque como en lo más raso de la campiña, en la montaña y en el llano, en las grutas nupciales como santuarios del amor y en las planicies sin marco, dignas del galopar de centauros, por donde quiera que la vida universal late sin las exhibiciones que le impone lo contencioso-administrativo, que es el signo esterilizador de nuestro tiempo, bien es verdad que a estas alturas de fecha y sin las sugestiones del paisaje yo no sabría decir si el dios Pan, que he creído ver tantas veces en mis excursiones campesinas con Vicaire, no fuera, ¡quién sabe!, el mismo Vicaire en persona. Tampoco hubiera parecido exótica la figura de Vicaire en la abadía Theleme, presidiendo una copiosa colación, con Gargantúa a su derecha y Pantagruel a la izquierda. En tamañas ocasiones las imágenes de Teócrito y de Virgilio desaparecerían para dar plaza a la del enorme Anacreonte.
Como no me he propuesto sino rectificar una falsa apreciación crítica y no escribir una biografía, que ésa la hallará quien a bien lo tenga en los diccionarios de Beschevelle o de Larousse, sino aunar algunos recuerdos, he omitido decir la fecha de su nacimiento, la en que fue condecorado con la Legión de Honor, las ocasiones en que el sufragio de la alta crítica lo señaló para formar parte de la Academia y hasta el orden de publicación de sus tres obras principales ya citadas: Émaux bressans, L'heure enchantée y A la bonne franquette.
La biografía de todos los hombres, hombres y hominicacos, es igual, monótona, desesperadamente igual en sus rasgos generales; nació en tal fecha y murió en tal otra.
Fue amado en tal sazón y desamado en estas o aquellas circunstancias; hizo un cuadro, un poema, o ayudó a colocar un andamio o a poner unos ladrillos sobre otros; en tal época se casó, tuvo hijos, viajó o dejó de hacerlo, etc., etc. Decir de un hombre muerto que tuvo ojos y las mismas entrañas que los demás hombres es no decir nada. Yo he querido dejar dicho de qué color eran los ojos interiores de Vicaire y cuáles el peso y la calidad de su corazón y su cerebro.
Nada, nada, nihil. He aumentado mi galería de bellacos, tan prieta, que tendría que prensarlos para poderlos contener en un circo grande como una plaza de toros, con un nombre más, el de Fulano Cualquier Cosa, gran señor de la truhanería andante. Ese tal me había prometido, a cuenta de trabajos futuros, ponerme hoy en condiciones de que gente mal avizorada no llegara a tomarme por un bergante, y, a pesar de las seguridades que me había dado, su cara no cambió de color cuando hace un instante —y ahora ya en que toda acción me era imposible— me anunció que no podía complacerme. ¡Irme, irme! Yo no sueño sino con eso. Irme a una tierra cualquiera donde la villanía no sea el estado social de la gente, donde a lo menos las afirmaciones y las negaciones tengan el sentido filológico que todos los léxicos les prestan, donde el honor se asiente en las almenas y no en los labios. ¡Irme, huir de aquí, por dignidad, por estética, por instinto de conservación! Es que yo me noto aún sano eternamente en esta sociedad de leprosos.
¡Qué hermosos días, qué espléndida primavera anticipada, y qué frío hace aquí, en mis entrañas!.

Comentábamos el último acto de una comedia, que había tenido por escenarios las calles de Madrid y, más apropiadamente media docena de salones y algún gabinete particular. Él, fuerte y animoso, contaba sólo con el porvenir como capital. Creyeron unirse por amor, y, después de dos años de lacerantes ajetreos, la sombra, y más que eso el contorno espeso de otro hombre, vino a interponerse entre ellos cual doloroso mandato. Y la fusión conyugal quedó bárbaramente partida, como por un hachazo, en dos mitades...
—Tiene eso de expuesto el casarse con una mujer rica cuando no se oprimen entre las piernas los ijares de la fortuna, montada a horcajadas como un potro domado. Yo no me casaría sino con una mujer que me lo debiera todo —dijo uno de nosotros.
Entonces una voz, en la que patentemente se habían usado los recortes del entusiasmo, nos contó, sin más inflexiones que las que voy a intentar reproducir, la relación siguiente:
—Sin asemejarse completamente a don Juan o a Lovelace, aquel amigo mío tenía gran partido entre las mujeres. Y si su vida del corazón, o si queréis galante, no traspasó los horizontes de la crónica mundana, culpa fue de una suerte de austeridad amable que llevó siempre al amor como a las demás funciones de la vida... Yo, que lo he tratado con la intimidad de un hermano bueno, sé que cambió muchas sensaciones, y hasta algunos sentimientos, con un espeso pelotón de hermosas mujeres, entre las que había una generala, dos actrices célebres, la sobrina de un cardenal romano tenido por papable y hasta cuatro o cinco auténticas marquesas. Hubo entre esas mujeres una gran dama que comenzó a litigar su divorcio para casarse con mi amigo; otra, que se dejó morir de tristeza, ansiosa de ternuras inmortales, en el miríficio paraíso de Mentón; una tercera, que se cortó cruentamente, hasta hacerse brotar sangre, la espesa madeja de pelo áureo, porque mi amigo, en un desmayado momento de vulgaridad amorosa, tuvo la ocurrencia de pedirle un rizo como recuerdo... Pero aquellas mujeres, nimbadas con el triple cerco de la juventud, la belleza y la fortuna, no convenían al protagonista de mi historia, que abundando en la idea vulgar de que las muchachas de la calle son de más amable sustancia maleable que las damas empingorotadas y altivas, no consentía en soldar con sellos definitivos su destino sino al de una mujer que se lo debiera todo, que fuera muy pobre, que tuviera candor, que, sin haber dejado en absoluto de ser una niña, hubiera llegado a edad de mujer, que mostrara la salud del cuerpo en los colores de la cara y en las líneas de su fábrica carnal, y la del espíritu, en el mirar sereno y en la palabra reposada y transparente...
Y después de una pausa:
—...La encontró, ¿no iba a encontrarla? Esas apariencias —recalco la palabra—, esas apariencias de mujer son los moldes más comunes de la vida; los veréis sobre todas las aceras de la calle, a cada paso, al volver de todas las esquinas. Y aquí voy a establecer como principio una verdad, cuyo ropaje puede hacerla confundir con una paradoja: que muchas veces las cosas fáciles de la vida son las que con mayor dificultad se encuentran. No las busquéis, pues. Unas salen al paso, sin pretensión de vuestra parte, o no las veréis nunca, sino a lo sumo en el mundo sin dinámica de vuestras imaginaciones. No es un caso excepcional y aislado el de aquel admirable tipo de Gautier, quien pudo decir sin énfasis que sólo lo común era extraordinario para él.
Luego, como para aclarar su pensamiento, añadió: —Porque, a fin de cuentas, ¿qué clase especial de alma es la que pedía como compañera mi amigo a la vida? Pues, sencillamente: un alma cualquiera, una mujer que perteneciera a la humanidad de munición; pero que fuera joven, que no viviera, como por sombras materiales, cercada por las visiones de un pasado sentimental; que, estando ineducada, fuera educable; que, siendo de carne, pudiera imaginativamente ser comparada con el yeso por la posibilidad de moldear en ella un proyecto de estatua a gusto del escultor; una mujer, en fin, un bloque de humanidad femenina con suficiente cantidad de primera materia para que no resultara disparatada la idea de construir con ella la mujer exclusiva con que todos los hombres sueñan. Y ya he dicho que al volver de una esquina se encontró mi amigo con las apariencias de esa mujer. Era alta, fuerte, blonda, rosada y azul. Eso, de piel afuera. Por dentro era taimada, tozuda, rencorosa, pétrea, que es lo que quería venir a parar; más propia del análisis químico que del físico; uno de esos seres a los que ni por adivinación puede llegarse a saber lo que tienen dentro, que hay necesidad de romper a martillazos para averiguar lo que ocultan, tétricos, en sus entrañas. ¿Para qué añadir que la existencia de mi amigo fue desde entonces un largo drama sin sangre, pero con amagos trágicos, al alborear de todos los días? Aquella mujer de condición social tan humilde, que todo, verdaderamente todo, valiéndome de vuestra locución de hace un instante, «se lo debía a mi amigo», que había llevado una camisa de estameña por exclusivo dote, para quien la palabra no era sino el órgano de transmisión de los más rudimentarios instintos, quiso ensayar taimadamente, tozudamente, rencorosamente, un régimen asiático de tiranía contra el hombre precisamente que le había abierto, con su hogar, su corazón y sus brazos... Sobrevino lo inevitable. Pero ¡qué proezas de voluntad no realizó el hombre para aplazar indefinidamente el mísero desenlace, aquella separación propuesta, en fin, a la mañana siguiente de un día tedioso, en que la inanidad de aquel amor muerto de inanición se respiraba por todos los rincones de la casa!
Luego, poniéndose de pie el anfitrión de esta vulgar historia, añadió:
—Ya veis en lo que han venido a dar esos dos destinos: la mujer de piedra, obediente a las leyes que rigen a los organismos de piedra, irá a aplastar por yuxtaposición otro destino cualquiera; el hombre estará condenado hasta su muerte a mirar con rabia los horizontes por donde el sol del amor resurge todos los días. Y tendrá frío en agosto, sed insaciable al pie mismo de los más frescos manantiales. Pero ¿no tenéis un poco de cognac con que llevar algún calor a mis venas? Parece que, en vez de sangre, contienen hielo...
Enero se ha despedido con una gran nevada. Hoy también nieva. ¡Buen día para estrenar una voluntad nueva y extender el sudario de las calles sobre mi implacable pasado!
Dormir es morir temporalmente; todo despertar es una resurrección.
Un hombre y una mujer, de fisonomía moral más o menos definida, se encuentran por la vida, se olisquean como los brutos o se saludan arrobados como los serafines de Swedenborg y se ayuntan. Los ha rozado con sus alas el amor al pasar junto a ellos. Están ya para siempre, o para un largo lapso de tiempo, malditos y bendecidos. ¡El juego bello y terrible!
Ella es duquesa o menestrala; él es príncipe o villano. Son, a fin de cuentas, un hombre y una mujer ungidos por la ley de inmortalidad, que reverdece los campos todas las primaveras y hace la vida amable muchas veces. Idéntica ley preside el amor de Romeo y Julieta y las nupcias del lobo y de la loba...
Todas las hembras superiores de la escala animal huyen para ser alcanzadas. La mujer coquetea, el hombre se torna arisco.
Y un día el sol se nubla y la palabra sale casi inarticulada, con fonetismos rugientes, del fondo de la boca humana.
Son ésos los fatales equinoccios propios de los mares y de las almas, que tan bien conocen los nautas y los enamorados.
¿Que hubo naufragio, que un hombre o una mujer fueron sorbidos por la gran avaricia del mar? No se puede culpar sino a la vida, que así lo tiene dispuesto.
Muchos desean intensamente, más preocupados de lo ético que de lo estético, que no fuera así. Pero ¿acaso hay modo de suprimir la tempestad, el terremoto y el rayo, ni tampoco las potentes marejadas de las almas?
Todos los días la prensa, como reflejo escrito que es de la vida, tiene a su cargo la relación de un crimen, y todos los días es de ver el llantear unánime con que los periódicos comentan el naturalísimo fenómeno, que tuvo en Caín su gran aborigen y su más corpulenta representación en la mala raza de los conquistadores.
Creo yo, contra todo el torrente de la vulgar —y por ende, formidable— psiquiatría gacetilleresca, que la extensión de la cultura más bien favorece que traba el desarrollo del crimen pasional. En Mogador o en Tananarive es mucho menos frecuente que en París o en Londres. Ninguna civilización histórica ha sido bastante, ¿qué digo para cambiar?, para modificar simplemente las entrañas del hombre.
La misma cantidad de bilis segrega el hígado moderno que el hígado ancestral, y Hobbes dijo hace cerca de trescientos años que el hombre es un lobo con respecto al hombre: homo, homini, lupus.
Hojeo un grueso cuaderno de estadísticas, y en él advierto que España, según el último censo oficial, con una población de 19 millones, tiene, descontados los menores de diez años, 11.784.890 analfabetos. En Francia son escasos. Leed, sin embargo, la prensa francesa. Da horror. Penden de sus columnas, como de los garfios de una carnicería, diariamente, constantemente, los restos descuartizados, formando legión de víctimas y victimarios inmolados ante la gran efigie invisible y ubicada del siniestro Molloch, que parece presidir los destinos humanos.
Los crímenes ingleses superan en horror a todo lo que Hoffmann pudiera ver en el fondo de su gran jarro de cerveza negra.
No deduciréis de eso que el pueblo inglés sea el más perverso de la tierra.
Con el mismo rutinarismo histórico y fatal se desencajan las entrañas de la madre inglesa para echar a la vida a Shakespeare que a Jack el destripador. El vicio y la virtud son inmortales. La pasión, también. Por eso de toda eternidad el hombre ama y odia; tiene igualmente apercibidos la dentellada y el beso. ¿Os vais a maravillar de que los Océanos tengan mareas y los hombres pleamares de angustias y deseos impotentes que se resuelven en sangre?
No quiero practicar la moral del mundo. Mi compasión abarca entre sus brazos al matador y a la víctima, al pobre resto humano traspasado airadamente de boquetes sangrientos por donde la vida se fue y al trágico desdichado que, viéndose en un in pace, hizo uso del hierro para salir, para matar. Porque no se mata así como así. ¿Sabéis cuántos como temblores de tierra, temblores de alma, se habían producido en el mísero que alza su mano armada para romper de una vez y cruentamente todo cuanto amaba, lo que más amó sobre la tierra? Y, además, que el homicida queda de pie, buen amasijo de carne para los saladeros penitenciarios...
A medida que avanzo por la ruta mortal siento cómo se funden todos mis rencores en una gran misericordia. Y, a pesar de las bellas puestas de sol, de las euritmias femeninas y de los dulces días primaverales, vivir es tan amargo, que a las veces se me antoja como una extraña condena. Largas caravanas de forzados son las generaciones, y de entre ellas los díscolos y los anormales no son los menos dignos de compasión.
«No matarás», es uno de los tres o cuatro preceptos perdurables de todas las religiones. Véase en ello la prueba de que el legislador religioso ha previsto la inmortalidad de la ira, del odio, de la violencia, la inmortalidad del mal sobre la tierra.
Por eso, en mi sentir, la compasión por la víctima no expresa sino el cumplimiento de la mitad del deber; la otra mitad consiste en compadecer también al delincuente, que cuando no es un loco furioso es un desdichado que negó a su madre y quedó perdido para siempre, en el momento, después del de nacer, más culminantemente fatal de su triste destino humano...
El otro día tuve la inconsciencia de mostrarle a mi madre algunos trozos —fibras iba a decir— de estos apuntes, y la hice llorar con su lectura.
Hoy, como quien coloca un ex voto sobre el pedestal de una santa, voy a pasar la tarde en su compañía y a leerle los tres actos de mi comedia ¡A Madrid! para hacerla reír a carcajadas.
Pasé la tarde de ayer vagando por el campo con mis perros. El día era completamente primaveral. Hoy al evocarlo me doy cuenta de sus esplendores, porque ayer mi amodorramiento era tal que al recordarlo puedo preguntarme si verdaderamente existí o he creído haber existido.
Yo no creía antes en el mal sino como una figura retórica; hoy lo siento terriblemente fundido con el aire que se respira.
DE MI ICONOGRAFÍA
Pienso en Cipriani. Era la época que la historia ha recogido para sus ingentes comentarios: en que las Universidades de Dorpat, de Kiew y de Petersburgo fueron cerradas por ukasse imperial; en que Vera Tasoulitch fue expulsada de Suiza y Mendelssohn de París; en que una niña, a quien yo conocí en Ginebra, en la casa hidalga de Augusto Baud-Bovy, el pintor de las nubes y las montañas, fue, sin que hayamos vuelto a tener noticias suyas, internada en Siberia por habérsele encontrado en su equipaje un ejemplar de la postrera novela de Zola; en que Padelewsky repetía, a través del tiempo, el gesto inmortal de Bruto en la mísera persona del general Séliverstoff y en que, por último, el partido regenerador de Rusia parecía decidido a librar su última batalla. El cacareante gallo de las Galias y el pesado oso moscovita no soñaban siquiera en el actual monstruoso contubernio que los une, y París seguía siendo para los nautas del ideal lo que esos luceros que desde el firmamento sostienen la orientación del caminante: luz y amparo al mismo tiempo.
Curioso de todas las rebeldías y, más que eso, enamorado de ellas en muchas ocasiones, frecuentaba yo asazmente las capillas y los cenáculos en que el aceite ardía como ofrenda a los dioses de la Revuelta. Y una vez me invitaron a una fiesta, allá en la avenida de los Gobelinos, a beneficio de los revolucionarios rusos albergados en París. «Conocerá usted a Cipriani», me dijeron.
La entrada era personal y gratuita, y los óbolos, absolutamente voluntarios, eran depositados en una bandeja que allí estaba en un rincón cualquiera, confiada a la exclusiva salvaguardia de la probidad.
Fue una noche inolvidable, cuyo recuerdo, como un peculio moral, no querría yo que menguara en mi memoria. Al entrar en el amplio salón, ornado de banderolas y flámulas iracundas, un grupo espeso de jóvenes que rodeaban a una señora hizo cautiva mi atención durante un ancho lapso de tiempo. ¡Qué maravilla! Yo había visto, positivamente visto, a aquella mujer, antes de verla; pero fue bajo su forma ancestral de retratos de Mme. Lebrun y de figulinas de Greuze y de Wateau. Luego supe el nombre de la dama, Mme. Du Quercy, que recibía felicitaciones por la hospitalidad que acababa de dispensar a Padelewsky, perseguido y errante... Con los faustos de su aspecto hacía revivir la vistosa época del Rey Sol, y aun platicando con nosotros parecía como si se dispusiera a cambiar su tocado de reina por el de zagala para ir a reunirse con sus compañeras de corte, en una zambra galante, bajo las amables arboledas de Trianón o de Versalles.
Ya está aquí Cipriani.
Es un caudillo. No se necesita una gran fuerza de penetración para advertirlo. ¡Es un caudillo! Ya puede ese hombre predicar la igualdad en cuantas lenguas conozca por todos los confines de la tierra. Ha nacido jefe, y donde quiera que él esté allí está el primero. Lo miro con más fijeza. Domina por su estatura a cuantos lo rodean. Lleva la barba larga y el pelo crecido. Es un guerrero que parece un asceta.
Su demacración es tanta, que se le señalan las vértebras del cuello y los huesos de la cara. Al hablar se le colorean vivamente de sangre las mejillas; pero en los reposos de la palabra, el rostro torna a su vaga coloración exangüe, apenas modificada por el halo que en él han impreso los soles de todos los continentes. Peleó, perdiendo sangre de su cuerpo, con Garibaldi, en Meutana, y sangre de sus ideas en la Cámara de su país, de la que fue expulsado, no obstante la consideración que inspiraban sus virtudes... Yo lo veía, a pesar de su indumentaria, tan semejante a la nuestra, vestido con su sayal, ciñendo sus riñones con un cilicio, pero con un casco guerrero en la cabeza.
Muchas veces he pensado que esa clase de hombres son frailes invertidos. La revolución tiene sus cenobitas, y no es raro encontar entre ellos la variedad anacoreta-soldado, el fraile bélico... Digo que podría vislumbarse un sayal bajo la levita de Cipriani, sólo que, con el verbo en la boca y la espada en la mano, la figura de Cipriani no invita a evocar las placideces del claustro para nada.
Hablamos del tema. Sebastián Faure lo ha llamado «el Dolor universal»; Cipriani lo rotulaba «la Guerra por la justicia». Como si llevara una hoguera en las entrañas, sus palabras eran ígneas, y al salir a borbotones como chorros de vapor, de sus labios, me producían una impresión candente. Yo busco siempre para mi vida moral temperaturas de amor y de concordia.
Y hui de aquel hombre, del incendio de su palabra, hacia la vida... Una estrella, que ardía más alta que las otras, me dijo mi pequeñez y la inanidad de nuestros medios cuando tratamos de rectificar las invisibles cifras del Destino.
Y andar, andar. ¿Hacia dónde? ¿Por qué? Allá vamos, con nuestros orgullos, con nuestras vanidades, a confundirnos con los ácidos de la carroña que son nuestro último aliento mortal. Allá vamos, sin saber por qué.
¡Paz a los muertos! ¡Y paz a los días idos, que no me dejaron otra remembranza que su cortejo de horrores! ¡Paz hasta para mis enemigos!
Mi nota del día es que hoy tengo a Elena enferma y en la cama. Anoche tuve fiebre porque creí notar en la niña un poco de destemplanza, y ahora estoy totalmente enfermo de emoción porque hace un instante la he oído cantar desde su camita no sé qué vaga y tímida melopea, que por venir de tales labios, en estas circunstancias, me sonó en las entrañas mejor que todos los acontecimientos musicales de Wagner.
De sobremesa, ante el paisaje esplendoroso de Miramar, en Barcelona, que a determinadas horas del día, y merced a ciertos efectos de luz, mitiga la nostalgia de los que llevan la visión de Castellamare, de Sorrento y de Pausilippo, chispeante como una aparición mística en el corazón mejor que en la cabeza, hablábamos recostados en amplias mecedoras, con la majestad de dioses que reposan en una nube, de esto y de aquello, de lo que no tiene principio ni puede colegírsele fin tampoco, de la enorme vida cruel, ¡tantas veces!, y suave también, en una acariciadora tarde de primavera, cuyo recuerdo no permita Dios se borre jamás de mi memoria.
¡Oh, el dulce placer de conversar con hombres fuertes, bien dotados de intelectualidad, muellemente, indolentemente, suprimiendo de propósito deliberado las preposiciones y las conjunciones engorrosas en la oración gramatical, expresándolo todo con verbos y sustantivos muy someros; en ejercicio de placer comparable al del nadador que se deja llevar por la corriente «haciendo el muerto», sobre la superficie apenas —¡oh, apenas!— arrugada de un río ancho y bien soleado.
Alguien habló del asunto del día en Barcelona, un crimen de contextura vulgar, que parecía haber tenido por móvil el robo. Y uno de nosotros contó la historia siguiente:
«Yo estaba entonces en Dineut, a dos pasos de Namur, en Bélgica, uno de los pueblecitos más encantadores de cuantos baña el Meuse. Cierto, la ciudad es muy bella con sus hermosos chalets y sus paseos, que hacen soñar con paisajes de Paraíso; pero en Dineut hay un casino, y en ese casino dos mesas de ruleta, y en ellas cometí la torpeza y tuve el mal sino de dejarme el producto total de las conferencias que acababa de dar en Bélgica y Holanda. Quiero decir que en la primorosa ciudad walona, a la que un andaluz podría llamar sin grandes aspavientos hiperbólicos «cachito de cielo», pude notarme una noche, al salir del Cercle des Etrangers, más pobre, pero bastante más pobre, que Job, sin teja siquiera con que rascarme, y menos y peor provisto de resignación también, que el formidable poeta hebreo.
«Confieso que, habiéndome visto una vez a presencia de un curial atacado de hidrofobia, tuve más miedo en Dineut, a tantas leguas de los míos, cuando la raqueta del croupier se llevó el último luis con que yo traté de conminar a la suerte. Escribí al día siguiente a deudos y amigos contándoles la parte menos enojosa de confesar de mi mala aventura y pidiéndoles socorro, cuando... Yo creo en los espíritus maléficos —se interrumpió—. Sin llegar a las consecuencias totales del maniqueísmo, creo en un espíritu del mal y en otro del bien, que presiden la vida: en el arcángel Miguel y en el demonio, en las buenas hadas y en Asrael, el ángel frenético de las venganzas orientales.
»Asrael mismo —dijo después de una pausa— me cogió de la mano en Dineut y ya no me abandonó en algún tiempo..., en mucho tiempo. Vais a oír. ¿Quién después de ello podrá negar que existen —¡quién sabe!— grandes analogías de esencia y de forma entre el hecho que os voy a referir y el pretendido crimen de ese desdichado?»
Nos aprestamos todos a escuchar. No se oye sólo con los oídos. ¡Qué error tan craso! Se oye con todo el cuerpo cuando se siente necesidad de oponer al verbo «oír», canijo y descolorido, el robusto verbo «escuchar». Escuchamos, pues:
»—Ya llevaba algunos días en Dineut sin recibir noticias de nadie, solo y perdido, como en el fondo de una isla de la Micronesia, cuando una verdadera amistad, una amistad del corazón y de la mente, una amistad de esas que llenan a un hombre desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza, con el ser más fantásticamente encantador que madre mortal alguna haya puesto en el mundo. Llamábase, o se hacía llamar el protagonista de mi historia, Sir *** —¿qué importa el nombre?—. Decíase inglés de nacionalidad, con la misma razón, si Inglaterra no era efectivamente su patria, como posteriormente tuve ocasión de sospechar, con que hubiera podido llamarse, francés, o italiano, o alemán, o ruso, que todos esos idiomas los poseía maravillosamente. Gastaba el dinero con la brutalidad numérica de un yankee y la alta discreción de un aristócrata de abolengo; su ilustración se parecía a la sabiduría, sobre todo en cuestiones sociales; había viajado por todos los continentes; conocía la fauna humana de todas las latitudes y estaba en Dineut, según me dijo, para completar allí una suma que Spa y Liége no le habían consentido ganar...
»—Según eso, poseéis un amuleto para ganar siempre al juego —le dije con alguna intemperancia de acento en recuerdo de mis pobres luises idos para siempre...
»—No —me respondió—, si no que como el oro es la menor de mis preocupaciones... Al fin y al cabo, esclavo rubio condenado a vivir en pocilgas de cuero o en pocilgas de hierro, en bolsas o en cajas de caudales... El oro sólo es bello —continuó— cuando lo funden para labrar coronas con que ornar la frente de los poetas, o brazaletes para las hermosas, o anillos para los desposados... En moneda es feo y vil. Yo juego al juego por entretenerme, y juego a la vida por divertirme, y gano, gano siempre, porque lo desprecio ¡todo! perdurablemente. ¿Quiere usted seguirme? —añadió de allí a poco—. Mire usted: usted escribe literatura y yo la hago. De modo que ninguno de los dos perderemos nuestro tiempo ni podremos perjudicarnos... Precisamente he perdido a mi secretario... ¿Quiere usted serlo?»
Una pausa. Un aluvión de preguntas —muertas antes de nacer— y la voz del narrador que prosiguió sonora.
»—Vertiginosamente. Así vivimos durante seis meses, más largos que muchas vidas de ancianos, a través de Europa: vertiginosamente. Mientras más trataba a aquel hombre singular, menos lo conocía. Llegué a cobrarle miedo. Yo era un secretario que no conocía nada, lo que se dice nada, no ya de los secretos —¿quién piensa en eso?—, sino de los hechos más simples de aquella vida tragona y misteriosa que lentamente iba absorbiendo, devorando a la mía. Lo prendí en contradicciones, en errores crasos, de bulto.
»En Venecia un día, un ruso del Báltico, lo saludó llamándolo paisano; en París, un brasileño de San Paulo, le llamó por su nombre de pila, un nombre distinto del que me había enseñado como suyo, y estuvieron hablando, en lengua portuguesa, de cosas de la infancia, de recuerdos aurorales que les eran comunes, muy cerca de dos horas. Al fin, y cuando ya estaba yo dispuesto a tomar una resolución de independencia, a realizar mi «Dos de Mayo», él mismo precipitó la evolución hacia adelante de mi proyecto, haciéndole adquirir las proporciones de una decisión irrevocable. Estábamos en París. «Preparad —me dijo un día— nuestro equipaje: esta misma noche salimos para Ginebra.» Noté en su voz algo de extraño, y por primera vez en nuestra vida de relación el Imperturbable me pareció el Inquieto. Yo obedecí. Al día siguiente muy de mañana, y cuando apenas acabábamos de llegar al punto de nuestro destino, vino a verme a la habitación donde me hallaba descansando, y, a pesar de la semioscuridad de la alcoba, cuyos portieres no dejaban penetrar sino una luz tamizada y difusa, noté en su semblante una palidez tan grande, que me hizo exclamar: «Pero ¿estáis enfermo?» «No; solamente fatigado —respondió—. Pero no es eso precisamente lo que me proponía deciros. Escuchadme: hasta ahora nuestra vida ha sido la de dos locos que recorren el mundo por ociosidad mejor que por temperamento. Las cosas no podían seguir así eternamente, y hoy, al llegar a Ginebra, hemos llegado a una de las estaciones definitivas de nuestra vida. Necesito de vos —añadió después de una pausa y mirándome con vista que penetró como un estilete de acero hasta el fondo de mis entrañas—. Esta noche se decide mi vida. Hay aquí una mujer a la que adoro, y estoy decidido a raptarla. Me vais a acompañar; os quedaréis guardando la entrada de la casa mientras yo doy el golpe —sentí frío—; realizaréis la parodia de maniatar al conserje, que está de acuerdo con nosotros —dijo nosotros— y si oyerais gritos...» Dominé mi espanto y respondí: «Sí, contad conmigo; yo seré vuestro hombre...»
»Una hora después abandoné el hotel, mi baúl con todos los efectos que contenía, todo, y tomé el primer tren que salió para cualquier parte, fugitivo y perseguido por una interminable jauría de siniestros presentimientos. Al llegar a Lyon, pocas horas después, ya publicaban los periódicos de la ciudad en vastos telegramas la noticia del crimen: un joven extranjero, cuya nacionalidad no había podido establecerse, que había llegado aquella mañana misma a Ginebra y hospedádose, en unión de otro que desapareció sin dejar de sí más vestigio que un baúl con ropa y algunos libros, en uno de los mejores hoteles de la localidad, el «Hotel Metropole», había asesinado, en circunstancias horribles, a una señora que habitaba una hermosa finca de su propiedad en una de las orillas del lago: el robo había sido el móvil del asesinato...»
Brutal, brutal el día. Escribo desde la cama. Hace fuera un frío siberiano, y tengo las entrañas heladas, la temperatura de un muerto. No es la culpa del termómetro. Mi frío es —¿cómo decirlo?— un frío moral, el frío que debe acometer a los niños que se sientan de pronto abandonados, con nocturnidad, en medio de una calle que ellos barruntan poblada de fieras; el frío de los que en plena vida, en plena barahúnda social, llevan la cabeza cargada de imágenes de claustro y celdas monacales, por cansancio mejor que por misticismo; un frío muy grande, que lo mismo debe acometer a los hombres en la Groenlandia que en el cabo de Hornos; ansia y miedo de morir, afán de nirvanas largos como una vida...
¡Oh alcohol! ¡Oh hastzchiz! ¡Oh santa morfina! ¿Por qué los desgraciados de todas las épocas han quemado ante vuestra ara sus mejores mirras, si no fuera porque sois clementes, porque sois piadosos, porque poseéis secretos de fakir para curar las más rebeldes heridas?
Porque Dios permitió al haceros que os confundáis en vuestra actividad de magos con su soberana grandeza...
Cuando la vida es un tormento, querer dormir —¡oh dormir!— es el más imperativo de todos los derechos.
¿Y quién, aunque se lo nieguen, no se lo toma por su propia mano?
Hoy —¡al fin!— no llueve; pero reina, lo que se llama reinar con verdadera soberanía, un vendaval espantoso.
¡Terrible Madrid éste! Mañana, al decir de los almanaques, comienza la primavera, y si hubiera leña y chimenea en mi casa, me pasaría el día ante el fuego, cubierto de mantas y pieles, como un samoyedo en el rigor de la estación ártica.
Yo no hubiera querido nacer; pero me es insoportable morir.
Vivir es ir muriendo lentamente; los viejos son los desposados del sepulcro.
DE MI ICONOGRAFÍA
Las fiestas de Londres en honor del viejo español García, aureolado por la fama, ponen de pie ante mi ahita memoria —porque, como los ancianos, yo estoy ya harto de recordar— la visión yacente de dos nobles mujeres, que fueron al mismo tiempo dos musas, dos magníficas forjadoras de pasión y poesía: María Malibrán y Paulina Viardot, hermanas por la sangre y el espíritu del hombre fuerte para quien Londres acaba de tener rosas y laureles en tan soberbia profusión.
Un gran pedazo de la vida de Musset transcurrió en el amor de María Malibrán-García. Jorge Sand fue para el poeta la alta mar, con sus injurias y peligros; la Malibrán, un puerto. Pero un puerto en una de esas islas azules de los mares lejanos, que son como la realización del ensueño.
Hacia allí dirigió su proa aquel gallardo barco desarbolado... Alfredo de Musset era triste y pobre; cuando conoció a la Malibrán llevaba ya el tedio en las entrañas, como algunos desgraciados la solitaria en el estómago.
Malos amores, semejantes a las ventosas de la fábula, le habían sorbido la sangre, y el alma negra del alcohol tenía cumplida estancia en su cerebro... La prensa no mentaba su nombre siquiera, como si hubiera muerto, ¡como si no hubiera existido jamás! Fantasmal, se sobrevivía a sí mismo. ¡Decidme si es concebible la figura de un arcángel atacado de dolores reumáticos en el arranque de las alas, ni un poeta con calva en la melena y una triste barba gris que parece estar pidiendo consuelo!
Aquél fue el primer amor quizás de la Malibrán, y el último seguramente de Musset. La Malibrán, a quien sus admiradores llamaron la «Santa Cecilia de la tierra», hermana de la Caridad a las veces, más que amante del poeta, trató de salvarlo. Pero era ya demasiado tarde.
Cuentan que en sus paseos en coche por los jardines de la ciudad, Musset, pretextando una aguda afección renal, descendía del carruaje con impertinente frecuencia. Un día la gran cantante sintió la necesidad de celarlo, y vio que Musset penetraba furtivamente en una taberna...
Otra vez le regaló un abono para unos suntuosos baños orientales que en aquellos días se habían inaugurado en París...
Musset, que en la alborada púrpura y oro de su juventud fue, sin pretenderlo ni solicitarlo, por la propia magnificencia de su ser, un émulo de Brummel, había llegado ya, a la hora cárdena de su crepúsculo mortal, a usar camisas equívocas, a ser —¿cómo decirlo?— un hombre de pulcritud dudosa, cuando menos.
La promesa de sentir perfumes enervadores y las caricias del agua tibia sobre la piel sedienta lo estimularon a aceptar...; pero a su regreso, cerca de la anfitrión de aquel muelle placer del baño, traía aún las manos sucias. «¡Ah! Es que he leído...», le respondió, como la Malibrán lo interpelara...
La otra hermana de Manuel García, Paulina Viardot, fue amada y amante de Juan Tourgueneff, el considerable novelador ruso. Tourgueneff era por sus proporciones materiales un coloso. No sé quién, si Zola, si Daudet, lo han comparado con una enorme serpiente boa. Al incorporarse, desenroscaba sus anillos y daba la sensación vagamente de un insólito ejemplar de una fauna desaparecida, en que fuera posible la variedad del hombre ofidio.
El buen eslavo la amó. En Niza, en París, a través de las estancias dolientes de los balnearios, siempre aparece la simpática figura de Paulina Viardot al lado de su gran serpiente alada... Goncourt, al hablar del ruso, miente siempre a la española...
Y en la génesis de buen número de sus libros yo noto la influencia de aquella cálida palmera que vio Heine en sus propios paisajes interiores prendada como una hembra del pino tétrico que allá entre nieves se consume de soledad y de hastío.
Nietzsche es el gran comisionista de paradojas metafísicas del género humano; su obra es como un muestrario de incoherencias mentales. Y aunque su habla es alemana, a mí me parece, al oírlo, percibir siempre los más disonantes acentos de la Gascuña.
Las náuseas de ayer me han como purificado. Al despertar esta mañana me he sentido nuevo, mozo, y como si estrenara una vida. Quizás me convendría aún un día entero de reposo; pero no puedo. Quiero ensayar otra vez la emancipación por el trabajo.
Amo el color rojo; así es la sangre y el fuego, y la aurora, y en lo social los rubíes, la púrpura y el odio; las vírgenes sienten arreboles en sus mejillas cuando las auras al pasar les insinúan misterios amorosos y los más bellos y las más bellas anécdotas del genero humano, grises, ácromas en sus comienzos, se tornan rojas al explorar en fecundidad y en gloria...
Yo amo, como una bestia carnicera la sangre, el magnífico color rojo, la imperial sanción de la sangre.
1º de enero.
Al abrir los ojos esta mañana mi primera exclamación ha sido: «¡Bendito sea Dios!»
Al estampar estas líneas yo quisiera, evocando mis amores, agitar mi alma como se agita un incensario en un lugar cerrado, y repetir la misma exclamación arrebatada con que se abrió esta mañana mi espíritu a la vida: ¡Bendito sea Dios!
¡Bendito sea Dios!, que ha prolongado la vida de los míos un año más; que da reparación y fuerzas a mi santa madre; que no nubla jamás el sol en el alma de Juana; que me ha ungido con su gracia, llevándome como de la mano al dintel de ese camino de Damasco por el que tantas almas soñadoras claman y cuyas limitaciones tan pocos conocen...
El nombre de Grecia me hace pensar en el poder mágico que tienen algunas palabras fulgurantes. Aun siendo ese nombre la expresión de una realidad geográfica, de una realidad histórica y de una realidad étnica, parece un mito.
Yo vivo ansiando que mi alma llegue a adquirir a ciertas horas de la vida la horrorosa serenidad del cadáver.
París acaba de aumentar su ejecutoria de nobleza con un hecho patricio, que a nosotros, los españoles, nos obliga particularmente. Castelar es el nombre que ostenta una de las calles de su gran urbe, y el mismo sonante título servirá perennemente de enseña a una fundación que por iniciativa del periódico Le Matin va a instituirse por suscripción pública.
A cerca de 5.000 francos asciende el primer boletín que llega a mis manos.
Yo no me siento con fe para entonar cánticos a su memoria, y si alguna vez he asistido a las capillas en que se le rinde culto, yo era allí, como mi alma no me acompañaba, lo que un forastero en un lugar donde nada le incitara a colocar su tienda.
Creo también que admirar es un hecho soberanamente religioso, un gesto de misticidad muy ancho, y que las manos que se alzan suplicantes al cielo no tienen mayor unción que las que se unen movidas por la fe para ofrendar el aplauso a alguna de nuestras adoraciones de la tierra. Castelar figura en la iconografía de los hombres de mi generación; no tiene altares en nuestras creencias. Sin negar la extensión, mejor que la profundidad, de sus predicaciones, créolo sencillamente un bello fenómeno de mentalidad que se ha producido en España; pero no más transcendental que una hermosa puesta de sol o el inspirado decir de un genio de la escena. En Francia era más conocido por el amor que le profesaba, y que no le regateó nunca, que por la alteza de sus escritos. Taine, el crítico unigénito, fue en cierta ocasión más allá de la cólera, juzgándolo. Como Mr. Hebbrard, director de Le Temps, lo invitara a pasar a su despacho para presentarlo a nuestro tribuno, el grande hombre respondió:
—Gracias, tengo en casa un canario...
Claro que este decir es excesivo. Pero lleva la estampilla regia del cerebro que fue troquel de Los orígenes de la Francia contemporánea. Y esa consideración obliga a meditar.
Se ha fantaseado mucho acerca de los niños.
Yo no los amo, amorfos y brutales, sensibles sólo a la ley del egoísmo, estúpidos cachorros de una humanidad incierta, a menos que, como Mirabeau en la lactancia, no muerdan el pecho de su nodriza.


Carnestolendas
Fundido con la multitud me dejo llevar involuntariamente, como un miserable cuerpo sin alma, hasta las alturas de Recoletos.
El día es triste; pero llena los ambientes la alegría bestial de un pueblo suelto. Y aunque las nubes escurren lágrimas de vez en cuando, como en un duelo intermitente, las músicas de las estudiantinas alborozan la ciudad, reduciendo a añicos el luto de los corazones.
Yo soy uno de tantos. Razón lleva el justo en amar la soledad, si no quiere descomponerse en la vulgaridad ambiente. Ya soy uno de tantos. Y me place momentáneamente dejar de ser hombre para convertirme en esa cosa, desconcertante y tremenda, que se llama la multitud, la Esfinge...
Abruma el peso de la personalidad. Harto sé que se lleva sin sentirlo, como tantos otros pesos, como el de la atmósfera en lo físico, como el de la vergüenza en lo moral. Pero llega a hacerse molesto a sus horas. Yo quiero darme la fiesta hoy, día de Carnestolendas, de acéfalo, porque soy muchedumbre, e ir camino adelante en busca de holgorio, sin otra razón que porque sí, porque he visto en mi calendario que éstos son días de lupercales, y yo soy un anillo del monstruo ciudadano que, panza al trote, ha recorrido Madrid estos días, como Roma en otros tiempos, lividinoso y tragón, buen muchacho en el fondo que prefiere la jota a la Marsellesa, y las batallas de confetti, a las en que se rectifican y confirman las fronteras morales de los pueblos.
En Recoletos, y frente a las tribunas, y tras de ellas y a su alrededor, el bloque humano de que yo formaba parte se ha convertido en una gran masa imponente. ¡Oh pueblo de los días de revuelta, cuan vario eres! Pienso en el mar, y me siento orgulloso de ser una gota de este océano. Las carrozas desfilan lentamente, con majestad triunfadora, y un gran trozo de cielo azul que se abre de pronto ante nuestra vista marca con su ufanía el apogeo de la fiesta.
Yo pienso por un momento que no hay enfermos en el mundo, ni tristes, ni desvalidos; que Leibnitz lleva razón, que Pangloss lleva razón, que los campos son jardines que ofrecen espontáneamente sus flores y sus frutos, que los mares son clementes, que se ha abolido el rayo, que Dios deja ver su faz nimbada por los cuatro puntos cardinales de la tierra...
La fiesta bate su apogeo. Ha salido el sol. ¡Viva la vida!
Pero...
La gloria del atardecer se ha extinguido. Fláccidas, desmayadas, las máscaras regresan a sus cubiles misteriosos. Ya no hay carrozas. Las percalinas triunfales parece como que se tornan en crespones, y las tribunas, en catafalcos. Y, desprendido de la masa, vuelto a la posesión de mi ser, pienso en los enfermos, en los desvalidos, en los tristes, en Leibnitz, que era —perdón— un tonto de solemnidad; en Pangloss, que no era sino el desvarío de un filósofo; en que los campos son acerbos; en que el mar es implacable; en que el rayo está en la mano de Dios y en que hasta Él no llegan nuestros gemidos...
¡Carnaval de Niza, viejo Carnaval de Venecia, incesante Carnaval humano! Tu padre fue Adán, porque eres coetáneo del primer hombre, tu última fiesta se celebrará en el palpitar postrero de la Tierra.
En estos días de tregua del dolor, de amable demencia universal, los humildes capuchones de percalina ostentan ufanías de brocados y las pintarrajeadas caretas de cartón abrigan más que las mejores pellizas de los zares. El tú, fraterno, surge espontáneamente de los labios, porque antes ha hecho parada en los corazones. Vístense de hombre las mujeres, de mujeres los hombres. Andan sueltos los osos por las calles. La fauna interior se proclama emperatriz del mundo. Viejas esteras se muestran sobre hombros erguidos, con petulancias de clámides, y máscaras preñadas amenazan con insólitos alumbramientos en medio del arroyo. Es el triunfo de la carcajada y de la mueca. Momo es hoy la divinidad del mundo.
Pero cuidaos de no alzar las hojas del almanaque. Otra vez el tedio acecha a la humanidad detrás del Miércoles de Ceniza.
Notad que todos los críticos son miopes y usan antiparras. Acercándose demasiado a la nariz, por deficiencia del órgano visual, las páginas del libro que tienen entre las manos, ven los defectos tipográficos, las cualidades de la estampación, los poros y los granos del papel, no el alma del escritor, que ha necesidad, siempre, de los grandes horizontes para ser vista en su justa perspectiva.
Vivo desde hace dos meses en una casa de vecindad: una casa de vecindad quiere decir una casa pobre, donde hay muchos vecinos; pero no pago sino cuatro duros mensuales y tengo un gran balcón a la calle, desde el que se domina un trecho de la de San Bernardo. Entre burlas y veras yo llamo a mi casa una tienda de campaña; pero es algo mejor que eso, porque es una casa cuyos balcones, si bien dan a la calle de San Bernardo, también dan a la libertad y a la vida. El más grande suplicio que se me puede infligir consiste en privarme del espectáculo del cielo, u ofrecérmelo con mermas. Desde mi observatorio puedo a mi guisa darme esas grandes fiestas de visión, mejores que las mejores, que consisten en, desdoblando la propia personalidad, viajar con la fantasía, y a las veces con el alma, por las regiones del azul sin fondo, y dejarse uno vivir, y dejarse uno llevar como un nadador que hace el muerto, y dejarse uno llevar dulcemente por las ondas, y dejarse uno vivir arrullado por el nirvana adorable de lo infinito.
También tengo flores. Como he vendido mis muebles y sólo me he reservado los más precisos, he sustituido el confort por la gala, y, si bien es cierto que no tengo apenas mesa donde escribir, poseo en cambio una maceta de claveles que transcienden a Gloria, y en lugar de mi artístico secretaire de palo de rosa tengo una hortensia, que me consuela de muchas pérdidas crueles de la vida.
11 de febrero.
Aniversario de la proclamación de la República en España. Una vergüenza, seguida de veintisiete años de deshonor. ¡Y los que quedan! Yo no sé por qué los republicanos se obstinan en conmemorar todos los años esa fecha triste. El breve período de tiempo comprendido entre el 11 de febrero de 1873 y el 3 de enero de 1874 es el más poderoso argumento que los monarquistas pueden esgrimir contra la República y los republicanos. ¡Ah, si ese régimen no hubiera jamás descendido de su excelsitud de utopía, aún podría, sin virtuales menoscabos, tener sacerdotes que lo exaltaran, que lo cantaran, que lo evangelizaran por los cuatro puntos cardinales de esta tierra! Pero, encarnada en medrosos como Figueras, en andróginos como Castelar, en caquéxicos como Salmerón, en sistemas como Pi y Margall, ¡Dios mío, qué antipática pesadilla!
Quien entiende la conmemoración del 11 de febrero de un modo bien utilitario es Casero, el antiguo capitán del regimiento de Garellano, que tuvo la arrogancia de sublevarse en Madrid hace algunos años al grito de ¡Viva la República! y la debilidad de servir a Ruiz Zorrilla en París, mediante el estipendio de dos luises mensuales.
Hase organizado a beneficio propio una función en el teatro Martín, y ha tenido la bondad desesperante de regalarme tres butacas, para que yo asista al espectáculo en consorcio con Juana y la niña.
Menos mal si las obras que forman el programa de mi suplicio de esta noche ofrecieran algún relieve artístico. Pero ¡literatura teatral de Juan Pérez, interpretada por la señorita Fulano y el señor Zutano! ¡Y con la noche de agua que se presenta! ¡Y con el deseo poderoso que me labra en las entrañas de dejar caer mi fardo sobre el empedrado y de tenderme encima para siempre!
En estos días grises me ocurre soñar en lo que debe ser el dolor humano en ciertos páramos habitados, indecorosamente habitados, del planeta; en Londres por ejemplo.
El sol es un gran cínico; cierto: lo cuenta todo y lo enseña todo. Pero la niebla, esa gran taimada que se filtra sin sentir por todas partes, y además, en el hombre, piel adentro, ¿no es como la condensación visible del llanto universal, del viejo y eterno luto humano?.
DE MI ICONOGRAFÍA
Luisa Michel se muere, se está muriendo en Tolón. De su agonía cuentan maravillas los periódicos. Después de conocer los ásperos combates contra las más sanguinarias especies de la fauna humana, va por fin, a descansar en los hondos nirvanas del más allá.
La muerte de Luisa Michel más tiene de epitalamio que de elegía. Ya queda dicho. Sólo la desposada con la tierra muestra el alborozo del amor, de la posesión y del triunfo.
La veo, parece que la estoy viendo, sin necesidad de recurrir a la profusa iconografía de los periódicos. Es una gran llama dentro de un aparente frágil vaso de alabastro... Nadie podría afirmar de modo concluyente, ni hay para qué, la categoría sexual de esa tenaz manipuladora de gérmenes; pero cuantos la conocen os dirán, en la forma unánime con que se afirma la existencia del sol y de la luz, que es un alma. Sin abusar por esta vez del sustantivo, podría añadirse que una gran alma también.
Se la ha llamado la Virgen Roja. En efecto: ninguna oleada de su vida la llevó nunca a amar de amor a hombre alguno. Ignoraba las fiebres de los sexos, la amistad hecha brasa. En estos días primaverales, alrededor del lecho infecundo de la moribunda, las brisas afrodisíacas de abril quizás le hayan hecho sentir la maldición de su vida de mujer, árida como una estepa...
¿Su biografía? Líneas más sencillas no conoce la arquitectura de los niños cuando levantan fábricas inestables con la arena y los guijos de la playa. Que nació en Troyes hace muchos, muchos años, en 1835; que amó a su padre y a su madre, a su madre dos veces, doblemente, con adoración que tiene derecho a las historias; que hizo estudios superiores y fue institutriz en una gran casa aristocrática; que hacía don de sus gajes a cuantos tendían hacia ella sus brazos implorantes; que fue después una rueda de la Commune: que conoció el sol malo y rencoroso, cómplice del esbirro, consorte de lo Inexorable, de la Nueva Caledonia; que supo del hambre, del aherrojamiento y del duelo; que predicó contra el Mal, según su concepto del Bien. Y que, al mismo tiempo que un denodado portavoz de los sin ventura, fue el heraldo de días mejores y como una estrella de la mañana que prometiera el amanecer a los que no hallan medio humano de vivir en las lobregueces de la edad presente...
Me parece verla, decía. ¡Ah, si yo poseyera un pincel y garbo para manejarlo! La primera vez que el destino me consintió verla y oírla con motivo de una conferencia que la famosa revolucionaria dio en la coqueta sala del boulevard des Capucines, en París.
Mal observatorio para estudiar altezas, porque aquel lugar y la tradición de aquel lugar y el público mundano de que yo formaba parte no eran los más adecuados para que nuestras idealidades, o si se quiere nuestras curiosidades, se fundieran con el verbo de la conferencista, ni para que esta pudiera ensayar siquiera uno de esos grandes aletazos que desde el ras de lo innoble la levantaban, tantas veces, hasta las cimas de lo absoluto.
Quisiera yo ver siempre los paisajes y los seres en la estación y en el medio que les son propios. Un león encerrado en el fondo de un gallinero y Luisa Michel perorando ante un público de fraques es símil que se me viene invasoramente a las mientes cuantas veces evoco esa visión de mis recuerdos, ya un tanto esfumados en mi memoria por los ácidos del tiempo.
Pasaron algunos meses, y un día horrible del pleno invierno parisiense, en que el cielo era una injuria permanente contra la tierra, me dirigí a las alturas de Belleville, que un artesano del pueblo llamaría sagradas, atraído por la fatalidad de ese nombre, Luisa Michel, y por el afán de llevar nuevos estremecimientos a mi espíritu, tranquilo como las aguas de un lago en la sazón aquella. Y allí me fue dado verla y oírla a mi sabor, durante las dos horas largas que duró su conferencia.
Ya queda dicho más arriba: no es una mujer, es una llama. Yo no sé de qué materiales extraños estarán formadas las entrañas de esa mujer para que hayan podido arder sin consumirse durante más de setenta años de nuestra vida mortal. Tan pequeñita, tan demacrada, casi podría decirse de ella que era como una pavesa humana, si en el término no pudieran algunos ver irreverencia. La cara, toda ojos, aparecía como iluminada; sus manos parecían gozar de familiaridades con el rayo, y en la constante convulsión del cuerpo había algo de los estremecimientos sagrados de las pitonisas. Reparé, durante el curso de su peroración, que la palabra «amor» fluía de sus labios con la misma abundancia que el agua de los manantiales. Cuando abría los brazos en cruz ante su auditorio, parecía llamar a sí a todos los sin ventura de la tierra, y cuando los cruzaba sobre el pecho, su corazón, muy pequeñito, ¿verdad?, oculto en aquella caparazón de huesos pequeñita, su corazón parecía ofrecerse como el templo universal de la misericordia.
No he vuelto a oírla más. Pero en una noche de fiebre he tornado a ver su rostro, iluminado con la placidez de un astro, insuflándome, con palabras de revuelta, un buen cordial para mi corazón herido... ¡Una noche de fiebre en que mi exaltación fue tanta que juzgué hacedora la empresa de unir en comunión de amor a todos los hombres!
Mes de San José para los devotos. Mes de los equinoccios para los navegantes. Mes de los equinoccios para mí. Si me fuere preciso probarlo me bastaría con decir, glosando el amargo decir de Larra, que en un día 15 de marzo nací.
Y llueve sin interrupción desde hace más de veinte días. ¡Oh la triste letanía verleniana!
Il leure dans mon coeur
comme ü pleut sur la ville
De tiempo secular, por atavismo y por miseria, sobre ese mismo campo andaluz, oliente a azahares y verbena, se levanta, ¡con qué menguado verticalismo!, la choza del labriego, oliente también, pero con el hedor que transciende de un malestar histórico que clama a Dios sin ser escuchado, y que si no lleva derecho a todas las reivindicaciones de la ira justa es porque, felizmente para muchos, aunque no para el santo Derecho, todavía alientan en esos campos más cráneos que cerebros.
La columna vertebral de esa pobre gente tiende a arquearse. Para que el señorío rumboso y fanfarrón de la calle de las Sierpes, en Sevilla, y de los tentaderos de toros pueda hacer flotar al viento, como una bandera, sus insolencias, es preciso, se hace preciso que muchas cabezas temblonas se afanen sistemáticamente inclinadas hacia la tierra; que muchos brazos, precozmente seniles, esgriman, durante toda su vida, herramientas que, aun siendo de creación, son, para los que las manejan, de muerte. Es preciso que la proyección luminosa del Evangelio se haya desvanecido de la tierra y que los días del Apocalipsis se hallen ya prestos e inminentes, portadores del caos, tremendos...
Yo quería decir que no conozco en España pueblo tan triste como el de Andalucía.
Yo quisiera pensar siempre, siempre, en temas que fueran motivo de regocijo.
Demócrito se me antoja superior a Heráclito, e insistentemente he creído siempre que la risa debería ser más propia del hombre que el llanto. Pero Dios no lo quiere, los hombres no lo consienten, y allá vamos peregrinos de lo Desconocido durante todo el tiempo que empleamos en reconocer la carretera de la vida, huérfanos de la Ilusión, al salir de los rosados limbos de la adolescencia, viudos de todos los amores, apenas llegados a la sazón de amar; allá vamos acariciados o azotados por brisas o ciclones hacia el tremendo misterio de la muerte, con la inconsciencia y la desaprensión con que los átomos se desprenden, se ayuntan, se combinan y se disgregan en las alquimias vertiginosas de la Naturaleza. Por eso, quizás, en la última página de los libros eternos, hay una lágrima perennemente viva, bien visible para los que saben leer, y el legado de los siglos puede expresarse con algunos bostezos, muchas imprecaciones e innumerables sollozos.
La vida es el dolor, y toda emoción estética no es bella sino porque ahoga momentáneamente un quejido de la carne.
Virgilio y Anacreonte son dos galeotes condenados al suplicio de evocar escenas y paisajes que no existían sino en sus ansias, como el sol, el movimiento y la independencia son el anhelo incesante de los ciegos, de los tullidos y de los siervos.
Hay que leer los periódicos. Ellos graban la historia cotidiana de los acontecimientos.
El otro día, en Madrid, capital de nuestra sociedad democrática y cristiana, un obrero fue hallado exánime en mitad del arroyo. El trabajo animal que se imponen los hombres para poder comer, sencillamente, menos pan aún del que necesitan, había accionado como un ácido sobre su carne, convirtiendo en confuso el perfil de sus facciones. Podría tener de veinticinco a sesenta años. Y al llegar a la Casa de Socorro se murió por completo... Los médicos diagnosticaron que de hambre.
De ese desdichado no sé sino la mengua que expresa la escueta nota de los periódicos; pero no se ha necesidad de gran fuerza imaginativa para reconstituir su vida; el proceso de la miseria es tan monocromo que todos sus esclavos tienen la uniformidad y llegaré a decir que la impersonalidad propia de los forzados. Pero ¿por qué no ha de tener ese hambriento trágico derecho a la biografía como otro mártir cualquiera?
Nació en un tugurio y podría jurarse que tuvo por nodriza un pecho seco, y por padres el diente de una rueda o la manivela de un motor en uno cualquiera de nuestros infiernos industriales. O bien en medio de los campos, en plena Naturaleza, hosca y cruel para los que colaboran en la obra de hacerla producir lo que de otro modo nos negaría inexorablemente; amable para los ociosos...
Fue o dejó de ir a la escuela, que eso no es esencial a mi relato, a las imaginaciones que voy estableciendo. Si el poeta ingente de La leyenda de los siglos pudo decir que «toda sílaba deletreada brilla», también se curó de añadir en otro pedazo de su obra que «leer no es deletrear, que leer es comprender». Pero lo que sí puede desde luego afirmarse es que fue al regimiento «para servir al rey», como reza la extraña locución popular. Y que le sirvió. Y que después de haber pasado bajo la férula de hierro frío del furriel, gimió bajo la férula de hierro candente del capataz, siendo, de ese modo, batido y combatido en todas las evoluciones de su personalidad, como los cantos rodados esos con que juegan las olas de las playas.
Ganó en la fábrica, en el taller o en el andamio de qué no morir de hambre, sino un poco más todos los días. De sol a sol, a la brega: un bregar de galeote. Y luego, al llegar la noche, el desplomamiento de todas sus energías sobre el petate, así de un golpe, en el verticalismo de una extinción aparente de vida, más semejante al sopor que al sueño.
El sinventura pudo balbucear en la Casa de Socorro, momentos antes de morir, que, a pesar de su desgracia, no estaba solo en el mundo, que era casado.
Había habido, pues, una aurora en su existencia: el día en que conoció a la que desde entonces fue la compañera de su vida. Fusión de dos miserias, conjugación de los destinos maldecidos. Tisis y anemia. ¡Y ellos se creían sanos, los albos desposados! Un poeta los hubiera dicho augustos.
El amor no dura mucho en los hogares sin pan y sin lumbre... Quiero decir, en los hogares donde no hay bastante pan para ignorar el hambre, bastante lumbre para ignorar el frío. Y se desvaneció todo: aquella aurora —y el ambiente de poesía que determinara—, y la alegría de vivir que había encendido en el alma de aquellos grandes enamorados plebeyos.
Fue como una de esas estrellas errantes: tan pronto oro como sombra eterna. Concluyó todo para siempre, para siempre, para no volver jamás. Nihil...
Y así sigue, interminable y medrosa, la lúgubre teoría de noticias desoladas en los periódicos: «Los suicidos de ayer». «Accidentes del trabajo», «Los dramas del amor», «El hambre en la India», «Choque de trenes», «Herido a martillazos», «La guerra en Marruecos», «Obreros sin trabajo»...
Y eso es así, y eso viene siendo así, desde el momento inicial de las edades. Nacer es triste; vivir es cosa amarga; espantoso, morir. ¿De qué lóbulo cerebral de más o menos están armados esos hombres que sólo aciertan a ver el lado cómico de las cosas y que oponen al duelo la carcajada y la pirueta al desastre? ¿Serán ellos los únicos seres cuerdos de la existencia, sin otra contrariedad que la de verse obligados a convivir con nosotros en el vasto manicomio de la vida?
Desconfiad del cura cuando os hable del sol, de las cosas francas de la vida; creedlo, sin embargo, cuando os insinúe cosas de la sombra. Si es un verdadero cura, viene de allí, y en las zonas de claridad tendría que reconocerse forastero.
Recibo una invitación para asistir a una fiesta literaria en honor de Núñez de Arce. No iré, porque no tengo nada que hacer en ella.
Núñez de Arce no forma parte de mi iconografía personal. Yo lo hallo huero, sobradamente sonoro, rectilíneo y seco. ¡Oh, seco como un sarmiento! Dios no le dio eflorescencias. En el Idilio, acaso de entre todos sus poemas el mejor dotado de entrañas, la sombra del vate mantuano no se proyecta ni por azar siquiera, y en la Última lamentación de lord Byron la sangre roja con que escribió la Peregrinación de Childe Harold se torna amarillenta y borrosa, como en las viejas páginas de un palimpsesto.
No figura su imagen en mis altares, allí donde entre los evocadores de bellas imágenes modernas, mi Heine, mi Hugo, mi Campoamor y mi Verlaine yacen bajo bóvedas, altas como catedrales.
Era asaz palabrero para que en él acertemos a ver un fuerte y sólido cerebro de varón, y su emotividad suena a falso, como la de un hombre que sólo sintiera lágrimas ante las cuartillas.
Fue, eso sí, un grande, un poderoso versificador.
Gnomo, cíclope, y a las veces simple mecánico de las letras, Núñez de Arce batía el verso como un herrero los candentes bloques de metal, y eso hasta el punto de notarse la armazón de hierro en muchos de sus decires rítmicos. Tales estrofas suyas se cuelan por la oreja y suenan bajo el cráneo del lector con el estrépito de ruedas, de martillos y de válvulas de un colosal mecanismo —fierro, sudor y hulla— en marcha.
No iré, pues, a esa fiesta; no tendría nada que hacer en ella.
Días pasados se cumplió el tercer aniversario de la muerte de Campoamor, que fue nuestra última gran figura literaria. No vi en parte alguna flores nuevas nimbando su recuerdo... Los periódicos seguían ocupándose de si Villaverde, de si Montero... Y, al consignar el hecho, otra vez se me ocurre quedar absorto.
Señor —me digo—: ¿por qué? Campoamor fue un hombre bueno y un hombre nuevo; Campoamor tuvo el sufragio de los ancianos, la adoración de las mujeres y la pleitesía de los mozos; dio toda su miel en sabrosísimos panales, que afirmarán la insenescencia de la lengua castellana. Artista, labró alguna vez palabras, como un lapidario gemas, y, pensador, tuvo huracanados coloquios con la Esfinge.
El laurel fue familiar a sus sienes y como un ornamento natural de ellas, y al morir no quedó en toda la extensión literaria de España un solo mojón que obligara al viandante a detenerse, asombrado o seducido... Es la estepa, os digo, la estepa...
Poco creyente en los aniversarios, que, después de todo, no son sino una coincidencia casual de fechas, yo me pondré de acuerdo, un día de salud y de sol, con algún poeta y con una linda mujer, para, los tres unidos, coger a brazadas todas las flores vistosas que podamos y formar con ellas el gran ramillete permanente y fresco que debemos al mago de las Doloras los enamorados y los poetas...
Vino el duende que era embajador de la Dicha. Yo estaba ocupado en cosas inútiles, pero que me placían momentáneamente...
—Ven luego —le dije.
Y mi vida, desde entonces, ha transcurrido aguardando desesperadamente al emisario, que no se ha vuelto a presentar jamás.
¿No proclamo yo la amistad para los perros? ¿Por qué no la he de expresar también para los hombres? ¿Que los hombres son éticamente inferiores? ¡Acaso el alacrán es responsable de su veneno!
El Sol tiene sus ateos, que no son los ciegos; y la Belleza también, que no son los tullidos; y la Probidad también, que son los ladrones. Pero la uva fermentada tiene por adversarios a todos los que han necesidad de un poco de locura para no ser confundidos, salvo en lo morfológico, con las bestias más inferiores.
Prefiero el hambre al insomnio, porque prefiero la muerte a la locura. Yo sé que la demencia aguarda al otro extremo de las noches sin sueño y sin ensueño, al final de la negra carretera en que se pisa un polvo de cuenca hullera, en que el aire se solidifica, en que el silencio se oye y en que la pesadilla ocupa la plaza del pensamiento.
¡Para qué seguir, para qué insistir! Ya no lucho; me dejo llevar y traer por los acontecimientos. Hombres y cosas me han hecho traición, o no han acudido a mi cita. Me sería difícil decir un solo nombre de mortal que se haya sentido hermano mío. Me puedo creer en una sociedad de lobos. Llevo en todo mi cuerpo las cicatrices de sus dentelladas y oigo maullidos cuando reconcentro mi espíritu para evocar recuerdos.
Nada, nada.
¿Por qué no habría de irme?
La enorme constelación de la vieja Roma parecía definitivamente formada: después de Dante, ¿quién? Las entrañas de la vida debían mostrarse allí estériles, luego de su enorme fecundidad histórica. Y yo digo: Más allá del Infierno y de las visiones del hombre que en Florencia vivió, viajero siniestro y glorioso del Averno, ¿qué de magníficamente ubérrimo podría surgir? Las mamas están ya exhaustas. Sanas, sin embargo, las entrañas de la madre, vino D'Annunzio sonando su clarín de oro, que anuncia la inmortalidad del alma latina y su insenescente aletear moral sobre todos los pueblos.
DE MI ICONOGRAFÍA
Julio Burell
Ése, a pesar de su edad todavía moza, es el gran Condestable de la Prensa española. Yo lo veo a jineta sobre un potro jerezano, aplastar las lindes de los arrayanes malos y feos que eran la gloria del antiguo periodismo, y luego, enhiesto sobre los estribos, señalar como una estatua ecuestre, plantado en mitad del intelectualismo verbal, la orientación definitiva de todos. Pienso en el gran escritor que es. Pienso en el gran hombre mundano que es, en nuestra vida corta, en nuestro pasado lleno de lodos asoleados por vanaglorias, en nuestro porvenir brumoso...
Julio Burell, es, en nuestro lóbrego episodio de ahora, el gran festejador, el gran anfitrión de gestos y vocablos. Yo me figuro que él lo sabe todo, y, por consiguiente, que él lo teme y lo espera todo.
¡Deber más rudimentario que el de exclamar «¡Gracias!» ante los faustos mentales a que nos convida!
Balzac ha sido el único historiador posible de ciertos magnos acontecimientos individuales, el exclusivo psicólogo de ciertas especiales genealogías de almas. Para narrar la vida de los mediocres basta con poseer una visualidad mediocre; para levantar en colosal hacinamiento de sillares la vida apasionada de los férvidos amantes, de los inventores de sistemas, de los manipuladores de chispas estelares, se hace preciso llevar en el cerebro un poco de la fuerza que regula la armonía de los mundos.
Ninguna cristalización definitiva de la armonía de vivir ha cuajado jamás entre brumas y heladas. Diríase que el progreso tiene necesidad de sol para alentar. Egipto, Grecia, Roma, las lejanías gloriosas de la Historia.
Del Báltico, del mar del Norte, yo no conozco sino los bajeles piratas de los normandos. Mientras que el fecundo Mediterráneo es la ancha carretera semoviente, vía del Triunfo, donde el Dios ha mostrado muchas veces la faz amable que hace a los hombres buenos y dulce, como un panal, la vida. Para escribir un libro de rezos a la civilización habrá que titularlo El Mediterráneo.
Vengo de darme un gran atracón de bazofia cerebral, porque acabo de leer lo más granado de la Prensa madrileña. Casas de vecindad de todas las ideas plebeyas, cuando no de lenocinio. Hablan de Romero, de Gamazo, de Weyler y hasta de D. Alberto Aguilera, como si esos hombres existieran positivamente, como si fueran otra cosa que los fantasmas vocingleros y a veces trágicos de este minuto siniestro de la Historia.
Sagasta murió ayer y ya se habla de consagrar su genio y sus hazañas con mármoles puros, con victoriosos bronces...
Inquiero sus méritos, y ni sus más entusiastas amigos saben responderme. Era un hombre muy simpático, dicen. Los mismos periódicos que se llaman liberales, bazares de orfebrería barata en que los adjetivos rimbombantes tienen lugar, han dicho de él que, como orador, era pedestre; que, como político, era un kaid a lo moruno, cuyo eterno recurso consistía en aplazar la solución de todos los asuntos para el día siguiente; que el estadista, por último, fue... desgraciado. ¡El cínico eufemismo! Pero se curan de añadir que el hombre fue bueno. Sí, sin duda; bueno para los deudos.
Los extranjeros, conocedores de nuestra Historia, buscan, al llegar a Madrid, las estatuas, por ejemplo de Cisneros, que hizo la nacionalidad; la de los conquistadores de América, que la alargaron; la de los hombres de Carlos III y aun la de este mismo rey, que la consolidaron. Hallan, en cambio, las de unos cuantos generales ecuestres, por quienes los límites del hogar patrio no han tenido una sola pulgada de expansión, y la del horrible Cánovas, que nos emblanqueció la sangre y nos royó la cal de nuestros huesos con su letal eclecticismo. Dentro de poco se inaugurará, en el más soleado emplazamiento del Retiro, un monumento colosal a la memoria de ese pobre Alfonso XII...
Señor: ¿hasta cuándo?
Los hombres del Poder no se contentan con disponer a su antojo de nuestra bolsa, de nuestro hogar, de nuestra libertad y de nuestra vida. Porque son accionistas de esa fábrica de podre que se llama la Gaceta, creen serlo también, ¡insensatos!, de esa otra cosa tan distinta que se llama la gloria. Y firman credenciales de inmortalidad, como si se tratara de expedientes de un negociado cualquiera de Gobernación o Hacienda. Pero no cuentan con el porvenir ni con la Historia. Con el porvenir que levantará picotas sobre muchos pedestales contemporáneos; con la Historia, que condenará los mismos rasgos glorificados por mármoles y bronces, a la eternidad del ridículo o de la infamia.
¡Triste idea la que formarán de nosotros los hombres del mañana, las generaciones por cuyo buen vivir la vida de algunos pensadores contemporáneos es un calvario eterno! ¡Cómo! —se dirán—. ¿España no ha producido en el transcurso de media centuria sino esos dos homúnculos funestos: Cánovas y Sagasta? ¡Ni un sabio, ni un pensador, ni un filántropo, ni un artista, ni un hombre de acción siquiera que lanzara sus maldiciones, en formas explosivas, sobre la colosal podredumbre!
Y es lo más triste del caso que quizás llevarán razón.
En una sola calle de París, en el boulevard Saint-Germain, hay cuatro estatuas levantadas a otros tantos gloriosos sacerdotes del Bien humano: a Chappé, que inventó el telégrafo aéreo; a Broca, que asentó sobre sillares la Antropología moderna; a Danton, que, siendo un titán, no consintió jamás en dejar de ser un hombre; a Esteban Dolet, que lanzó sobre la feraz alma de París la simiente de la Reforma... Pero ¡la estatua de Morny, la estatua de Ollivier, las estatuas de los hombres del desastre! ¡No, no hubiera Francia nombrado a Banzaine ministro de la Guerra, como compensación a sus tristezas de Metz!.
Y siga la broma, y siga la sacrílega, ¡pero cuán torpe!, falsificación de la Historia.
¡Que no me haya sido dado habitar cavernas! Más tranquilo viviría que en el interior de las ciudades.
Anteayer fui víctima de una expoliación, de un robo, en pleno Madrid, a las cuatro de la tarde. Un hombre que sabía los horrores de mi situación y que yo había concluido una comedia cuya representación se disputaban dos teatros de Madrid, me ofreció por la propiedad absoluta de mi trabajo (¿se puede decir que no al sayón que ofrece contra un gesto de amabilidad un momento de descanso?) treinta monedas del mismo tipo monetario de las que tentaron a Judas para consumar su inmortal infamia; treinta monedas que yo acepté con ansia, con asco.
Hoy me siento pobre de solemnidad. No llevo sino calderilla, cuartos sueltos en la mollera. Espantado de mi penuria, me he golpeado en el cráneo para ver si sonaba a hueco, y nada, mi confusión ha sido aún mayor al notar que sonaba exactamente igual que el de otro imbécil cualquiera.
Va ya para un mes que, al pasar por la calle de la Manzana, un amontonamiento confuso de muebles y de trapos, hacinados en mitad del arroyo por manos trémulas que trataron, sin duda, de contener el desastre, me hicieron repentina y vagamente pensar en el rayo, en la inundación, en el vendaval, en cualquiera de los gestos sañudos con que las fuerzas flagelan al hombre desde el pálido alborear de las edades; sólo que, percatado, al fin, de la realidad, vi que aquello, aquel catafalco de miseria, no era por ejemplo, lo que se había podido salvar de un incendio o de un temblor de tierra, sino los restos de un desahucio, lo que quedaba de un hogar ido a pique por insanas codicias de los hombres y reprensibles crueldades de la Ley... Entonces, a presencia del gran mal, de aquel triste e infructuoso daño, el decir de Lucrecio, lúgubre como una sentencia aniquiladora, se me vino a las mientes, armado de garras:
«Si los dioses existen, se bastan a sí mismos y gozan tranquilamente de su inmortalidad sin acordarse de nosotros...»
Volví a pasar, hace pocos días, por la misma calle, y aún continuaban esparcidos, como en una playa los restos de aquel naufragio.
Un hombre de uniforme policíaco y facha de aburrimiento, grave, sin embargo, y armipotente, con espada al cinto y revólver a la cintura, los custodiaba contra posibles piraterías de vecinos y viandantes. La ley tiene sus bondades...
Me sentí penetrado de piedad y de ira, tan presto a la maldición como a la lágrima. Dos semanas de nuestra vida normal, dos años o dos siglos, dos eternidades de tiempo para quien vive en períodos equinocciales, hacía ya que aquellos trastos cubrían el hosco empedrado de la calle, y nadie había tenido la misericordia o el poder de recogerlos. ¡Ah, las mujeres que lean esto sí que me comprenderán! Los muebles hablan, y mientras más viejos, mejor; los muebles tienen alma, saben historias, dicen decires, conocen cronologías íntimas del pasado, colaboran en nuestras empresas de amores y de odios, forman parte de la familia, han sido clementes para la debilidad del anciano y del niño, han amorosamente auxiliado al guerreador en sus amargos trances de fatiga, viven, que por eso mueren también, y completan magníficamente nuestra fisonomía.
Una cama no sólo es un armazón de hierros o madera, sino un altar también. ¡Y cuántas veces un trono! Ese viejo sofá, lo que un grupo de palmeras en el desierto a la hora plúmbea del sesteo; ese cuadro de la Virgen, un eterno refugio para el duelo; el retrato del hijo, una promesa viva de inmortalidad, y esos libros amontonados, con su aspecto inerte de cosas que fueron, cosas que son, cosas que son perennemente, verbos imperiales, sustantivos que son de carne y hueso, lujosos adjetivos, adverbios ágiles como articulaciones, vocablos enhiestos y altivos como luchadores dispuestos a la pelea...
Pues todo eso quedó el otro día deshecho, disuelto, en medio del arroyo de la calle de la Manzana, por sentencia de un juez y apremios de un amo: el tálamo, el retrato, el libro, como si un maldito principio de destrucción se mezclara, ¡pero con cuánta frecuencia!, al oxígeno y al nitrógeno de nuestro aire cotidiano, enloqueciendo los cerebros y petrificando los corazones; todo eso quedó deshecho y disuelto en mitad de la urbe civilizada y cristiana, mientras que los pajarillos del campo padecen la incertidumbre de no saber qué sitio elegir para construir sus nidos, a fuerza de tantos y tantos con que les brinda la ubérrima madre tierra. Y que las fieras reposan amodorradas y satisfechas en sus sendos cubiles.
Pido a Dios, si lo hay, tres cosas; y si no quisiera concederme sino una, le pediría Fe. Fe, aunque me obligaran a vivir en un estercolero; Fe, aunque los gusanos destruyeran mi cuerpo en vida; Fe, aunque los hombres me escupieran en la cara al encontrarme por la calle; Fe, aunque mi cuerpo fuera patria de la enfermedad y mi alma corte de la idiotez; Fe, Fe, Fe. Fe en Dios; Fe en su justicia infinita; Fe en la tierra y en el cielo.
El espectáculo de mi madre determina este deliquio; de mi madre hemipléjica; de mi madre clavada en un sillón y no pudiendo realizar movimiento alguno voluntario; de mi madre, tres veces santa —santa, santa, santa—, viviendo en un infierno y sonriendo a la vida con la sonrisa luminosa de los bienaventurados.
Ved el boceto de un hombre que anoche fue el protagonista de mi sueño:
—Tenía treinta años, y un jardín y una novia; tenía un gran montón de monedas argentinas de renta todos los años; y una yegua blanca que sabía de cosas de la Arabia y que relinchaba de placer cuando su amo, al montarla, le enlazaba, como en un abrazo, los flancos con las piernas, y un perro también, dócil y feroz, que expresaba inefables sentimientos con su cola rítmica, gran parladora de ternuras. Tenía también, plantado por él, un frondoso árbol que daba mieles y arpegios en sus ramas cuando la sazón de amor venía..., y amigos, quizás, que la juventud y el poder atraen..., y una lanza en la mano para ahuyentar los maleficios y los sueños..., y un trueno en la boca y un beso en la boca para comentar la vida en sus dos contradictorios aspectos del Bien y del Mal, tan viejos como el mundo.
La nota del día es la voluntad que se supone a Grecia de interceder cerca de las potencias en favor de la independencia de Macedonia.
Es maravilloso lo que ocurre con las resurrecciones en la Historia... Al mentar a Grecia, olvidamos la Geografía contemporánea y parece como si en vez de nombrar al pasado se invocara al porvenir.
Subir y bajar. Tal parece ser la fórmula de nuestro destino. Ya estamos otra vez en la cúspide de un año, en lo alto de la montaña. Volviendo la vista atrás se abarca, en multitud informe, los hechos todos que llenaron el año recién fenecido; unos, los más anónimos, y oscuros, propios de la fosa común; otros, los menos, diamantinos y refulgentes, dignos de mausoleos ornados con los graves epitafios de la Historia...
Algún periodista ha querido rellenar la oquedad de sus columnas con bloques de fechas y de nombres referentes a 1903, que, ni aun animados por el recuerdo, tienen la consistencia de la vida. La vida no es ayer, a menos que elijamos nuestros camaradas entre los muertos. La vida es el minuto que se vive, y todo comentario a lo que pasó deja en la mente sabor de necrología.
Por eso desde lo alto de la montaña yo saludo en 1904 al porvenir, a las generaciones verticales y nuevas, a las que todavía postradas luchan en los limbos de lo desconocido por surgir a la vida, a las nuevas ideas, a las futuras batallas, a todo lo que no es y será, a las misteriosas alquimias en que se forjan los troqueles de lo futuro...
¡Y paz a los muertos!
Hoy cumple años la muerte de Verlaine, y pienso en él, en aquel gran pedazo de mi vida que la eternidad tragó y que no volverá a resurgir si no en mis recuerdos.
Ciertos hechos coetáneos de su muerte los recuerdo como si fueran de ayer... Aquel día del mes de enero era llorón y triste, y desde la cama lo sentía yo transcurrir, ansiando su fenecer. De pronto, el dueño del hotel donde me hospedaba, un Mr. Robert, que había sido próvido para la penuria y paciente para los arrebatos nerviosos de Verlaine, entró en mi cuarto sin anunciarse.
—Mme. Krantz me ha enviado aviso de que Verlaine está expirando. ¿Quiere usted acompañarme?
Mme. Krantz fue la postrera mujer íntima del poeta.
Ya había muerto Verlaine cuando llegamos a su último refugio mortal, al otro lado de la montaña Santa Genoveva, en la rue Descartes.
¡La infecta calle y el triste fin de aquel misérrimo soberano!
Al besarlo en la frente, la noté tibia aún. Madame Krantz me confirmó, en efecto, que aquella caparazón inerte, aquellos despojos, habían sido todavía un hombre, muy pocos momentos antes...
Mendès el divino, que llegó en aquella sazón, expresó maravillosamente lo que por mi ser se difundió al tocar —¡Dios sabe con qué piadosa emoción!— mis labios la frente aquella.
Dijo: «Un amigo se inclina y lo besa en la frente. Yo estrecho la mano del muerto, una mano pequeñita, muy pálida, un poco encogida y tibia aún, como si en ella quedara todavía amistad...»
La habitación estaba casi a oscuras. Alguien aviva la luz que arde sobre una cómoda, un pobre quinqué de bazar barato, que es la única nota viva de la estancia, con su pantalla roja de papel rizado.
Poco a poco, y a medida que van recibiendo la noticia, acuden los amigos ilustres o desconocidos del glorioso muerto: Mallarmé, Coppée, Lepelletier, otros. Mallarmé, faunesco y sacerdotal, se mostraba inconsolable, no tanto, sin embargo, como Mendès, que no podía contener las lágrimas...
Montesquieu Fézensac, poeta y conde, lucía su pena como un diplomático turco sus condecoraciones.
Mallarmé habló y dijo:
«Sí; Paul Verlaine fue un gran poeta. La poesía, que era rica hasta la erudición en la época en que Verlaine apareció, fue enriquecida por él y templada en el más melodioso manantial que haya jamás existido. Como se sigue el curso de un arroyuelo, así Verlaine siguió a su alma, un alma primitiva e ingenua, arrojando lo inútil y lo excesivo del saber de nuestro tiempo. Sólo que, aunque admirablemente sencilla, su poesía hace a cada instante comprender —por un signo, por un rasgo, por un nada— que, si quisiera, podría desenvolverse en toda su magnificencia orquestal. Lo amaba también a pesar de nuestras diferencias. Cuantas veces he ido a visitarlo en las distintas estaciones de su calvario físico, nuestros paseos a través de los jardines dolientes se animaban con sus tiradas de frases, sus exclusivos monólogos. Era, en efecto, un admirable soliloquista, siempre dispuesto a hacer su odelette; pero sin la afectuosa intención de establecer corriente con su interlocutor. Nunca he sentido cerca de él el contacto anímico. Lo amaba, sin embargo. A menudo me inducía a establecer ciertas comparaciones entre él y el exquisito Villiers. En cuanto a admirarlo, siempre lo he hecho, sin ninguna suerte de reservas...»
Y como Mallarmé, todos, en ardientes frases de consagración que se estamparon al día siguiente en los periódicos Aquel hombre yacente fue grande, con la doble grandeza del genio y del dolor. ¡Oh, el triste!
Me place evocar su recuerdo en este día verleniano en que sólo me siento acompañado por el dolor...
¡Este pobre dietario! ¡Cuántos días sin manchar de negro una sola página! Durante ellos, ¡qué sé yo! Ha llovido fuego del cielo sobre mi cabeza; he empeñado mis muebles para que no me expulsen de la casa; he sufrido hambre de pan y sed de justicia; me he sentido positivamente morir, sin acabar de fenecer nunca...
Ya no pido sino sueño. Quiero dormir. Dormir.
Un periódico de París publicó recientemente una colección de cartas inéditas, firmadas por ese buen M. Cavaignac, que, aún antes de su estrepitosa descalificación parlamentaria, se me antojó siempre como el hombre más representativo del fariseísmo político en Francia: el crimen que cometió, sin sanción penal posible dentro de los actuales organismos jurídicos, durante su paso por el ministerio de la Guerra, contra la Verdad, contra la Justicia, contra el Honor, y, en último término, contra aquella desventurada familia Dreyfus, está todavía presente en la memoria de todos. Y ese recuerdo, esos recuerdos me invitan con grave amonestación, que tiene categoría de apercibimiento del deber, a dejar aquí estampado mi voto y mi sello candente contra los hombres que hacen de la austeridad, de la honradez y de la consecuencia motivos de simonía, y que, profesionales de la virtud, viviendo de eso como de una profesión, de un oficio, haciéndose inscribir en los libros de demografía, en las hojas del Censo nacional, con la exclusiva calificación de honrados, evocan, con el rigorismo de un fenómeno meteorológico, ante los que los conocen, el espantable decir de De Mestres: «Jamás he mirado en el alma de un tunante; pero con frecuencia lo he hecho en la de un hombre honrado, y me ha producido horror».
Yo conocí a ese mísero Cavaignac en uno de los minutos culminantes de mi andariega vida. Cenceño, ojizaino, atrabiliario, me pareció odioso. Cavaignac es —me dijeron—, por la pureza de su vida, por su abolengo de virtud, el más grande prestigio moral de la República francesa. Miradlo bien; es un cuákero. No tiene queridas; no fuma; ignora la gloriosa mitología de Hélade, la sin par; desconoce a la diosa Afrodita y al divino Dionisos por no macularse el espíritu con salacidades más o menos poéticas. Miradlo bien —insistían—: es el gran tipo del ciudadano moderno. Pertenece a una vieja familia de hugonotes, rigurosa y austera; su padre fue general y presidente; su madre, una Hermana de la Caridad laica. No fuma siquiera, os digo. Se desayuna invariablemente con los Mandamientos de la Ley de Dios; almuerza una copiosa ración de máximas morales, bien expurgadas de herejías, y todas las noches de su vida cena una buena colación de dichos y versículos evangélicos. Ese hombre será nuestro presidente, como es ya el primero de los ciudadanos, cuando a bien lo tenga.
Ese hombre puro no fue ya el presidente cuando a bien lo tuvo, y no lo fue porque la Cámara, hirviente de ira, lo declaró, un día magno, el último de los hombres.
Pues bien: ese tal era un abstemio, era un austero, como lo son entre nosotros tantos hombres públicos, como lo era en Inglaterra Parnell, como lo era en Italia Crispí, como a la hora de ahora continúa siéndolo en Francia el Sr. Méline, y ya sabéis la ponzoña que esos hombres guardaban en sus entrañas.
Sepulcros blanqueados los llamó Cristo.
Sí, sepulcros blanqueados, indiferentes por fuera, sórdidos por dentro, sólo conmovidos por el hervor de las más nauseabundas fermentaciones.
Pasa el cortejo de mujeres ante mí, pasa el cortejo de mujeres ante mis fantasías de vida mejor, de un mundo material nuevo. Libélulas, hadas, esculturas ingrávidas de la ilusión, allá van y aquí vienen en sus danzas penetrantes. Pero nada. Enamorado momentáneamente del brillo de sus ojos, del arrebol de sus labios, del matiz de sus mejillas, se me antojan las bellas y eternas mujeres que, como dijo Proudhon, «son la condenación del justo».
Allá va la bella teoría de mujeres...
Nieva...
Yo no quiero conturbar mi espíritu con horrendas visiones de miseria. Nieva...
Yo no quiero pensar en el niño huérfano, en la mujer viuda, en los pueblos hambrientos, en las lúgubres sentencias del destino.
Nieva... Y para cohonestar mi melancolía, doime a pensar en todas las alburas que hacen soportable la jornada: en el azahar, en el nardo, en los vellones de las ovejas recién paridas, en los esplendores níveos de ciertas arquitecturas del cielo...
La sinfonía «en blanco mayor» de Gautier me deja indiferente.
La nieve no deja ver los hondos horizontes, y es sabido que todas las lejanías soberanamente bellas son azules: la montaña, el mar, el cielo... En mis lutos, yo me plazco viviendo en lo azul, y en él me envuelvo, y de él me lleno y me embriago, y no se me aparece la muerte fea si el sudario que como una atmósfera invisible ha de cubrir mi cuerpo es azul, azul como la montaña y el mar y el cielo, azul como todas las lejanías hermosas de la vida.
No puedo seguir la marcha adelante en mis ansias de rectificación social. Andar a marchas forzadas por los atajos de la Ideología, tan abruptos, me place. Yo he colocado mi tienda de campaña del ideal allí donde quizás ninguna mente humana haya llegado todavía. Pero más allá veo el Polo, el extremo ártico de las ideas. ¿Para qué seguir engañando a la pobre gente ansiosa de Sol?
En mi escarnio físico, ciego, loco, yo pienso, sin invocar antecesiones gloriosas, que el estado natural de los hombres que ofrecen su alma en holocausto a la humanidad es el de una rebelde resignación, el de una bomba de dinamita que sólo aguarda que la muevan para estallar...
Un amigo mío me contó ayer la historia que sigue:
—Ya hacía algunos años, tres o cuatro cuando menos, de eso; pera la impresión, perdurable como la cicatriz de un ácido sobre la carne, que el crimen produjo, no se había borrado de la memoria popular, que en sus momentos de erección aún proseguía comentando el hecho sangriento, narrándolo, fisgándolo en todos sus aspectos, ni más ni menos y con el mismo rigor de análisis que si aquel asesinato vulgar, cuya entraña creadora fue el robo, constituyera uno de los estremecimientos decisivos de la Historia.
Yacen archivados (¡cuánto papel inútil y pringoso hemos de legar— ¡mala herencia!— a los futuros tiempos!) los innumerables folios de que consta la causa, o la Causa, como decían sus comentadores, abriendo mucho la boca, en la Audiencia de X, allá por la parte baja de nuestra tierra.
Los vi, los tuve en mis manos. Los tuve en mis manos y ante mis ojos, y todavía me sigo preguntando por qué gastarían tanto papel, tanta tinta y tanto tiempo los escribas de la ley escrita en el arduo menester de no decir nada.
La gente del pueblo donde ocurrió el hecho sabía más; su lenguaje, robusto y coloreado, era también mejor. En sustancia: la gacetilla dramática de que vengo hablando fue como sigue:
Pedro Castiñeira era honrado y diligente. Fue un ser vertical que no se acostaba de noche y velaba todo el día. Emigró de su Galicia en busca del codiciado vellón áureo; y luego de luchar mucho, mucho, había vencido. ¿A costa de qué, a costa de cuánto? Toda su juventud, muerta de consunción, la dejó tendida en el camino.
Fue rico, y, cuando llegó a la riqueza, pensó que más allá de Andalucía y de la Mancha, y de Castilla y de las montañas de León, hacia el lado del corazón, estaba Galicia, la amable, la tierna, la muy amada, su tierra rubia, su país-cuna, cielo en el suelo, estrella de los caminantes, consuelo de los afligidos...
Y aquel ser perennemente vertical cayó de rodillas como un místico para gozar de la potente visión de amor que en sus ansias evocara...
¡Qué gloria! Pues en su caso lo encontraron muerto la víspera misma del día señalado para su marcha, no de una congestión de ensueños, como verosímilmente podía imaginarse, sino de mano aleve y rapaz, que así mata como despoja.
¡Risueño pueblecito blanco de Andalucía donde Caín una vez más recibió caliente ofrenda de sus herederos!
Alborotóse el pueblo; hiriéronse tozudas investigaciones; la Prensa de la capital grabó el suceso con el punzón de hierro del folletín dramático; un juez, un secretario, un escribano y varios alguaciles recorrieron a modo de poseídos todo el término municipal, esparciendo como una semilla mórbida la alarma en los hogares transparentes y el malestar en los cubiles tenebrosos. Practicáronse registros, detenciones, y, al cabo de seis meses..., ¡el sol continuó luciendo en los altos cielos, tan lejanos; el muerto, pudriéndose en su fosa, y la moral humana, hollada en la soleada carretera del pueblo aquel, irreparablemente!
Juan de Dios Alcántara, el inseparable amigo del muerto, llevó su luto a extremos de dolor soberanamente antiguos, clásicos podría decirse. Como Artemisa a su esposo, hizo elevar, aunque con mayor desinterés que la famosa reina de Halicarnaso, un fastuoso mausoleo a su amigo, y de allí en adelante el pueblo aquel figuró altaneramente en las Guías regionales, no tanto por el esplendor de su vega, como por la suntuosidad del monumento consagrado a perpetuar la memoria de Pedro Castiñeira. ¡El cuitadiño!
No paró en esto la necrolatría de Juan de Dios. Salió del pueblo muy pocos días después del sepelio de su amigo, al notarse débil como un niño para resistir la visión de aquellos lugares, en los que no había una sola piedra que no le recordara al muerto amado; vivió muy cerca de dos años en lejanías tan misteriosas, que ningún coterráneo suyo llegó imaginativamente a barruntar siquiera; envió desde allí gruesas mandas para aplicarlas a misas en sufragio de la inolvidable alma fraterna; cedió porción considerable de un premio que dijo haber alcanzado a la lotería, para que fuera distribuida entre los pobres de la comarca... Y cuando volvió a la tierra natal, los surcos de su cara, la ostentación macabra de los pómulos y las hondas fosas de donde el mirar surgía revelaban, con la claridad de un libro abierto, que para aquel desdichado los meses, y aun las horas, tenían equivalencias de tiempo enormes; que llevaba una carcoma irrectificable y mortal en el sitio del corazón y de la vida; que se hundía; que se derruía; que era el «muerto que está en pie» de la famosa rima becqueriana.
¡Daba lástima!
Se había entregado a la bebida y a la crápula; quería olvidar, decía. Y una tarde en que, para sofocar añoranzas (la tarde tan codiciable de vivir, que era un encanto; el hombre aquel tan ansioso de morir, que era un espanto), bebía y bebía inmensurablemente, con el traqueteo mecánico y tenaz con que se respira, un amigo mío tan experimentado en penas que sabía, mejor que cantarlas, contarlas con la guitarra, me convidó a la gloria de escucharlo, y, ya en el interior de aquella especie de mesón o venta de la carretera, invitamos al tétrico bebedor a que se nos uniera, que él, viudo de una amistad, y nosotros, ¡de tantos amores sepultados!, no formábamos mal trío para comentar entre sorbos de uva fermentada y sollozos de cuerdas musicales hábilmente tañidas, el viejo tema del dolor.
A los primeros acordes del instrumento el hombre comenzó a descomponerse; luego llegó un momento en que, azotado y acariciado alternativamente, vencido y sojuzgado, ¡al fin! por el llantear humano de la guitarra, como un caso de hipnosis, su borrachez principió a fundirse en lágrimas, y cuando, algunos momentos después —¡quién siente el transcurrir del tiempo cuando las sienes crujen y el pulso es tempestad!—, el mago de la guitarra, inclinándose a mi oído, en aquel instante pasional de mi vida, me dijo, confirmando yo no sé qué vagas pero tremendas sospechas que me arañaban los sesos: «Voy a tocar la muñeira, un aire gallego cualquiera, porque creo que es él...» Ya la confesión se asomaba trémula en los labios del miserable...
—¡Basta! —gritaba retorciéndose... Y jamás el símil retórico de la sangre se ha adaptado tan maravillosamente a una escena, porque eran borbotones de sangre estas palabras al salir de sus fauces—. ¡Me arrancáis las entrañas...!
Hasta que, de pronto, y ya de pie, no como quien reta, sino como quien se rinde, fue su última bocanada:
—Sí, sí; ¡yo he sido!
Así me dijo mi amigo en una tarde de otoño, envueltos por el Sol.
Pienso, mientras la nieve cae, en el tremendo drama de Chicago. Una espesa muchedumbre que se disponía a gozar pereció en él.
Celebran los anglosajones con mayores boatos profanos que los católicos las fiestas del Christmas. La Nochebuena en Inglaterra y en los Estados Unidos pone de pie, ante las memorias menos nutridas de lecturas clásicas, el recuerdo de Heliogábalo y de las viejas saturnales y dionisíacas.
La imagen del Nazareno queda oculta con un velo de olvido durante esas fiestas de Navidad, y Pantagruel oficia sobre los lomos del puerco cebón que inficionó de roña a la antigüedad pagana...
Imposible formarse idea del fragor de esas lupercales sin haberlas visto. Y una de ellas eligió S. M. la Muerte el otro día en Chicago para hartarse de gozar, más y mejor que en un campo de batalla: un teatro entero, vasto, puesto que era americano, ardió como una pira, con todos sus espectadores dentro. La horrible y espléndida visión de una colosal hoguera, en la que el combustible principal era la carne humana. Más de cien espectadores perecieron; más de trescientos quedaron gravemente lesionados.
Era el fuego en cólera uno de los más bellos, aunque pavorosos paisajes, con que el mal azar nos brinda de cuando en cuando...
Diciembre se va. Diciembre se ha ido. ¿A qué diezmillonésima parte de segundo corresponderán, en sus relaciones numéricas con la eternidad, los meses? A mí se me antojan, vistos desde el dintel que les da acceso, bosques duros de reconocer, sin una buena hacha... Por lo misteriosos, ¡tan sagrados vistos desde su comienzo! ¡Y tan profanos luego, cuando se los ha recorrido de una punta a otra!
El buril y el lápiz representan a diciembre siempre, siempre, bajo el aspecto de un viejo nivoso y crepuscular, que se desmorana como un edificio vetusto, señalado coléricamente por el índice destructor del Tiempo.
No lo veo yo así. Véolo, por el contrario, mocetón y erguido, desafiando a la vasta posteridad con su pecho velludo y ancho como la base de una montaña. Véolo también, buen papá, repartiendo entre los niños mimados de su prole (pienso en los que durante todo el año han hambre y sed) las sabrosas golosinas de Nochebuena.
¿Por qué viejo? Es tan perennemente joven que, puestos a multiplicar el infinito por sí mismo, todavía no llegaríamos a fijar la cifra de años que le restan al buen papá diciembre de reunir alrededor de su mesa a los niños mimados de su prole para regalarlos con los sabrosos azúcares de Nochebuena.
Ensartando ideas patricias y plebeyas que yo arrebaño, unas sacándolas de mis entrañas, otras recogiéndolas de en mitad del empedrado, formo joyeles con que magnificar tantos y tantos aspectos andrajosos de la vida, y llevo mi Paraíso en mí. Valga esto para disipar toda aprensión de retórica cuando afirmo que diciembre es un mes encantador...
Dos poetas, uno florentino del siglo XVI, que Dios hizo nacer cabe el jardín de las Galias en la pasada centuria, para alegría eterna de los hombres, y otro que, a pesar de los convencionalismos del tiempo, es un ateniense contemporáneo de Pericles, aunque nacido en la Pampa americana, Teófilo Gautier y Rubén Darío, para llamarlos por sus nombres alados y áureos, han cantado la magnificencia del nardo, de la nieve, del mármol y de la nube, lo sagrado del blanco, en estrofas tan ingentes que ya nadie podrá hablar de alburas sin temor de emporcarlas con su pobre aliento humano.
Y blanca es la vestidura del mes de diciembre. Blanca como los nardos, como las nubes y como el mármol. Blanca como la nieve. Pero ¿dónde está el divino Théo que sepa gloriarla?
Otro aspecto —faceta sería mejor— poético del mes de diciembre es el de su representación cristiana.
Pertenezco a la escuela crítica de los que afirman que la Leyenda vale más y es más verdadera que la Historia. Los personajes de Homero son más vivaces que la gran mayoría de nuestra generación ambiente. Los conozco mejor, son más reales. Ulises es de mayor evidencia que X y que B, nuestros colaboradores en el placer y en el tormento. Y en diciembre la Leyenda de Bethlehem llega a revestir las proporciones y la plástica en todos los espíritus de una catedral de alabastro completamente iluminada, reluciente como un ascua de oro y abierta de par en par a todos los amores religiosos.
Yo he conocido a Noël, al viejo Noël, al barbudo Noël, en muchas partes del mundo. Le siguen por doquiera los muchachos, porque es bueno y va cargado de golosinas. Lleva a Inglaterra un pudding grande como pirámide egipcia; a Francia, un budín con el que se podría rodear la curva del planeta, y a España, turrones y villancicos, tales como éste, que es una de las galas de mi memoria:
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
Con sólo revisar a la ligera las páginas admirables que los Goncourt en su Journal han consagrado a la princesa Matilde podría escribirse un libro interesante que sirviera de contribución a la historia literaria de Francia en estos últimos treinta años... Yo diría, para expresar la muerte de la noble dama: «Es una musa menos.» Aquellas alamedas del parque de Saint-Gratien, familiares a los más elevados espíritus de la época, hacen soñar con los jardines clásicos, en los que, bajo las frondosidades de adelfas y naranjos, Platón departía para la inmortalidad y Aristóteles dotaba de una nueva fuerza moral al mundo, Renán, Taine, Sainte-Beuve, Théo el divino, Gustavo Flaubert, eran los familiares consuetudinarios de la gran mujer que acaba de morir.
Si hubiera sido emperatriz de Francia, como diz que estuvo un momento en su destino, la historia del mundo en estos últimos tiempos hubiera afectado otra fisonomía, y París tendría derecho a hacerse llamar Atenas...
Bogamos con afán. Pero ¿dónde está el puerto?
Leo: «11 de febrero de 1873.—Proclamación de la República en España.» Y quedo absorto al pensar, ante el apercibimiento categórico del almanaque, en lo que un pueblo animado de voluntad pudo haber hecho en treinta y un años de vida vertical y de combate; en las tristezas de ayer, en las indeterminaciones medrosas de mañana...
Durante ese tiempo, ¡qué sé yo!, ha muerto un rey sin dejar sucesión masculina conocida; se ha consumido una regencia de dieciséis años; hemos quedado reducidos a las angostas proporciones de nuestro viejo hogar; fuego del cielo ha llovido sobre nuestras cabezas, y la imagen de la regeneración aparece, cuando se evoca, no menos fría y lejana que esas estrellas del cielo que alumbran sin calentar... Ananké es una palabra que lo mismo se graba sobre el lomo de los hombres que de los pueblos.
Todo, dígase lo que se quiera, marca el estigma de nuestra delicuescencia: de seguir de este modo, pulposos e invertebrados, habrá aquí en este viejo hogar, simbolizado por castillos y leones, que arrojar sal, para que la vida no perdure ignominiosamente.
DE MI ICONOGRAFÍA
De cuantos hombres de treinta a cuarenta años con derecho al nombre propio figuran hoy en las letras francesas, ninguno tan amado de la gloria, allá desde la aurora de la vida, como Charles Morice, el noble y alto protagonista de estas líneas.
Hace quince años, en efecto, Morice era, por unánime sufragio de la juventud intelectual, el virrey de los barrios literarios de París; el rey se llamaba Paul Verlaine.
Y eso a tal extremo que, como yo era en aquella sazón el amigo inseparable de Morice, adquirí desde entonces el derecho de hablar de la gloria, aunque sólo la haya conocido de reflejo.
Los jóvenes de entonces iban preferentemente a los sitios frecuentados por Morice, y sus versos ungían con miel los labios que los cantaban. Era un efebo que llevaba sobre la frente la chispa de luz que deja como huella el beso de las Gracias. En lengua helénica daba gana de saludarlo. Y a su lado yo he visto positivamente muchas almas adolescentes estremecerse con algo —¡y tanto!— de emoción religiosa, como ante la presencia de un bello acontecimiento en marcha...
De eso hace ya muchos años, quince cuando menos, y Charles Morice, que nos había dado la flor, no ha querido regalarnos con el fruto de su espíritu. ¿Hastío prematuro, desdén aristocrático, afán y amor de egolátricos nirvanas, largos como una vida sin argumento? No figurarán ya en las antologías definitivas del porvenir los eurítmicos gestos de poeta. Y buscando consuelo para esa desdicha, evocó la frase de Durny, vertical y luciente como un faro: Lo hauteur du caractére peut se mesurer au mépris qu'on a de la popularité. O esta otra del profeta Ruskin: «Cuanto más se eleva un hombre, más ininteligible se hace para él la palabra vulgar.»
Morice se dio a conocer, allá por los años 85 u 86, en los cenáculos literarios del Barrio Latino. Paul Verlaine, con su diestra mano creadora, lo consagró poeta y le dedicó un soneto que era como una credencial de gloria. En aquellos días, el malogrado Léon Deschamps acababa de fundar el periódico La Plume, y con él unas reuniones semanales que tenían lugar los sábados en el subsuelo del café Le Soleil d'or.
Las muchachas del barrio nos traían la gracia temporal y los poetas, los músicos y los pintores, la gracia eterna.
Allí la embriaguez no se deformó nunca hasta la borrachera, ni se adulteró el amor con escrituras y contratos, ni la admiración aceptó mixturas con los ácidos de la envidia. Allí se vivía, se vivía plenamente, en el más holgado sentido del vocablo, y allí fue donde Morice, ciudadano de lo azul, proyectó el misterio de sus alas para volar por la magnificencia de sus sueños. Como tenía un horror de la publicidad aristocrático e intuitivo, no accedió, sino en muy contados episodios, a que fijaran sus versos los periódicos; pero nosotros nos los recitábamos unos a otros de memoria, y a esta forma de publicidad, propia de los ciclos heroicos, debió Morice, puede decirse que casi exclusivamente, los primitivos faustos de su nombre.
¡Aquellos hermosos días en los que, glosando un decir famoso de Flaubert, el sol, el mismo sol no tenía para nosotros otra razón de ser que la de dar lugar a la producción de un buen libro!
De entonces data la representación de Cherubin en uno de los teatros del Boulevard, obra que con Les uns et les autres, de Verlaine, fueron para los jóvenes simbolistas, en su brega contra la vetustez ambiente, como el nombre de dos batallas ganadas en la épica historia de una campaña...
Y Cherubin, que fue eso y más que eso en los días triunfales de su producción, suena en mis oídos de dentro con las tristezas de un epitafio, porque Cherubin marca la muerte de un poeta, aunque esa muerte haya ocurrido para dar lugar de nacimiento de un crítico a la manera de los prerrafaelistas ingleses. De allí a poco, en efecto, Morice, que había guardado su tesoro en versos bajo un triple cofre de hierro, lanzó al mundo su arrogante manifiesto La littérature de tout-á-l'heure, de cuyo libro ha dicho Zola, bajo la fe de Jules Huret, que tenía la seguridad de que algunos de sus capítulos, y muy especialmente el consagrado al estudio de la literatura francesa del siglo XVII, formarían parte, por su alta elevación moral y sus opulencias de estilo, de todas las antologías del porvenir. Zola, en aquellos días del Ventre de Paris y de L'Asommoir, era el enemigo.
¿Cabe mayor elogio?
Y desde entonces Morice se despojó ante el mundo, cuando menos en apariencia, porque el que ha sido poeta, lo es, de su regia túnica de vate, y se dedicó a la alta crítica desde la plataforma de las más vastas publicaciones. (Actualmente colabora con regularidad en el admirable Mercure de France.) Toda la vida transcurrió bajo su lente. Y se me ocurre a ese respecto, entre otros señalados triunfos suyos —y cuenta que Morice luce un desdén soberano por la política—, el de cierto artículo del Figaro, que originó un ruidoso debate en el Parlamento y la fractura —¡pero cómo!, ¡hecho añicos!— de uno de los dorados polichinelas que ostentaban en la pista política representación gubernativa más caracterizada.
¡Las notas que podría señalar aquí del hombre íntimo, si tal fuera mi propósito! No habría de querellarse por ello nadie, porque en Morice, ¡oh!, el hombre vale superlativamente más que su obra. Con su altanero perfil heráldico, que hace pensar en las cabezas de águila que ostentan los escudos de algunas naciones gloriosamente rapaces, Morice es un dominador que no ha querido extender sus conquistas más allá de la de su vastísimo mundo interior.
Manda en su yo como el hombre que escribe estas líneas dispone de su colección de pipas, por ejemplo, sólo que cuando Morice se apresta a ejercer acto de soberanía ¡tiene que habérselas con tigres y leones! Ningún hombre de letras me ha producido igual impresión de grandeza que este hombre. Y además, yo declaro que no puedo hablar serenamente de él, porque cuando lo nombro, puedo decir, evocando una frase célebre, que toda mi juventud se levanta y me habla...
Murió de hambre. Un hermano nuestro ha muerto de hambre, en Madrid, en pleno día, sobre el empedrado de la calle. Esta noticia es de ayer, pero lo mismo podría ser de la víspera, o de la antevíspera, o de hace un mes, o ciento. La fiera tiene su cubil y su ración de carne palpitante; pero hay en estas sociedades que se llaman a sí propias civilizadas hombres que carecen de un boquete bajo techado en que cobijarse y que, faltos de todo, se acuestan donde los perros vagabundos repugnarían hacerlo, y viven —mueren, ¿no sería mejor?— de lo que sería un detritus hasta para gusanos que surgen y se regodean en los cuerpos muertos. ¡Pobres transeúntes de la vida, consagrados reyes de la creación por decreto de la Historia Natural que enseñan en los colegios, y destituidos de cuantos derechos alcanzan a los micos!
Bueno: pues al día siguiente de celebrarse una fiesta de caridad por la aristocracia, un hombre en Madrid murió de hambre.
Mackinley and Napoleón. ¡Así se titula un folleto que acaba de llegar a mi poder, jaleado por todos los coros de la Prensa americana! Se establece en él una suerte de paralelismo entre Napoleón y Jonathan, que, si bien es cierto que sólo alcanza a lo físico, harto se barrunta que también quisiera el autor hacerlo transcender a lo moral, como si Santiago de Cuba tuviera algo de común con Marengo, o como si los soles de Cavite ofrecieran alguna relación con la alborada purpúrea de Austerlitz.
No; el presidente muerto no ofrece ninguna suerte de homologismos con el coloso que duerme su sueño de gloria en París bajo la cúpula de los Inválidos. El uno, el americano, era de Fenicia o de Cartago, y concluyó por hacer buena la vengadora frase de la Historia... Púnica fides... El otro, el francés, es de Roma, o, cambiando de términos, y en toda la extensión de la frase: el presidente era sajón; el Emperador, latino. ¿Similitudes entre ellos? Las que existan entre un esquimal y un indígena del Cabo...
En cambio, eso sí, vera efigie de Napoleón; pero sorprendente, extraordinaria, mirífica, es un cochero con quien hice conocimiento de visu hace algunos días. ¡Y de qué buena gana establecería aquí el paralelo entre Apolo dirigiendo el carro del Sol montado sobre el Zodiaco y mi buen automedonte pesetero!
Por línea materna —se podría jurar— no tiene parentesco alguno con los Ramollino, y en cuanto a sus descendientes del lado paterno, seguramente no han sabido de los Bonaparte sino el estruendo ensordecedor de esas cuatro sílabas victoriosas. De Córcega, es seguro, no conoce el buen auriga ni aun su posición geográfica en el mapa, e ignora totalmente la púrpura y el armiño. Es un cochero, digo. Pero ¡qué semejanza con el César! Al verlo me inmuté. Yo frecuento el estudio de las viejas palingenesias orientales, y aquel hombre se me apareció como un gran argumento. ¡Napoleón había resucitado ante mi vista! No el de Brienne, sino el de los cien días, un Napoleón crepuscular, espeso y fatigado, que de Augusto comenzara a degenerar en Augústulo. Me resistí a hablarle. No vive el hombre, tan sobrado de ilusiones que espontáneamente vaya en busca del desengaño a darle cara...
E involuntariamente, y con algo de escalofríos, pensé en la frase de Taine, referente al Moisés de Miguel Ángel: «¡Si resucitara, qué gesto, qué rugido de león!»
Pero como quiera que sea, la calle de Espoz y Mina, lugar donde ocurrió el fenómeno, se me antojó un instante el tablero de batalla de Ulm; la casa inexpresiva y burguesa de al lado, el palacio del Elíseo; un buen hombre cualquiera que acertó a pasar en aquel momento por aquella calle a horcajadas sobre un pacífico jumento, los formidables escuadrones de centauros, que obedecían, como una colosal y automática máquina de guerra, a las voces de mando de Ney, de Murat o de Lassalle, propias de los guerreros de Troya, narrados por Homero; y un carromato que transcurrió al paso hizo surgir vivos ante mis ojos los fastuosos séquitos de seda y oro que, como un reguero de fuego en el firmamento, iban en pos del emperador al volver de sus victorias.
Y a esto es a lo que yo quería venir a parar. A oponer la semejanza entre mi cochero y el gran corso eliseano, a lo que malos fisónomos quieren establecer entre el César moderno y el presidente ejecutado en Buffalo un día justiciero de la Historia...
No he escrito ni una línea y son ya las once de la mañana. Me aturde como un formidable redoble de tambores pensar la bárbara cantidad de tiempo que se gasta en no hacer nada. No hacer nada es una tarea llena de complicaciones. Hay libros y periódicos sobre la mesa; no leerlos. Hay conminaciones que hacer, cartas a que contestar; no abrirlas, no escribirlas, dejarlo para otro momento.
¡Labor odiosa de destrucción en que las generaciones y los mundos se agotan insensiblemente!
Es tarde, son las tres de la mañana y estoy rendido, como si viniera de recorrer a pie continentes enteros por entre faunas y floras desconocidas.
Y eso que vengo de muy cerca, de al lado; verdad también que de muy lejos, del otro extremo de mi espíritu: vengo de la Puerta del Sol, donde —«quizás ya demasiado tarde!»— he adquirido el convencimiento de que los hombres de mis señas personales somos extranjeros y extemporáneos, «una y otra calificación mortal» en la generación, entre, contra, en medio, a la cola o a la cabeza, de que formamos parte.
Me voy a la cama para ser, tendido —estoy harto de vivir de pie en la vida—, la estatua yacente de algo que gritara sistemáticamente, y como una fuerza irritada de la Naturaleza: «¡No! ¡No! ¡No!» a cuantas cosas transcurren y se realizan alrededor mío: mis pañales de ayer, mi camisa de fuerza de hoy, mi sudario negro de mañana.
DE MI ICONOGRAFÍA
Autorretrato
Un gran periódico que ha comenzado a publicarse en estos días, Alma Española, tiene la originalidad de pedirme una autobiografía para la sección que titula «Juventud triunfante». Un poco asombrado de que los periódicos se acuerden de mí para exaltarme, envío estas cuartillas:
«Yo soy el otro; quiero decir, alguien que no soy yo mismo. ¿Que esto es un galimatías?
Me explicaré. Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y, por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mí mismo.
Soy un hombre enamorado del vivir, y que ordinariamente está triste. Suenan campanas en mi interior llamando a la práctica de todos los cultos, y me muestro generalmente escéptico. Con frecuencia mis oraciones íntimas que, al salir de mi boca, revientan con estruendo.
Yo soy el otro.
En grave perplejidad me pondría quien me preguntara por la prosapia de mis ideas. Yo las cojo a brazadas como las flores un alquimista de perfumes, por todos los jardines de la ideología, y poco me importa el veneno de sus jugos si huelen bien y con el esplendor de sus tonos me sirven para alegrar la vida. Las ideas-rosas, las ideas-tulipanes, las ideas-magnolias las uso para decorar mis faustos interiores; pero no por eso reniego de cardos y ortigas, que me sirven por contraste para amar con mayores arrebatos las florescencias bellas de la vida.
Quiero al pueblo y odio a la democracia. ¿Habrá también galimatías en esto? Está visto que a cada instante he de volver sobre mis palabras para hializar su alcance. Pero yo he querido decir que no concibo en política sistema de gobierno tan absurdo como aquel que reposa sobre la mayoría, hecha bloque, de las ignorancias.
En los días de sol leo a Hobbes y a Schopenhauer, para no abrazar a toda la gente con quien me topo por las calles. Como un elemento químico circula entonces el amor por la sangre de mis venas. Y nada parece más fácil a mi mentalidad en tales días que abrazar entre mis brazos a la humanidad entera. Nacido en un país de brumas, en Inglaterra, yo sería malo quizás.
He nacido en Sevilla, va ya para cuarenta años, y me he criado en Málaga. Mis primeros tiempos de vida madrileña fueron estupendos de vulgaridad —¿por qué no he decirlo?— y de grandeza. Un día de invierno en que Pi y Margall me ungió con su diestra reverenda, concediéndome jerarquía intelectual, me quedé a dormir en el hueco de una escalera por no encontrar sitio menos agresivo en que cobijarme. Sé muchas cosas del país Miseria; pero creo que no habría de sentirme completamente extranjero viajando por las inmensidades estrelladas. Véome vestido con un ropón negro de orfandad cuando recuerdo aquel período; pero yo llevaba por dentro mis galas. Eso me basta para mitigar el horror de algunas rememoraciones...
En poco más de dos años publiqué, atropelladamente, seis libros, de entre los que recuerdo, sin mortales remordimientos: Crimen legal, Noche, Declaración de un vencido y La mujer de todo el mundo.
Luego mi vida transcurrió fuera de España —en París generalmente—, y a esa porción de tiempo corresponden los bellos días en que vivir me fue dulce. Poseo un soneto inédito de Verlaine, y creo, con Cándido, que todas las utopías generosas de hoy podrán ser las verdades incontrovertibles de mañana.
Pero basta.
Yo soy el otro.»
El niño se convierte en cura como el plomo se convierte en bala: por un hecho de fatalidad bárbara.
Que se lo proponga como un descanso o que se lo niegue como una cobardía, que la educación materialista de este siglo de progreso puramente material lo induzca a ello, que las miras ultraterrestres de los organismos delicados lo fuercen a sentir así, es lo cierto que en la vida de todo hombre de sinceridad llega un momento en que, colocado imaginativamente ante el Misterio, cae de rodillas ante él, los brazos en cruz, gritando: «Padre nuestro, que estás en los cielos...» Así he caído yo. Muchas veces caer es levantarse. Y de rodillas y en cruz ante mi Padre «que está en los cielos» y está por doquier, permaneceré toda la vida: erguido como un reto, ante los hombres.
¿Querer no es casi poder? Pues yo quiero, quiero creer.
¿Dónde están las puertas de mi mundo espiritual que conducen al camino de Damasco?


DE MI ICONOGRAFÍA
José Santos Chocano
Viene del sol. Este poeta hijo de madre mortal viene del sol. Las musas lo cuentan así, a los cuatro vientos. De ese gran loco de Cyrano se sabe positivamente que hizo un viaje a la Luna. Poblados de poetas están los parques azules de las altísimas lejanías. Y con el Zodiaco corresponden muchas almas humanas. José Santos Chocano viene del sol. La raza autóctona de su país lo amaba. Los viejos incas, porfirogénitos, le prestaban adoración. Helios lucía igualmente en los cielos que sobre los altares. En el instrumento métrico de Chocano, donde la cuerda broncínea no excluye, cual compete a todo verdadero poeta, la cuerda casi viva que parece formada por una fibra de corazón humano, hay también uno, un rayo de sol, que el poeta ha logrado guardar perennemente cautivo en su lira. Así, cuando el instrumento vibra al unísono, es cosa sorprendente oír cómo se funde y se confunde en un exclusivo salmo de belleza aquella masa orquestal que llega a parecerse en ocasiones a una fuerza eurrítmica de la Naturaleza.
No es un poeta sabio, ¡oh, no! Es un poeta ingenuo. De Geografía sabe lo preciso para poder afirmar rotundamente que el corazón humano es igual en todas partes, y de Historia, que lo inventado es generalmente más bello que lo averiguado. Hijo de América y nieto de España, su espíritu está formado de bellas visiones de los Andes y hondas lecturas del Romancero. De esas lecturas, de ese tuétano de leones, ha sacado Chocano la armazón épica en que están contenidas la mayor parte de sus composiciones.
Mezclado, cual corresponde a todo portavoz moderno, a los acontecimientos políticos de su país, Chocano conoce la prisión y el destierro, y guarda en su cuerpo la señal de los dientes con que en días malos lo marcaron los dogos del poder. Rememoración sañuda de sus potros, de sus garfios, de sus hierros, de la hiel y el vinagre de la ergástula fue el libro Iras santas, de gran abolengo, puesto que tiene entre sus antecesores a Job en lo antiguo y a Víctor Hugo en lo moderno; el libro de Job y aquellos Castigos con que el profeta de Guernesy marcara de oprobio y de impureza por toda la vida aquel fantástico imperio de Napoleón el chico, que parece como una pesadilla de la Historia...
Pero aquellos tiempos pasaron, aquel ciclo de odio pasó.
Y no fuera por las cicatrices, Chocano, plácido y jovial, diplomático y poeta, no guardaría de aquellos tiempos sino el recuerdo casi impersonal y colectivo que se conserva de ciertas efemérides siniestras del «año del cólera», por ejemplo. Un ciprés en los jardines de Afrodita.
Yo hubiera querido hacer de este poeta un largo estudio digno de su fama y de su obra. Ya lo haré algún día. Y, mientras tanto, quedan aquí estas líneas, con las que yo dejo materializado un saludo al apolíneo cantor de América, al embajador de paz, cuyas credenciales ha tiempo que fueron refrendadas con el sello de oro de nuestra Castalia nacional.
Me trasuda el dolor y pienso que la vida es una infamia El dilema está escrito por todas partes, se ve por doquiera: o imbéciles o mancomunados. Para gustar de la vida como de un fruto es preciso ser imbécil o fusionarse con la miseria total ambiente.
Mi perro adivina el mal de ideas que me roe por dentro y me lame las manos. ¿Será mensajero del Bien? A veces se vale de tan humildes mensajeros para comunicarnos sus mejores imperativos.
No salí ayer de casa por miedo a que la gente echara de ver mi inopia cerebral. Me pasé todo el día ante el balcón cerrado mirando allá a lo lejos, y me acosté a las seis de la tarde. Las once de la mañana son y estoy escribiendo estas líneas en la cama.
No es pereza, sino postración. Estoy rendido de andar y de ver caras nuevas, como un caminante. Agorafobia llaman los médicos a la sensación de miedo que ataca a los atáxicos en la calle, haciéndoles ver zanjas y pozos abiertos por todas partes. Así, y de un modo más propio, debería calificarse la enfermedad moral que me consume. Agorafobia: horror de la ciudad, horror de la plaza pública, horror de la gente.
Arranco una hoja de mi calendario de pared y quedo asombrado de la tranquilidad absolutamente mecánica con que realizo ese hecho terrible.
¿Inconsciencia? No; sino costumbre adquirida ya de jugar con venenos y con los iracundos verbos del Ecclesiastés.
Un escritor belga, de alma tortuosa y sutil, Emilio Verharen, publicó, al regresar de una excursión por nuestra tierra, un libro extraño cuyo simple título me ahorra el menester del comentario: La España Negra.
No mucho después, otro escritor, francés éste, y de la buena orientación francesa, Maurice Barrès, fijó en letras de molde sobre las páginas de un libro rotulado De la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte la cabalgata de sus sensaciones españolas, con euritmia semejante al rítmico galopar de un escuadrón de centauros en las tinieblas.
Y ambos libros, ambos haces de negrura, produjeron en el mundo, por tratarse de España, la impresión de asombro que causaría ver el caudal de un río revolverse contra la lógica de su corriente, o tras de los tules de lo alto, súbitamente desgarrados, vislumbrar la proyección de una pesadilla provocada en el cerebro de un alucinado por el opio o el alcohol, en el fondo de una caverna, a orillas del mar Muerto...
Sí, La España Negra; sí, De la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte, en sustitución de los rientes libros en que Dumas el mulato y Gautier nos presentaban ante la óptica mundial como un país de abanico.
Precisamente no más tarde que ayer, un periódico madrileño se lamentaba comentando los motines agrarios de Córdoba y el acrecer amenazante que adquiere el movimiento societario en Andalucía; se lamentaba, digo, del cambio radical que en brevísimo espacio de tiempo se ha labrado en el alma andaluza. Y harto dejaba ver el articulista que, en su sentir, el tipo más completo del andaluz es el torero; y de la mujer andaluza, la bailaora; y de la campiña meridional, los Cármenes de Granada y los vergeles de la sierra cordobesa.
El sol es «natural de Andalucía»; Sevilla es «la tierra de María Santísima»; la blonda protagonista del poema campomoriano era «digna de ser morena y sevillana», ¡y qué sé yo!, no proponiéndome transcribir en toda su extensión la cálida letanía de amor con que España, extasiada y rendida, ha cantado y orado ante su Mediodía.
Sin embargo, el pueblo andaluz, mejor que ningún otro de la Península, glosa y parafrasea en sus rimas y decires, insistentemente, monótonamente, la dolorosa exclamación de Lamennais: «Mi alma ha nacido con una llaga», y, si bien es cierto que no se siente fuera de lugar ni de sazón en los tumultos de una zambra, también lo es que, como la heroína del cuento jabanés, baila siempre, aun en sus más soleados jolgorios, con un cuchillo clavado en las entrañas...
Hay que oír sus cantares. No es que conserven perdurablemente los cerebros de sus vates populares el pliegue de la Edad Media, es que guardan en los sesos, grabado a punzón, el estigma de la Edad Eterna, largo desde el bramar del Ecclesiastés hasta nuestros días:
Te moriste quejando,
compañero mío:
en un laíto de mi corasonsito
guardo tus quejíos.
En el hespitalito, a manita erecha,
allí tenía la mía compañera
su camita jecha.
Déjame pasar el puente,
que tengo a mi compañera
que está de cuerpo presente.
Ayer noche, con la luna,
yo he visto al seporturero
abriendo mi seportura.
En el simenterio nuevo
allí mismo la enterraron,
que mis ojitos lo vieron.
La tierra que a mí me cubra
ni la mires ni la pises:
no te acuerdes más de mí,
que mi lengua te maldise.
Muerto reniego de ti.
Cuando tú esté en la agonía
no llames al confesó.
Las cosas que tú me has hecho
que las sepa sólo yo.
Yo he visto en un tribuná
castigá a un inosente,
y al mismo tiempo pasaba
el hombre que hiso la muerte.
Nadie se aserque a mi cama,
que estoy ético de pena;
el que muere de mi má
hasta la ropa le queman.
¿Verdad que, sin perisologías declamatorias, estos sollozos rimados aúllan la Muerte?
En las letras de ahora existe una variedad morbosa constituida por mozos rasurados o lampiños a la que yo llamaría cofradía de los profesionales de juventud; no exhiben esos jóvenes otros méritos que el de ser jóvenes; pero en la vida huyen de las mujeres y en las ideas de las corrientes de aire.
Viéndolos y oyéndolos, todo se trastrueca en mi juicio, y las blancas barbas temblonas de los ancianos se me antojan irresistibles de seducción para las mujeres, y apolíneas sus calvas testas, evocadoras del sepulcro.
Un día tedioso de su lóbrega vejez, Lamartine, asaeteado por burlas viejas que salían de labios impúberes, gritó: «¡Viva la juventud!, pero a condición de que no dure toda la vida». Sí, viva la juventud, aunque dure toda la vida; pero no esta juventud española de ahora, que huele a la cera de las sacristías, que ronda los hogares de los ricos en busca de una provechosa heredera, que se extasía ante Mercurio y ha hecho de él su Dios de la mano izquierda, que sigue la moral de Loyola y que es capciosa hasta en el amor, que es capaz de recitar de memoria el Catecismo del P. Astete, pero que ignora el cantar de los poetas humanos y viriles, y que, en una palabra, vestida de negro, y oliendo a moho, es la negación de todos los sentimientos primaverales y fuertes.
He asistido a la distribución de un rancho extraordinario, ofrecido en Amaniel, como en una hemosa fiesta pascual, a cuantos sin más formalismos que la simple presentación, mostraron su hambre y la solicitud de que la calmaran.
La voz había corrido por todos los subsuelos de la miseria; la voz había corrido de que en tal día se podría comer un puñado de garbanzos, un pedazo de tocino y un panecillo; podría aplazarse por veinticuatro o más horas la muerte por inanición... (¿por expulsión no sería mejor?).
Y viejos y jóvenes, íntegros y tullidos; los que vienen renegando de la Corte de los Milagros; las viejas, informes como los cantos rodados de la playa, y las jóvenes, inmaculadas como florescencias liliales, o impuras como el polvo de las carreteras, asaltaron en frenéticas caravanas, porque tal era su día y su fiesta, porque ese es el más imperativo derecho de los vientres hueros, a aquel lugar de bendición en que el precepto de dar de comer al hambriento era también una oración y una oración cantada y realizada...
No creo yo en la caridad como remedio a las aflicciones sociales. Para curar un caso de lepra se hace uso de tales y cuales medicamentos. Para curar la lepra se necesita el saneamiento total de la ciudad y del ciudadano, por el hierro y por el fuego si es preciso.
Pero la caridad, si no cura, mitiga, al menos, los dolores. Y no sería completamente inútil fijar en los cuatro puntos cardinales de estas grandes colmenas humanas casas de previsión y saneamiento, con las puertas de par en par abiertas, con los brazos en cruz, como los del Cristo, para estrechar en ellos todas las aflicciones humanas.
Venían unos del barrio de las Injurias, de Vallecas otros, de aquí y de allí, de muy cerca y de muy lejos, de las buhardillas, de la intemperie de los solares y de las cuevas, de todas las hondonadas y de algunas alturas; venían del país letal de la Miseria, no siquiera tras del vellocino de oro, sino tras del mendrugo de pan y la oferta posible de trabajo; venían atraídos por el lóbrego caserón de Amaniel, que a ciertas horas de la noche social debe brillar ante muchos ojos, cegados por las lágrimas o por la ira, como un faro luminoso.
Sé lo que digo. Yo he visto la miseria en Whitte Chappel, en el Transtiverino, en Charonne; pero jamás he tenido la percepción clara y neta y como material de esa Furia, sino hace algunos, muy pocos días, allá en esas rientes arboledas de Amaniel, tan bien doradas por el sol que nos alumbra a todos..., ¡tan lúgubres, sin embargo!
En mi cielo espiritual, Verlaine es una de las más evidentes estrellas del Zodiaco; aun acopladas a otras de mayor potencia, su luz brilla solitaria, como si no formara parte de constelación alguna. Así el lucero de la mañana, que tan bien conocen los caminantes.
Hugo es rojo; Lamartine, azul; de Vigney, policromo, como una bandera lejana flotando al viento; Baudelaire; cárdeno y también verdoso, como los zumos de las plantas letales; Musset, sonrosado, al modo de las mallas de las bailarinas. Sólo Verlaine es plural de tonos, porque su alma irreductible estaba formada sólo de matices.
En mi nebulosa de arte, Verlaine luce como un arco iris de ensueño mejor aún que como una estrella.
Ese prodigioso manipulador de matices fue, sin embargo, en la vida como un gran espesor de sombra capaz del pensamiento y del sentimiento, de la idea y del sollozo.
Cuando lo evoco, se me aparece negro siempre, como la visión demoníaca de un fraile embrujado por la pesadilla del infierno, o pardo, como un santo de Ribera, acribillado de parásitos.
En la cruel antinomia de su vida, Verlaine, vistiendo su tétrico ropón de orfandad y los riñones ceñidos por el áspero cilicio de la penitencia, era, sin embargo, el hombre que llevaba incandescentes en su pecho los carbones de Chansons pour elle, los cálidos epitalamios de Los poemas saturnianos y la exquisita voluptuosidad de vivir que contiene toda su obra, como un elixir divino. Fue, en resumen, durante su peregrinación por las calles de la ciudad, un hombre sombrío con el corazón atravesado por los siete cuchillos de los pecados capitales y con todo el candor y toda la alegría, sonando a fiesta del Paraíso, en el interior de su acongojado pecho herido.
Nunca ese contraste se me ofreció en forma tan plástica como en el lugar y la razón que voy a contar ahora.
Era un banquete literario al que asistían más de cuatrocientos comensales, jóvenes homéridas en su mayoría, venidos de los cuatro puntos cardinales del espíritu para embriagarse de todas las ambrosías en torno de una vasta mesa pantagruélica, presidida la noche aquella por Zola, y en torno de la cual se asentaban muchas majestades morganáticas, a las que sólo faltaba el cetro y la corona para recibir de sus vasallos, los demás hombres, público acatamiento; el nimbo de oro que da la gloria lo ostentaban algunos; la corona de espinas, también.
La hora de yantar iba ya muy de pasada; los voraces estómagos juveniles se impacientaban; algunos bostezos abrían soluciones de continuidad, como desgarrones en la inanidad del entusiasmo, y Verlaine, a quien se aguardaba únicamente, no llegaba.
La campana próxima del reloj histórico de la Conserjería, en la plaza de Saint Michel, sonó con la gravedad de una sentencia. Las nueve, las nueve y media, las diez. Verlaine no venía. Comenzó, el que se anunciaba como alegre ágape, con la tristeza de aquella orfandad en que el Padre nos dejaba. El sitio que debía ocupar, a la derecha de Zola, nos contaba a todos un desengaño...
Las once, las once y media. Ya la comida concluyó. Nadie tiene el valor de decir versos; las mismas mujeres, aves locas de otros días, con las vistosas alas plegadas, se contentaban con musitar entre sí leves trinos susurrantes. Verlaine no viene, Verlaine no vendrá ya...
Pero de pronto la estatua del Comendador surgió, viva e imponente, ante nosotros, con su rigidez marmórea, alta, maciza, blanca, ¡oh, blanca! Era Verlaine, fantasmal y enorme, completamente cubierto de nieve, hasta el punto de no consentirnos ver el dibujo señorial de los harapos que le cubrían el cuerpo; Verlaine, fraternal e hidalgo, que, descubriendo su ingente testa mongólica, nos saludaría, un poco triste, un poco ebrio, diciendo:
—Eh, messieurs, voici le printemps qu'arrive!
Yo miro con infinita ansia hacia la Mujer, porque de su colaboración aguardo la arribada a la plenitud de los tiempos, la santa Pascua de la dignificación humana. El hombre, en su egoísmo vesánico, ha lisiado el ideal cortándole una ala, la Mujer...
Yo clamo a ti.
Malos vientos corren, por lo que se ve, para el teatro idealista. Mauricio Maeterlinck no podrá inscribir en su ejecutoria de nobleza intelectual el nombre de España. Cierto que Madrid le ha sido cortés y Barcelona amable; pero la temperatura moral de la sala en el teatro de la Comedia fue, durante el curso de las tres únicas representaciones maeterlinckianas, completamente boreal.
Momentos hubo en que el aburrimiento —podía verse, podía tocarse— llegó a afectar la materialidad de un gas muy denso. Y siendo completamente cierto que el Arte celebraba un gran festival en aquella casa, yo he visto muchas manos que se alzaban no para producir el aplauso, sino para contener el bostezo en un gesto animal, que no es, seguramente, augurio de días de sol para estas entecas letras españolas de ahora.
El gato es la concesión que la gran fauna carnicera hace a la mísera especie humana; cuando se acaricia el lomo de un minino, los tigres ronronean voluptuosamente en sus umbrías, y las mujeres histéricas y los poetas saturnianos se relamen, sin saber por qué, de gusto, arrullados por vagas predestinaciones.
El Bar de la Cometa en Thompson Street es un lugar harto conocido en Londres, donde se da cita a las horas de tregua comprendidas entre dos ensayos o dos representaciones, la garrida legión de atletas y titiriteros, clowns y écuyers que actúan durante los doce meses del año en los circos y music halls de las inmediaciones.
Yo lo frecuenté mucho, y tan familiar concluí por hacerme en él, mejor por curiosidad de las cosas humanas que por afición al ale, que llegué a tener mi buena pipa de cerezo salvaje colocada con su correspondiente contraseña en el râtelier del establecimiento, y hasta no sería extraño que aún conservasen —¡oh, no pretendo que como reliquia, ni siquiera como recuerdo!— mi panzudo bock de estaño labrado en el que tantas veces, por horror de las nieblas londinenses que me envolvían como un sudario, he creído, al libar la última gota de la cebada y el lúpulo fermentados, ver aparecer todo el cielo y todo el suelo de la generosa vega jerezana.
Allí conocí al protagonista de este cuento, que no es un cuento, sino una historia verdadera de verdad, como dicen con inquietante pleonasmo los niños: Jack O'Meara, irlandés de nacimiento, como todo el mundo sabe; celta, por consiguiente, de origen; católico de religión; poeta de temperamento y clown de oficio.
Jack O'Meara, cuyo fin reciente todos mis lectores recordarán con espanto, ganaba un dineral en sus combates diarios con la muerte. Vivir contra la vida es lo que él hacía y de lo que él vivía, porque negar todas las noches, prácticamente, con su cuerpo, desde la pista o las alturas del circo, con cabriolas y saltos más propios de países de pesadilla que de realidad, las leyes fundamentales del equilibrio y de la estética, es, salvo superiores eufemismos, una tarea de desesperado, y aun me extremaré a decir que de suicida, de modo que al estrechar todas las noches en el Bar de la Cometa su mano cuadrada de vertiginoso acróbata, la idea del morir me asalta imperativamente, y muchas veces creí tener entre mis manos —aún me dura el frío cuando lo pienso—, mejor que los dedos de un hombre vivo, las falanges de un esqueleto.
Al revés de la gran mayoría de sus congéneres, no era locuaz, aunque observándole con cuidado podía advertirse que debía hablar mucho para sí, interiormente. Esto no obstante, un día, al conocer mi nacionalidad, me habló de España durante más de media hora, con melopeas de enamorado en la voz, y cierta vez, que no olvidaré nunca, al saber que, como otros a los museos, yo iba con asaz frecuencia a las alamedas de Hyde-Park para admirar a los babies ingleses, las más encantadoras criaturas de la tierra, acudieron lobregueces de luto a sus ojos, y con voz que titilaba al principio y que al afirmarse luego en la narración llegó a hacerse dura y a sonar con el fonetismo seco del pico de hierro que muerde en la piedra para desbastarla, exclamó:
¡Oh, si hubiera usted conocido a mi Peddy! Yo también... Pero óigame usted: voy a contárselo todo; hoy es un día aniversario, un mal día, un triste día, y lo voy a conmemorar hablando con un extranjero que después de haberme escuchado, será con seguridad mi amigo... Soy un juglar —¿no es así como se dice?—, un saltimbanqui, algo que está por encima del mono —¡convenido!—, pero que está por debajo del histrión también; un clown de circo, en fin; pero tal como usted me ve, yo le juro que no había nacido para semejante cosa. Una mujer... Pero, vamos por partes...; no me entendería usted..., ¡claro! Mi padre fue eso que se llama un hombre normal, quiero decir, un señor que vivía como todo el mundo, y mi madre, eso también, una señora de su casa; yo estudié para marino, por amor de la aventura y de los grandes horizontes, y en mi primer viaje a Calcuta, en un breaker del armador Anderseen, Dios, cuya voluntad acato, me hirió de amor en el corazón y en los sesos, haciendo que me prendara como un desdichado de la más mala hembra mortal que han visto los nacidos...
Hubo electricidades contrarias en su mirada; yo quise interrumpirle; pero él continuó:
—...De la más mala hembra mortal que han visto los nacidos. Sin padre ni madre, porque cuando se ven monstruos da ganas de creer en la generación espontánea —¿no le pasa a usted lo mismo?—; hija a lo más de la cicuta y del beleño; de la cicuta, porque mata, y del beleño, porque adormece... Volví a Londres con ella, ya casados, ¿y a qué referirle a usted las peripecias tristísimas de mi vida conyugal si yo no me he propuesto contarle a usted el argumento de un drama? Dios, que me la dio, me libró de ella, dejándome en su misericordia un hijo, un niño, un querubín del cielo, que ha sido, que fue para mí aire y pan y sol y soles; que ha sido para mí los cuatro puntos cardinales de la vida; que ha sido para mí..., ¿qué sé yo, ni cómo podría tampoco expresarlo?
Ya ve usted —añadió después de una pausa durante la cual su confesión de condenado adquirió mayor relieve por la ausencia de palabras—, aquí no llevo la librea de locura que dentro de media hora me ceñiré rechinando los dientes de rabia, pero usted sabe con quién trata. ¿Y sabe usted por quién lucho, por quién expongo veinte veces mi vida todas las noches, diez mil veces todos los años, por quién he llegado a ser el más admirable clown de todos los circos del mundo, por quién, por quién? Pues por Peddy, por mi querido muerto. Río, ¿cómo?; a carcajadas; soy un manantial inagotable de risa que inunda de franca hilaridad a la gente, y no saben que es para comprar a mi niño todos los días, sin faltar uno; a mi niño mío, porque muerto es más mío que nunca, las más hermosas flores y las más suntuosas coronas que encuentro en los bazares; y doy el triple salto mortal de trapecio a trapecio todas las noches para hacerle construir a mi emperadorcito, a mi reyecito, a mi niño-dios, un mausoleo grande —¡para él, que era tan pequeñito!—, un mausoleo digno de la antigüedad. Y cuando haya reunido bastante dinero para eso, ¡que pierdan cuidado los otros titiriteros del mundo!, el clown O'Meara firmará un contrato obligándose a dar el triple salto, sin red que lo preserve de la muerte, en el caso de un accidente, y el clown O'Meara se dejará caer verticalmente, en la más gloriosa noche de su vida, exprofeso, rezando a su niño, invocando la almita blanca de su Peddy, desde lo alto del trapecio y ofrecerse entonces —¡oh, por una vez loco de verdad, pero loco de júbilo!— ante la mirada atónita de la muchedumbre.
Odio la Moral; no conozco nada tan vano. Ni tan peligroso para los altos fines de la Humanidad.
Es, siempre, la amazona sin pechos de la vida; en lo espiritual y en lo material, su escudo de nobleza habría que buscarlo en los cementerios. La Moral en la Vida, en el Arte, en la Historia, equivale al tremendo vocablo latino nihil.
Ananké. Ese es el nombre plebeyo del Dios de todos los continentes.
¿Qué importan las combinaciones silábicas? Dios, Jehová, Alah, Zeus, se llaman en nuestra lengua moderna Fatalidad.
Mi padre acaba de morir, hoy 16 de junio de 1905, a las once y diez minutos de la mañana: son las once y media.
Mi mano está firme al escribir estas líneas y mis ojos secos. Es que yo no concibo la muerte, que no tiene para mí sino un valor puramente verbal, que no tiene sino una transcendencia meramente fonética de consonantes y de sílabas. Ahí está, en la alcoba de al lado, el cadáver de mi padre, y yo aquí, ante mi mesa, escribiendo estas líneas. Cuando se lo lleven para siempre, cuando lo pierda materialmente, entonces se asomará el dolor a mi boca y a mis labios. Ahora lo tengo aquí quieto en mi corazón, como una fiera amodorrada.
Ya rugirá, fatalmente, porque yo me voy a quedar sin lo mío y porque la naturaleza humana exuda en todas mis crisis el dolor. Lloraré también y haré, instintivamente, animalmente, lo que todos los hijos buenos con su padre.
Él está aquí, conmigo. Juana está aquí también, conmigo. Fue más de él que mía durante el lapso de su enfermedad, la santa. El muerto está conmigo, estamos juntos, está sereno, está tan bello como fue siempre, y más majestuoso, y más imponente que nunca (¡ah, ese sí que ha sido el último condestable!), y yo, un poco aturdido por las veladas en que fui atolondrado colaborador de Juana para cuidarlo me encuentro sentado aquí, ante mi mesa, escribiendo signos de alfabeto, automáticamente, como un vulgar amanuense que transcribiera cosas corrientes de la vida.
Instintivamente, por guardar más a mi muerto conmigo, he notificado tarde el hecho al Juzgado y aún puedo decirme, a pesar de todas las apariencias, aún vive aquí. Mañaña..., pero, ¿quién sabe lo que es mañana?
21 de octubre.
Hoy se cumplen doscientos ochenta y siete años que tuvo lugar en Madrid, un hecho que me place ahora recordar, por lo que fuere. Un hombre que había sido el favorito de un rey y el magnate más notorio de su tierra fue condenado a «morir degollado en cadalso por la garganta». Hablo del muy poderoso señor D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, cuyo aniversario necrológico celebra hoy la iglesia, no sé bien si con Tedeums o Misereres.
Los tiempos eran malos, duros de recorrer, como una estepa.
La plúmbea herencia de Felipe II exigía, para ser soportada, espadas de titán, músculos de atleta. La trágica fatalidad que presidió a los postreros gestos de aquel que fue llamado espantosamente en Europa «el demonio del Mediodía» perduraba clavada en los ijares del país como una garra. Un ananké más vasto que el que amarró en su roca a Prometeo proyectaba sus rencores sobre el desolado hogar de Castilla. Y Felipe III era un pobre hijo de mujer, débil y azoradizo como un rapaz que tuviera que habérselas en la noche con fantasmas y endriagos...
Mejor que nublarse se extinguía aquel sol que, bajo el segundo Austria, hacía rutilar el escudo de Castilla, igual que un astro único en el firmamento. Tornaban de Indias los galeones sin oro entre sus flancos, porque el mal azar disponía siempre que se toparan en las soledades del mar con los bajeles ingleses organizados para tal uso. Volvían las milicias de sus lejanas e ímprobas expediciones guerreras, famélicas y sin garbo; sus soldadas, impagadas, eran motivo de agio para logreros, que tapaban con sus nombres los de muy esclarecidos varones de la corte. Iglesias y conventos brotaban de la haz del país como una vegetación letal y avasalladora.
Los tributos, siempre en aumento, eran como una losa funeral de bronce, y no había otras cariátides para sostenerlos que los lomos descarnados de villanos menestrales y pecheros.
Había el hambre. Los campos sin cultivo se morían de impotencia y de sed, de falta de amores, y, como en un colosal éxodo, las regiones hambrientas en espesas caravanas se vaciaban sobre las Indias.
Tornóse la nación exangüe; y sin pan y sin consuelo, diose a orar, a orar desesperadamente, a orar como no se clama sino en las cárceles y en las alcobas cuando se extingue un ser. Y el muy piadoso rey Felipe III, por pereza mejor que por idiotez, delegaba las funciones de su estupendo ministerio en hombres mortales como él, pero que, perturbados por la ambición, eran capaces de más peligrosas vesanias. Sobre la ruina de todo se alzaba la imponente mole del Buen Retiro. Y en su interior bullían, y se arremolinaban y hervían las más calenturientas pasiones que pueden conturbar el alma humana: la codicia, la lujuria, la superstición, la gula, la envidia pálida, el rojo odio.
El duque de Lerma contra su hijo y enemigo, el de Uceda; el fraile dominicano fray Luis de Aliaga contra el fraile franciscano Santa María; la priora del convento de la Encarnación contra el P. Florencia, de la Compañía de Jesús; el conde de Olivares contra el de Lemos, y todos a una, como una jauría hambrienta, contra D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias...
Una vez, yendo el rey acompañando a la procesión en la fiesta religiosa que se llama «La Octava del Santísimo», un labriego se le puso delante y lo apostrofó diciendo: «¡Al rey todos lo engañan y esta monarquía se va acabando, y quien no lo remedia arderá en los infiernos!»
El rey no le hizo caso. Otra vez, el Consejo de Castilla hizo ver a la majestad, en un mensaje dividido en siete capítulos, las causas y remedios de la despauperización española.
En el primero señalaba la carga excesiva de tributos; en el tercero recomendaba el fomento de la agricultura y la obligación en que se debía poner a los grandes señores y títulos del reino «de salir de la corte e irse a vivir a sus estados respectivos, donde podrían, labrando sus tierras, dar trabajo, jornal y sustento a los pobres, haciendo producir sus haciendas»; en el sexto se exhortaba al poder regio a que no se dieran más licencias para fundar «nuevas religiones y monasterios».
El rey no le hizo caso.
Y un día, 21 de octubre de 1621, en época ya de Felipe IV, el cielo se nubló, las Euménides se aposentaron en el palacio regio y el pueblo tuvo la fiesta de ver a un verdadero noble, a un auténtico gran señor, a un valido notorio, marchar vestido de la ropa vil y a horcajadas sobre un jumento, camino del cadalso. El clamoreo del populacho era ensordecedor, pero sobre todas dominaba la voz del pregonero, que estentóreamente gritaba:
«¡Quien tal hizo que tal pague! Esta es la justicia que el rey nuestro señor manda se haga en este hombre que fue condenado en sentencia por la que le mandan degollar. ¡Quien tal hizo que tal pague!»
Uno de los cargos principales acumulados contra D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y ex secretario de Cámara, fue el «haber hecho sobre su corto patrimonio una opulenta fortuna».
Pero, ya queda dicho, del trágico acontecimiento van transcurridos centenares de años, y centenares de ministros, no menos venales que D. Rodrigo Calderón, han hundido sus manos avarientas en las arcas del Tesoro, sin que hayan sido segadas jamás, mientras que de pie y solitaria, bella también como un macizo de verdura en mitad de una charca, queda la gran anécdota que acabo de contar, probándonos, ¡ay!, la vana ejemplaridad de la Historia.
Una conferencia de Pablo Iglesias en el Centro de sociedades obreras. «Burgués» es el adjetivo de que se hace más grande despilfarro en aquel recinto, y «burguesía», el más ópimo sustantivo. Sin embargo, ambos vocablos, a fuerza de machaqueteados y repetidos iracundamente, concluyen por tener cierto sabor trágico y marcar en el paladar como un vago dejo de sangre humana.
Iglesias explana su anunciada conferencia y repite el mismo discurso que le estamos oyendo decir hace treinta y tantos años. Es una larga acusación fiscal y una muy áspera diatriba contra todos los Poderes constituidos. Ese hombre es fuerte porque es terco, y cuando anuncia los irremediables e inminentes cataclismos, fuerza a pensar en los hoscos profetas de Judea, que, vestidos de esparto y cubiertos de ceniza, para dejar mejor expresados la desesperación y el duelo, gritaban por los caminos y las ciudades, gritaban por todas partes, monótonos como el dolor, anunciando la próxima ruina de Jerusalén y de su templo.
¿Queréis saber en lo que se diferencia un bandido de carretera de un conquistador de pueblos? En que el bandido se llama siempre José María y el conquistador se llama casi siempre Napoleón.
De mi iconografía
A la entrada de todas las encrucijadas, de todos los laberintos mentales que conducen al Misterio, hay un ángel con la espada desnuda y el índice sobre los labios, en actitud de imponer silencio. Pocos son los que entran y excepcionales los que, al salir, dejan de obedecer la intimación del formidable ángel custodio contándonos lo que han visto. No existirían las sombras si no, y a los exploradores de todo lo que es más allá les bastaría consultar los mapas del Misterio para saber dónde, con toda seguridad, podrán posar sus plantas. Además, el cerebro humano no puede resistir las presiones que son propias del mundo metafísico y Dios enloquece a los hombres que quieren hacerse ciudadanos de lo Desconocido y establecer sus tiendas en la tiniebla. Generaciones de seres han partido para allí, que no han vuelto sino con el cerebro lisiado o que no han regresado jamás.
El hombre singular de quien quiero someramente ocuparme, Tomás de Quincey, como el príncipe Carlos de Viana, como el marqués de Villena, como algún otro, nos tornó, sin embargo, de allí indemne, como si su alma poseyera el don magnífico de la invulnerabilidad, tal el vate florentino después de su épica expedición por el Infierno. Había hecho suyo, y se lo había apropiado hasta formar con él como un nuevo principio de vida, el decir profundo que Shakespeare pone en boca de Hamlet: «...hay algo más en el cielo y en la tierra de lo que puede soñar la filosofía», y decidido a partir, vestido ya con su escafandra de buceador del Infinito, se hizo amiga del fantasma, del duende, del endriago, del gnomo, del hipógrifo que recorre los aires, de la salamandra que conoce los misterios del fuego, y afrontando en Manchester, en Londres, en Edimburgo, las miserias de la vida, dimitente de todo lo real, forastero de todas las comarcas habitadas por el hombre, ciego, pero con un lucero ardiéndole bajo el cráneo, se lanzó al estudio de lo desconocido; Colón de mundos submundiales, viajó por el éter, y viajó más aún por las venas y las galerías insondables del Misterio, e indemne y fuerte, tanto que murió a los setenta y cinco años, regresó a la vida común, a la vida de todo el mundo, con suficiente acopio de sustancias para escribir cuatro mil libros extraños y terribles, de los cuales sólo nos regaló algunos, los Estudios y las Confesiones de un inglés bebedor de opio, que son como la violación patente que un hombre mortal hizo, descerrajándolas, de las puertas de bronce que impiden la entrada del Infinito para solaz eterno de las generaciones.
Y a eso lo sacrificó todo Tomás de Quincey. Pudo ser un crítico, un soberbio inquisidor de motivos y temas literarios, como lo prueban sus estudios sobre Shakespeare y Pope, o un gran poeta, como lo aseguran sus estancias de Suspiria de profundis y Lévana; pero prefirió a todos esos faustos ser el embajador de lo Ignoto, el traductor de la sombra, el místico peregrino de las nebulosas humanas, el incubador de las larvas predecesoras del mañana, y no encontraría yo impropio que, en el plinto, los mármoles luminosos que expresan el encanto de vivir se grabaran los nombres de los que, embrujados por la pena, poetas del dolor, han magníficamente completado nuestra visión de la vida, haciéndonos ver la negación que contienen las más soberbias afirmaciones del hombre.
5 de enero.
En un periódico madrileño de nutrida clientela acabo de leer un artículo que es un alegato en regla contra la juventud contemporánea.
Se la acusa de egoísmo, de indiferencia por la cosa pública, y se la echa en cara su vehemente devoción por aquel que, en los pleamares de su consciencia, supo levantar como una afirmación y como un reto la imagen del superhombre.
Y tiene fundamento la acusación. Y de ella recabamos un jirón de gloria. Le inspira, en efecto, a la juventud contemporánea tedio la política, rencor sus hombres. ¿En qué sazón ha protegido aquí el Estado las manifestaciones intelectuales o artísticas de las cabezas flameantes que guardan bajo sus bóvedas los verbos imperativos del mañana?
Cuando no las ha quebrantado en brote con sistemáticos desdenes, las ha tronchado en flor con vesánica inconsciencia... Cierto que no debe concebirse al Estado como una gran nodriza dotada de ubérrimas mámelas, y que es preciso reaccionar también contra la pereza de confiarlo todo a su pretendida misión providencial, que tan lesiva es al desarrollo del individuo; pero todo ello a una condición: la de que no se cite para nada la panacea inglesa.
¡La donosa ocurrencia!
Inglaterra es, en su aspecto político, el país del Selfgouvernment y del Habeas corpus, mientras que aquí el Estado parcela nuestra actividad, codifica nuestro corazón, legisla nuestros placeres, rotura nuestra conciencia y, absorbente como un pólipo de mil patas, llega hasta encerrar en moldes curialescos las fórmulas que acompañan a los tremendos imperativos del nacer y del morir. ¿Con qué lógica se habla entre nosotros del arrogante gesto individual con que los hombres del Norte señalan los nuevos derroteros de la vida? ¿Acaso se puede honradamente gritar «¡Habla!» a la pobre criatura mortal sujeta al ludibrio de la mordaza, y no es una condición esencial del movimiento la de no tener los miembros aprisionados en una camisa de fuerza?
No; ni brotan en los arenales lirios, ni el águila lanza su verbo penetrante y audaz como un clarín de guerra en las charcas tan propicias, sin embargo, a la alegría de vivir de palmípedos y batracios. Lo primero que hace falta a un pulmón para funcionar libre y sanamente es aire, el buen aire respirable. Pero ¡si se lo limitan o se lo empuercan...!
No creo yo tampoco que la juventud española contemporánea transcurra su vida interna iluminada por ese sol de medianoche que en nuestra constelación intelectual se llama Federico Nietzsche.
Jamás la gente moza que en los días equinocciales de la historia asalta alcázares y fortalezas de instituciones o de ideas ha seguido a otros hombres que a los que rotunda y hasta brutalmente afirman con el verbo o con la espada.
Ni Voltaire ni Momo serán nunca las divinidades consagradas de un pueblo. Y al revisar las lívidas frases del pandemónium nietzschiano, más literarias que filosóficas, más retóricas que sentidas, las unas haciendo guiños, las otras retorciéndose en convulsiones epilépticas, la grave amonestación de Pascal se nos viene invasoramente a las mientes: «Ingenio burlón, mal ingenio.»
«Matemos con la risa y el sarcasmo», profirió Nietzsche; y tan hondamente llegó a incrustar en la práctica su teoría, que frecuentemente no acertamos a colegir si el extraño alucinado ríe o llora.
«Yo no puedo creer sino en un Dios que sepa bailar», dijo.
¿Es que aquí ríe?
«Ser malo, ésa sería nuestra verdadera bondad», añadió.
¡Ah, pues entonces aquí sí que llora positivamente!
No; la juventud intelectual contemporánea no vive influida por el evocador del superhombre. Con toda su innegable grandeza, Nietzsche producía al agitarse un vago ruido de cascabeles que hacían esperar, temer la pirueta. No fue un portaluz. Ni iluminó ni se anegó. A nadie se le ocurriría a presencia del obstinado exaltador del egoísmo gritar una frase que se pareciese a ésta: «Con tal que la antorcha difunda la luz, ¿qué importa si quema la mano que la enciende y la agita?»
La juventud española contemporánea se muestra adusta y desdeñosa con sus mayores, y yo sé bien por qué.
Era en marzo de 1898. La leyenda de bravura y lealtad españolas estaba en entredicho. Los Estados Unidos alargaban sus tentáculos hacia nuestras antiguas colonias, y de allí volvían en lúgubres caravanas flotantes, como coágulos de nuestra hemorragia, por centenares, por miles, los mismos soldados que al son de las charangas emborrachadas por el himno de Cádiz habían partido poco antes acompañadas hasta los muelles por vocinglera multitud que los vitoreaba. Los periódicos continuaban, no obstante, ocupándose de cuestiones personales de nuestra baja, misérrima política. Tal bracero del género lírico era nuestro Hugo Fóscolo, y Perico el ciego, nuestro Teodoro Koerner.
Pero he aquí que Frascuelo se siente enfermo, que Frascuelo se agrava, que Frascuelo se muere. ¡Fue de ver entonces el llantear patrio ante tamaña catástrofe! Todo el celo reporteril de centenares de muchachos bien habidos con sus piernas no bastaba para satisfacer el ansia de detalles con que el público quería tener, hasta el hipo que acompaña al hartazgo, noticias de su héroe nacional.
La Corona y el Gobierno no eran de los menos preocupados en el asunto.
Mientras tanto, quiero decir que en aquellos mismos días, un sabio español murió, y en la indigencia. Tuvo para sus restos una fosa cualquiera y un ataúd de pino regateados por la caridad —que «al que se muere lo entierran»— y para su nombre una vaga necrología estrujada entre seis u ocho líneas sin emoción, como paletadas de tierra, en la tercera plana de los periódicos. ¡Claro! Aquel sabio, por serlo, era extranjero y extemporáneo en la tierra donde nació, mientras que Frascuelo fue como un símbolo jacarandoso y vivo de la idiosincrasia encarnada y amarilla que nos sofoca y nos mata.

¿No ha sido por mucho tiempo la principal figura de los salones madrileños un duque de Alba, a quien no se le conocía mejor afición que la de guiar coches, atado en el pescante, y el gran elector de Madrid, aquel pobre Felipe Ducazcal, empresario de festivales, no siempre délficos, y la cantante más famosa, la Parrala, y el poeta más celebrado, Grillo, y el artista más admirado, Juan Breva, y el centro de la buena sociedad, la taberna-burdel denominada La Taurina, y Lagartijo y Frascuelo, por último, las dos más altas eminencias de la encumbrada meseta castellana?
¿De qué trabajos ni de qué estudios han habido menester tal procer o tal juglar para ser reconocidos como grandes primates en el légamo de nuestras costumbres contemporáneas?
Esos, esos recuerdos —y la rebelde e impía terquedad de los viejos en no ceder los puestos que contra toda ley moral y natural ocupan como por usufructo vitalicio— es lo que forma el sedimento rencoroso de la juventud de ahora. ¡Es que carece de estímulo, de protección, de ambiente, de sol y de justicia, de aire respirable! «Todo le está permitido —le dicen— ¡menos el vivir...!»
Parece como si la historia de España hubiera concluido hace muchos siglos...
Dos días seguidos con un fuerte ataque de reúma en ambas piernas y obligado a salir a la calle, sin embargo. ¿Que cómo? Arrastrándome. ¡Yo que a menudo siento dolores en los costados, como si me quisieran brotar alas!
La señorita Fifi, que por lo visto es ya una señora, ha dado a luz, hace poco, tres robustas hembras y un soberbio galán. Ella, tan remilgada y tan quejumbrosa, se ha portado en esta ocasión como otra gata cualquiera. Ha parido con bastante más dignidad que una mujer, sin ayes, sin sacudimientos y sin sangre. No ha necesitado tampoco de comadrón ni de ayudantes, y a los cinco minutos de haber dado vida, ya estaba en aptitud de jugar a la pelota, como el congénere suyo que sirve de enseña a la famosa novela de Balzac.
La señorita Fifi —yo creo que puedo continuar llamándola señorita, porque en los gatos el amor no mancha ni deshonra— no ha sufrido desperfectos sino en el rabo, que ha habido necesidad de lavarle escrupulosamente, pero que, con todo, ha quedado bastante maltrecho, y es un espectáculo triste el de ver erguirse con insolencias de magnate ese rabo miserable que parece desafiar al cielo, y que, sin embargo, excita las más bajas compasiones de la tierra.
Admirable, sencillamente admirable, como un buen santo de la leyenda católica, el pobre Tin, uno de mis perros. Tiene idea tan severa de la solidaridad, que no se aparta un momento de los hijuelos de su amiga; los lame, los guarda, los arrulla a su manera; diríase que les canta coplas para adormecerlos y no falta jamás al deber de hacerles compañía cuando la madre se aparta de ellos solicitada por otros menesteres.
¡Qué absurda leyenda es esa del desafecto natural que se inspiran gatos y perros! Cuando se dan cuenta de que no hay nada que los obligue a odiarse, se miran entre sí con indiferencia o con amistad, si el azar los hace vivir juntos.
Tin, que no es un monstruo, sin embargo, se muestra conocedor de los más complicados protocolos cada vez que las confabulaciones de su vida lo ponen a presencia de un gato.
Bien es verdad que no siempre el gato suele corresponder a sus zalemas de experimentado cortesano.
Felino también el Sr. Canalejas. Un felino superior que se resigna a degenerar hasta el gato. ¡Hermoso león que podría entregarse a la gran voluptuosidad de ser soberanamente justo, desgarrando hombres e instituciones, y reducido por la poquedad de... (¿será el medio en que vive?) a dar arañazos de curial y de politicastro a los hombrecillos que le rodean! No se tienen zarpas para eso. Ni fauces hondas como simas, ni dientes fuertes como máquinas de guerra, ni músculos en los remos y en los ijares resistentes como resortes de buen acero, para no hacer lo que está en las propias aptitudes hacer, para llevar la existencia, muelle e indolente, de los caquéxicos que aquí orean en todas las esferas de la vida.
¿Qué nos importa su hermoso salto a la ínsula americana, aquel petulante gesto de cambiar sus comodidades del palacio que fue de Santoña por los peligros probables de la manigua cubana, si luego no nos ha dicho nada de lo que ha visto y de lo que ha dejado de ver, si su viaje no ha tenido mayor transcendencia que el de Juan Soldado o Juan de las Viñas, con la sola diferencia de que Juan del Pueblo regresó anémico y clamante, mientras que el bueno de Canalejas nos tornó indemne y mudo, como si por aquellas tierras no hubiera pasado nada o lo caliginoso del sol lo hubiera privado temporalmente del sentido de la vista?
¿Qué nos importa la erección en mitad de la plaza pública, expuesta a los cuatro vientos de la vida, de ese gran tornavoz que hubiera podido ser el Heraldo, si desde él no nos cuenta nada Canalejas de las cosas nobles que él se jacta de saber; si en vez de ser el fiero pasquín romano es la pared de anuncios en que los mercaderes fijan con nombres mentirosos la calidad y el precio de sus artículos de exportación y detalleo? No, no se tienen zarpas, más o menos aparentes, para eso.
De mi ceguera, una de las cosas que me hacen sufrir más es vivir privado de mis apasionadas lecturas en lenguas europeas. Después de infinitas gestiones en demanda de un lector que supiera francés siquiera, he tenido que rendirme a la miseria de que el campo total de mis curiosidades mentales quede reducido por los límites que le marca nuestra canija lengua contemporánea. Pero eso no puede ser, y no debe ser: de modo que buscando consuelo a tamañas angustias, doime a la lectura de los viejos escritores pretéritos, con la rabia de un sacristán que aspirara a un sillón de la Academia.
La historia que voy a contar, más dolorosa que solaz, es la de una conciencia de varón, que se anunció como una gran conciencia allá en sus albores; tales hechos son viejos como el mundo, tienen un largo obolengo; Esaú vendió sus derechos cometiendo una inmortal bajeza; Pedro negó tres veces al Maestro en el Huerto de las Olivas...
En días de un invierno, semejantes a éstos, en 1791, se gritaba por las calles de París un papel impreso, cuyo rótulo decía: «La gran traición del Conde de Mirabeau».
En nuestros días Esaú vende su primogenitura por un acta de diputado, y Mirabeau cae precipitado en los avernos de la historia por pretender ceñirse sus espaldas montuosas con una triste casaca de ministro.
La historia que voy a contar podría expresarse así:
La Buena Ventura asistió, tal como lo afirmo, a su nacimiento, seguida de una brillante teoría de hadas. Cuál hizo don al niño que surgía a la vida, del genio; cuál, de la gracia; esotra, de la poderosa concesión que encierra el ubérrimo vocablo «querer», y todas, de algo de lo que Prometeo se propusiera arrancar a la gran mano cruel cerrada inexorablemente al hombre desde el amanecer de las edades.
En palacio alguno se han dado fiestas tan luminosas como las que se celebraban en la blanca almita del niño todos los días del año, todas las horas del día, al contemplar con los éxtasis propios del amor los múltiples matices policromos de la vida.
¿Qué más admirable —cantaba un coro de serafines en su pecho— que la luz del día, si no son las misteriosas lobregueces de la noche? ¿Qué más hermoso que el vivir, si no es el vivir siempre?
Y llegó gallarda la vejez, garrido el miedo, hermosos los hombres, suaves de tocar las espinas, pródigo de tonos el color negro, airoso el rastreo de la babosa, melódico el graznido del cuervo y amoroso y dulce como la leche materna la palabra que miente y el ademán que amarga, quiero decir la fija e inconmovible actitud humana.
Creció.
Y un día, como se llega al amor, o al dolor, o a la muerte, llegó el niño a edad de pubertad y con ella un tanto a la posesión de sí mismo; pero al extender su vista alrededor quedó espantado de lo que veía.
Había que rectificar la vida.
Cierto, la montaña continuaba siendo imponente; el mar, soberbio; los valles, amorosos; nupcial lo umbrío de las selvas; dadivosa la tierra, y el sol y los soles, clementes para el hombre...
Pero ¡la obra social!...; pero ¡la labor humana!...
Y aquí es donde esta vaga narración comienza a ganar las apariencias de una historia verdadera, porque súbitamente el dolor se torna en protagonista, y estas líneas que yo quisiera inflamar con sustantivos y verbos muy ardientes, en el esbozo de una batalla.
—Hay —se dijo— en el mundo, como en las teogonias asiáticas, dos zonas, que se repelen, una de luz y otra de sombras; que haya fronteras para las naciones, pase; que las haya para la dicha, no puede ser y no debe ser; hay que hacer la felicidad potable y respirable sobre el haz de la tierra.
¿Desvaríos? Casóse con el Ideal.
¡Qué tristes nupcias! Ese, ese el camino de pasión que conduce, si a la exaltación de la conciencia, al lento y sangriento holocausto de la personalidad.
Fuerza de Cariátides, furor de centauros, inconmobilidad de dioses son precisos para que el amor al Ideal no sufra los atisbadores desmayos que fuerzan a soñar con el reposo. ¡Es tan justo el deseo de, hartos de luchar en vano, hartos de perder sangre en todos los encuentros, querer vivir como los demás hombres!
Coros de voces plañideras, tales que en los funerales de la edad griega, vertían por los oídos, en su alma, los corrosivos del no querer, del dejar de amar, las voces tristes que suenan en el cráneo como bajo las naves de una catedral cerrada al culto en los momentos que preceden a los inevitables colapsos de la voluntad.
«Miserere, miserere mei!»
Luego tuvo lugar la última y decisiva batalla. Deudos y amigos, familiares y simples comparsas, todos a una, en complicidad con la naturaleza entera, en complicidad con su ardiente cuerpo mozo, en complicidad con el polen de las flores y con los brotes de los árboles y con el estallar de amores en que se agota la primavera, hicieron surgir, plásticas a su presencia, frases que eran como coros de sirenas, irresistiblemente.
Cedió, sucumbió.
En las capillas mundanales las campanas tocaron a gloria; yo las oí en mi corazón tocar a muerto.


De mi iconografía
De 1873 yo no guardo sino dos recuerdos en firme: el del saqueo en Málaga, por las turbas, del cuartel de la Merced y el de mi gran colección de cajas de cerillas, en que toda la vasta iconografía revolucionaria de por entonces dejó trazada sus rasgos fisionómicos para la posteridad.
¡Ah, mi profuso museo de celebridades, que en su mayor parte no merecían haber salido de los limbos de lo inédito, y el ardor con que las admiraban mis extasiados ojos infantiles!
Veo, sigo viendo los nobles perfiles y las faces innobles, los unos aristocratizados por el ideal, las otras envilecidas por la vulgaridad de aquellos grandes pecadores que hicieron la revolución y no supieron luego, míseros, conservarla; el perfil correcto de Figueras, la testa inquieta de Roque Barcia, la calva pedagógica de Salmerón, la cara enfática de Castelar, la faz borrosa del precursor Orense, la noble máscara socrática de Pi y Margall... En mi pinacoteca de cajas de cerillas el retrato de Fermín Salvochea, el menos arrogante de todos, pero el más personal, ocupaba lugar de preferencia, y mentalmente, por inspirados atisbos que luego la edad ha convertido en razones, yo lo había colocado bajo un dosel.
Sigo evocando, pasando revista a esos recuerdos neblinos de mis años idos... En mi casa mi padre hablaba de Pi como de un energúmeno; de Salvochea, como de un diablo. Alguna vez sorprendí el gesto de la signación facial en los dedos de las mujeres, que, al ocuparse de la cosa pública, citaban el nombre nefando de Salvochea al ocaso.
Lo miré entonces como una figura milenaria y maldita, el Ante Cristo... Yo creo que todos los hombres de mi generación llevan sobre sus hombros este pecado de origen.
Pasaron años y años. Supe de Figueras el pavor, de Barcia la oquedad, de Salmerón la inepcia, de Pi el extatismo; y sólo Salvochea, de entre toda aquella inmensa balumba de nombres y de cosas, me resultó lógico, tremendamente lógico, con la frialdad y la inexorabilidad también de un teorema matemático, porque sólo Salvochea había evolucionado, mientras que los demás permanecían voluntariamente reclusos en las celdillas de sus dogmas.
Lo vi en Madrid un día bueno, señalado con signo de júbilo en mis anales.
Era un hombre alto, flaco, quizás musculoso, seguramente neurótico y sanguíneo.
Y ese hombre extraordinario, por un esfuerzo colosal y constante del ánimo, llegó a dominar motines de sus nervios y borrascas de su sangre, al extremo de aparecer siempre en la vida social con el aspecto sereno y tal vez antipático de un absoluto estoico. Era la suya una cabeza vulgar —me refiero a la configuración del cráneo— de fraile o de guerrero —construcciones fisiológicas que se tocan hasta confundirse—, siempre cuidadosamente rapada, y siempre frente a la vida, heroicamente erguida, salvo cuando, cortesana del infortunio, se inclinaba ante los desgraciados. Pero la impersonalidad de aquella cabeza, casi neutra, estaba magníficamente rectificada por la expresión de los labios y de los ojos, velados por antiparras, en que todo era una sublevación. Yo debo, sin embargo, declarar que no vi alrededor de su frente el nimbo rojo que tantas veces he creído entrever, como un halo sangriento, circundando las sienes de los trágicos profetas de ahora.
Me acogió con grandes albricias; me regaló con el don de su amistad.
Enamorado de la aurora social en que yo creía a los veinte años, le llevaba noticias de nuestro vago planeta Urano, de los Reclus, de Kropotkine, de los revolucionarios que había conocido en mis andanzas por el mundo.
Cuando vino a Madrid elegido por la unigénita Cádiz para representarla en las Constituyentes del 69, Salvochea realizaba en su exterior, educado en Londres, el tipo acabado del gentleman.
Gastaba cinco duros o más en tabaco todos los días, bebía abundantemente brandy and soda, requebraba gentilmente a las muchachas... Y aunque era un demagogo, llevaba su toga con el mismo aire patricio que Catilina, su enorme ancestral.
Luego, cuando yo le conocí..., usaba trajes inferiores; camisas baratas, aunque de blancura inequívoca; botas con frecuencia asaz descuidadas. No fumaba ya, no bebía, no requebraba a las mozas, no tenía dinero, lo había dado. Era el esposo austero del Ideal.
Un día fue a la lista de Correos a recoger una carta.
—¿El nombre de usted?
—Fermín Salvochea.
—¿Trae usted la cédula?
—No la uso.
—¿Algún documento personal?
—Si vale éste...
Y le alargó su boletín de presidiario que había cumplido su condena.
Otro día, habiéndolo yo encontrado la víspera con una capa lujosa, que a gran pena había aceptado de su generoso amigo el Sr. Niembro, y cubierto con paños mal traídos y llevados, respondió a mi interrogación:
¿Para qué necesitaba yo dos capas? He dado la otra a un compañero. Me avergonzaba por lo lujosa.
Sería yo inagotable hablando de este hombre raro, raro en el sentido en que Baudelaire empleaba la noble palabra. Y ofrezco a un editor quimérico que quería salvarme del malvivir mío una gran colección de anécdotas referentes al santo y terrible grande hombre moral a quien Cádiz, la ciudad unigénita, enterró el domingo pasado.
¡Esta tortura de vivir en el café y en la calle —¿por qué no habría podido condenárseme a otros lugares de destierro?— teniendo cuidado, viviendo obseso por la idea de que la sonrisa que forma parte de mi máscara social no llegue a parecerse demasiado a un rictus doloroso o a una mueca de desprecio!
Cristo en la cruz no ha conocido el suplicio de verse forzado a decir «Gracias» a sus sayones, ni «Camarada» al bruto bilateral, cuyo único lazo de compañerismo con el Dios-hombre consistió en morir a su lado, aunque con menos afrenta, de la misma muerte.
Vivir es atacar. Vivotear es resistir.
Un zascandil me despierta bruscamente de un ensueño mental para expresarme su indignación porque a Sánchez Guerra, que es motivo de la gacetilla política del instante, lo hayan hecho ministro.
Y yo veo en el zascandil de mi cuento un ejemplo evidente de la incurable ceguera española. ¿Por qué esa indignación? ¿Acaso todos los gobiernos que existieron en España, desde la implantación del régimen constitucional, no han estados formados por reclutas de la misma intelectualidad borrosa y epicena que ese ministro de ahora a quien quieren hacer, por lo visto, pagar las faltas de todos sus antecesores?
Que se cuenten los consejeros del rey que desde la creación de las barracas parlamentarias han sido moral ni intelectualmente superiores al triste ministro de ahora. ¿Son diez los que le aventajan en talento y en garbo personal? ¿Son ocho? ¿Son cinco? No es inferior a casi ninguno de ellos, llevándoles, en cambio, la ventaja de que, plebeyo, supiera desde el primer instante llevar su cartera, como un predestinado de la fortuna política, con no menos dignidad que un aguador su cuba.
Los sendos barracones del Senado y del Congreso son, efectivamente, verdaderos asilos de inválidos de la desmedrada intelectualidad española, y sin más esfuerzo que el de dar tozudos aldabonazos, los mediocres y los lisiados tienen allí seguro su derecho de asilo. Por eso se ofrece aquí, corrientemente, vulgarmente, sencillamente, ese tremendo caso de pesadilla de ver a los injambes montar sobre los potros y a los tullidos desjarretar reses bravas, y a los mancos agarrotar leones. Ya queda dicho. Son cosas de pesadilla..
De mi iconografía
Si Claudio Frollo se hubiera preocupado cuando se presentó en Madrid, como en Roma un caudillo bárbaro, de adoptar un mote para su escudo o un pseudónimo para su nombre, bien acomodado a la realidad de su temperamento, no es Claudio Frollo como se hubiera llamado, sino el Príncipe Hamlet, el gran disidente de la humanidad.
Yo veo en la adopción de ese pseudónimo un homenaje perenne a la alteza del hombre que escribió Nuestra Señora de París, de tal modo, que, ese nombre de Claudio Frollo, que es en el periodismo español como una espada tajante, sea también como un pebetero ardiendo siempre a la gloria del Maestro. Del lívido arcediano de Nuestra Señora no tiene Ernesto López la austeridad, ni la vana ciencia, ni la sequedad de espíritu, ni su aire espectral de monje demoníaco. Pero el príncipe Hamlet tiene la trágica testarudez con que se revuelve, monótono, contra todos los haces de sombra que envuelven a la vida.
Ese hombre del septentrión de Europa nació en el extremo meridional de España, en Cádiz, país blanco y rosado, país dulce, que ha sido cuna de los más fuertes varones de acción que se han soliviantado por la causa de la Revolución en España; dulce y fosca tierra de Salvochea, de Ramón Cala, de Paul y Ángulo, benéfica y terrible como una colmena; y no niega con sus arrogantes hechos verbales Claudio Frollo su tradición ambiente y ancestral.
Por eso, porque es del Norte del mundo y es del extremo meridional de las ideas, un hombre tal es absolutamente inoportuno en Castilla y en nuestro tiempo. Su aspecto taciturno lo dice así. Fue galeote de la Prensa periódica, forzado de las casas editoriales, cautivo en Argel o en la calle del Conde de Romanones, y lleva en su cara pálida y en su cuerpo flaco las señales que posó el dolor al pasar por ahí. Sigue de pie, sin embargo, y grita «¡No!» a todas las injusticias y tira piedras a todos los murciélagos que pasan alrededor suyo velándole la luz del sol. Es el más tenaz contradictor que yo conozco. Su perfil intelectual está tatuado de heridas como una vieja rodela oxidada por la sangre de mil combates.
Yo amo a ese hombre singular, propietario de extensas y hondas minas de simpatía personal, y que nunca, jamás, lanzó una sola acción al mercado público para explotar esas riquezas que hubieran podido hacer de él uno de los hombres más notorios de nuestro tiempo. Y ante ese alto y abnegado aristocratismo yo me paro respetuoso y hago una genuflexión muy de adentro, y que, por consiguiente, no tiene —¡oh, no!— nada de cortesana.
Yo no quiero escribir para la pobre generación española de que por la más mala saña de mi destino formo parte.
Ese noble libro se empequeñecería si en él estampara los nombres que flotan ahora sobre la superficie de los vagos tiempos, de estos menguados tiempos, de estas vagas semanas de inanidad que vivo. Así, aun sintiéndome extemporáneo en esta época, mis curiosidades naturales por todo lo que vive están encanijadas por el desdén. No veo, digan lo que quieran los periódicos y por mucho que afano la mirada, nada que se levante espiritualmente una cuarta de medida sobre el haz burgués de nuestra vida intelectual. Este pueblo, que tuvo a Garcilaso en la lírica y a Quevedo en la sátira, que se vistió de resplandores con Cervantes, que tuvo a Tirso en la comedia y al Cid en los campos, tiene ahora a Galdós como bengala de apoteosis y al general Martínez Campos como motivo de eflorescencias de piedra, de monumentos públicos.
Rompo en esta exclamación, porque, triste forzado de mi tiempo y de este horrible Madrid, se me había antojado esta mañana chacharear acerca de una sociedad que existe en este año de mil novecientos y pico y que se llama el Ateneo. Fue una gran institución, me dicen. «Olózaga», ¡oh!; «Moreno Nieto», ¡oh!; «Cánovas», ¡oh!
Triste porque no pertenezco a la generación de esos hombres y no me he muerto ya; por consiguiente, yo no sé del viejo Ateneo sino lo que me han contado, falso quizás, como cuanto me han contado de todo, a tal extremo que de mis cuarenta años de vida llevo casi medio siglo rectificando los errores primarios de la educación mental impuesta. Pero ese Ateneo, que yo conozco, asilo de inválidos, potrero de jóvenes bien vestidos para doncellas ricas, osario de todas las apolilladas costumbres mentales, sucursal de sacristías, limbo de los neutros, hogar de los epicenos, no es ya otra cosa sino el albergue, aislado como un yermo espiritual, donde hallan posada los poetas de Centro y Sudamérica, que, ateos de Colón y del divino Manrique, vienen aquí a que los jaleadores de oficio exalten mercenariamente, como si fueran cumbres aureadas por el sol, sus vanos nombres repiqueteados a diario, como un monótono tocar de campanas, por todos los periódicos...
Es una posada. Ignoro si tiene camas y cantina, ni sarmiento en brasa ardiendo en el hogar de su cocina, pero sé que carece de una tribuna libre con tornavoces a los cuatro vientos de la vida y que los hombres ungidos por la intelectualidad se sienten allí extraños y solos, vagando por la extensión de vastas salas y corredores en los que las vibraciones de la humanidad no se sienten y que exhalan un vago olor a sacristía.
De mi iconografía
Ernesto Bark me envía un libro suyo que intitula novela, del que yo resulto protagonista, yo, mi ser físico, mi pobre envoltura material, en unión de un esqueleto. No me quejo de la compañía.
Ese esqueleto fue la arquitectura ósea de un hombre triste y pobre, y desgraciado, que mereció ser un hombre gozoso y triunfal: Teobaldo Nieva.
Ese libro, como tantos otros de Bark, me invita apremiantemente a hablar de él. Yo quiero dejar dicho que aquí estampo más sensaciones que juicios. No quiero filosofar; pero un gato tiene más razón cuando husmea su cordilla que un pensador cuando lanza una pretendida verdad a los mundos. Pues bien: Ernesto Bark, que lleva una llama por pelos en la cabeza, y cuyos ojos árticos lanzan miradas de fuego que ignoran las más ardientes pupilas meridionales, me produce, por efecto puramente material, por sensación física, el efecto de un hombre de los trópicos que con el cerebro en fuego viniera a comunicarnos sus ígneas impresiones arreboladamente.
Yo afirmo su sinceridad estética y filosófica; pero me deslumhra la llama de ese terrible penacho de pelo rojo que arde en su frente. Nació en Riga o en Dorpart, allá por las vecindades del Polo, y a mí se me antoja, por su perenne fantasear, un ciudadano de nuestras tierras solares del Mediodía.
En el sintético lenguaje moderno podría llamársele un excesivo. ¿Tuvo, allá en sus mocedades, curiosidad del mundo? Recorrió Europa. ¿Tuvo el ansia intelectual de convertir la idea en dinamita? Fundó en Ginebra un periódico revolucionario. ¿Quiso diluirse en arte y armonía? Fue virtuoso en Italia. ¿Quiso amar con todas sus potencias y ser amado? Fue esposo en España. Y siempre, perdurablemente, fue un gran exagerado del pensamiento en acción.
En ese libro que acaba de enviarme, más de la mitad me está consagrado.
Hombre de llamas, consume mucho y purifica mucho. De mí dice cosas bellas y generosas también, y algunas que son como la expresión de una cólera malsana: las llamas son así. Yo no le guardo rencor a nadie que siga la ley de su organismo; pero en estas líneas, quizás testamentarias, yo quiero dejar dicha mi amistad por un hombre al que mi rostro social no fue antipático y que es inmensamente hombre de corazón y de cerebro, el peregrino apasionado de la Verdad y de la Justicia.
DE MI ICONOGRAFÍA
Leo, leo a Baroja con mi incorregible manía de admirar siempre, y, a pesar de que ese hombre apenas es un escritor y que, por consiguiente, me place, como un campesino que me hablara de sus cosas, yo no puedo admirarlo. Cuando lo conocí, su aspecto me gustó. Era un hombre macilento, de andar indeciso, de mirada turbia, de esqueleto encorvado, que parecía pedir permiso para vivir a los hombres. Luego, su palabra era tibia y temerosa. Había hecho un libro hosco de hermosas floraciones cándidas, brazada de cardos y de ortigas que intituló lealmente Vidas sombrías, y que aquel paleto tétrico en medio de nuestra sociedad me fue como una aparición de cosas originales y de ensueño...
Tuvo mi sufragio, tan refractario a todo lo que no venga de lo alto; me figuro que tuvo también el de todos mis correligionarios, los que comulgan en la misma religión que yo... Pero luego... Pero después... El campesino que yo admiraba trocó, torpe, su zamarra por el feo hábito de las ciudades; su bella sinceridad, por el habla balbuceante o cínica de los hombres que apestan nuestra atmósfera intelectual moderna.
¡Oh, el hablar de los simples! ¡Oh, el alfabeto místico de los que tienen muchas cosas que decir y no las dicen sino apenas! ¿Por qué Pío Baroja se ha quitado su zamarra y se ha vestido con la triste camisa de fuerza de los pobres escritores de ahora?
Es porque es un invertebrado intelectual. Es porque carece de consistencia. Es porque no tiene fuerza en los riñones para resistir pesos. Es porque nunca la escultura ha soñado en hacer cariátides con los tuberculosos.
Sólo en el cielo son bellos los crepúsculos, porque la muerte es siempre hermosa cuando sirve de pregón a una nueva vida.
Muchos hombres son revolucionarios porque se hallan incómodos en la vida; dadles el triunfo de sus ideas y se mostrarán conservadores de las ideas contrarias.
¿Y si surgiera de pronto, ante las gentes, un ser formado de nuestra propia sustancia corporal, pero que tuviera la altura y el espesor de una montaña, la voz estentórea de los truenos que estallan en el silencio, y por ojos dos cráteres como las simas ígneas de un volcán en erupción?; un ser que tuviera, además, de humano, la emoción y el calor y el lenguaje, y que nos dijera —tal Moisés apareciendo sobre el Sinaí—, con dos haces de luz en las fulgurantes manos:
«Sois, todos, todos —escúchame tú, Albión, y tú también, Germania, y tú, Francia—, bárbaros, y bárbaros inferiores a los negros del interior del África, porque éstos son sencillos, mientras que vosotros, los bárbaros de Europa, sois petulantes y soberbios.
»No sabéis vivir, habéis perdido el sentido de la vida. Vuestra moral es falsa, vuestra historia es falsa. Todavía el siglo más follón de los nacidos lo llamáis «el siglo de Luis XIV», el pobre hombre de los petits levers y de las fístulas indecibles, y continuáis tratando de encerrar el tiempo como el agua en una criba, en la fecha probable del nacimiento de un profeta, cuyo mesiazgo no se ha cumplido aún ni lleva trazas de realizarse jamás.
«Perduran el hambre, la prostitución y la guerra. Y habéis osado declarar en vuestros presupuestos que la boca de los cañones es más sagrada que la boca de los hombres, y su ánima de acero más digna de cuidados que el alma tierna de los niños.
»Vivís de ficciones, os peleáis por meros juegos de palabra; los léxicos, en vuestras disputas, tienen lugar y plaza de imperativos mandamientos. ...dados de la felicidad, la enamoráis, rústicos, como a una moza de partido, en vez de requebrarla y cortejarla como a una musa que fuera mujer al mismo tiempo.
«Ignoráis el principio y el fin, y, no obstante, vuestras bibliotecas están prietas de vagos libros de Filosofía.
«Sois bárbaros, os digo. Porque Guillermo dijo «Sí» y Napoleón «No», hubo una hecatombe en Europa. Porque Inglaterra sintió la codicia y Krüger sintió el deber, hubo una hecatombe en África. Porque MacKinley evocó a Monroe y Sagasta se acordó del Cid, hubo una hecatombre en América. Porque la bandera imperial de Rusia es amarilla y la del Japón blanca, hubo en Asia un duelo desesperado que ocultó la luz del sol con el humo de los cañones.
»Todos los pueblos de todas las edades y de todas las latitudes del planeta se han hecho siempre la ilusión de vivir en las más altas cumbres de la civilización y el progreso humanos. El hombre ancestral lo creyó así, al equipararse con la bestia antropomórfica; el villano de la Edad Media, también, al compararse con las hordas nordiales, que traían, sin embargo, bajo las cinchas de sus trotones el principio de las comunas y la noción del derecho individual moderno.
»También los habitantes de las islas Sandwich y las tribus del Rif miran con desprecio vehementemente sentido a los hombres blancos, por suponerlos en estado de condenación y barbarie. En nuestra tremenda crisis ideológica actual hay el derecho de susurrarse a sí mismo muy íntimamente. ¡Quién sabe! ¡Acaso!...
Y el ser humano, formado de nuestra propia sustancia corporal, seguiría tronando sentencias, sin ocuparse de las alharacas de su auditorio.
Sí, nosotros construimos máquinas de acero, como los arquitectos de la Edad Media levantaban catedrales, y los hombres de los más hermosos tiempos de vivir que recuerda la Historia tallaban estatuas y dotaban a sus contemporáneos de un sexto sentido, el sentido de lo bello, y casi extinto entre nosotros. Pero nuestras máquinas modernas son impotentes para añadir nuevas armonías a la vida ni corregir sus monstruosidades, y ningún utilitarista será osado a probar que el puente de Brooklyn sea más bello que el Parthenón, ni que la apertura del San Gotardo haya mitigado en nada, absolutamente en nada, el viejo dolor humano.
El hombre sigue viniendo a la vida entre lamentos, y poco importa la hazaña homérica del istmo de Suez a una humanidad que, apenas semoviente, carece de recursos para trasladarse en los raudos paquebotes a las diversas regiones de la tierra.
¿Blasfemia? Bien sé yo que no.
Señor Todopoderoso: oye a la pobre humanidad de ahora que con sus hechos clama nostálgica ante ti pidiéndote sus flechas y sus taparrabos de antaño.
Mallarmé fumaba constantemente un cigarrillo, decía, para interponer una nube de humo entre la humanidad y él. Buena receta para vivir en belleza, como se dice ahora.
El Dios malo, cegándome, quemándome los ojos, fue magnífico conmigo, sólo que mi voz es áfona para gritarle: ¡Hosanna!
Enrique Gómez Carrillo
Ese es el Mago de las letras españolas. Me temo que las gentes no se hayan enterado todavía. Ese es el Mago.
Yo lo preconicé así. Él era casi un niño, y yo era casi un adolescente. Nos conocimos en París, no en los bulevares, sino en uno de los parques griegos de la ciudad. Las máscaras de piedra que simbolizaban la gracia nos sonreían. Yo no sé si fue en el Luxemburgo, pero los jardines de Academos se me aparecían.
Él venía de América; yo, español, no sé si de más allá. Nos comprendimos; era Carrillo, como sigue siendo, un gran niño, abierto a todos los candores de la vida. Frío en apariencia, casi mezquino de palabras y de gestos, yo lo adiviné como una de esas tierras plácidas que ocultan el hervor de un volcán en sus entrañas.
Su vida tormentosa fue amigable con la mía. Luis Le Cardonnel tuvo gestos pontificales para él con sus manos beatíficas, y Juan Moréas lo consagró efebo. Llevaba ya desde entonces Carrillo circundada de rosas su cabeza.
Fue mi amigo, y yo también el suyo. Su vida intelectual no irradiaba aún. A mí me ofuscaba en sus intimidades, que algún día, si tal es mi antojo, contaré.
Luego Carrillo comenzó a escribir en los periódicos, y lo perdí. De vez en cuando algún vago tizón de recuerdo me avisa que el exquisito artista que yo conocí sin bozo no se olvida completamente de mí.
En mi aislamiento de inválido, yo diría de leproso, Carrillo, con sus amistosos recuerdos intermitentes, me es un gran consuelo. Me es también un gran gran consuelo espiritual leerlo. En estos eriales de la prensa periódica madrileña, allí donde veo la firma de Carrillo, tengo la seguridad de encontrar un carmen: habla un lenguaje que me hace revivir los días gloriosos, que me hace revivir los días triunfales de Arsenio Houssaye y de Teófilo Gautier.
No es, como estilista, un elegante de ahora, sino un gentil caballero de todos los tiempos. Cuando habla de Grecia usa clámide, y, eso no obstante, cuando traza crónicas mundanas, se ve que el frac le es tan familiar como le es a Dicenta, pongo por ejemplo, andar en mangas de camisa por los caminos del Arte. Es un Mago: trueca los vocablos en gemas, y maravilla contemplar los tesoros de pedrería que posee y la cuasi divina facilidad con que los emplea en cuanto escribe.
Yo quiero, como un elogio más, estampar aquí su nombre —dulce de pronunciar como una caricia— y concluir diciendo: Enrique Gómez Carrillo.
El Imparcial publica una crónica de Catulle Mendès que nos habla de la lepra con nimbo de santidad estética de Baudelaire. Y creyente en Mendès, como en una divinidad pagana de nuestros días, yo me paro a considerar.
¿Qué tiene de más o de menos ese portentoso artista del vocablo para no ser ungido como una de las más altas cimas de la mentalidad emotiva contemporánea? Cruzado del Arte, Bayardo de la Estética, caballero del Drama, comendador del Cuento, último condestable quizás de los Poemas cuya acción ocurre en lo alto, homérida postumo de los bellos gestos y decires rítmicos, Catulle Mendès no es, sin embargo, sino un segundón brillante de la literatura contemporánea.
E insistentemente yo me pregunto: ¿Por qué?
Ha perfeccionado, hasta la delicuescencia algunas veces, el arte mágico de Gautier; ha sobrepasado en la técnica poética a Banville; nos ha sorprendido más en la fábula novelesca que Feval, no ha sido consagrado por nadie hombre grande, a pesar de todo esto.
¡Desgraciados los dioses menores! Mendès lo ha intentado todo y ha triunfado en todo. Guerrero, hubiera ganado tremendas batallas; abogado, hubiera obtenido definitivos triunfos; diplomático, se le citaría como único; estadista, habría rectificado el mapa del mundo. ¿Qué tiene de más o de menos ese fulgurante trágico de la fatalidad griega para no ser proclamado el primero entre nosotros?
Quiero dejar dicho, sin perisologías declamatorias, que al final de mi largo camino de pasión me aguarda la ceguera material, y que ya no sé de los faustos de la luz sino lo que mis recuerdos me cuentan: exagerado en todo y víctima de los dioses malos, yo soy quizás un pecador cuyas pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar frente a frente a lo Infinito.
Huyo instintivamente del teatralismo literario y no quiero ofrecer aquí, como en un cuadro clínico, la exposición de mis horrores cotidianos.
El gran trágico griego hizo Edipo cuando quiso simbolizar el paroxismo del dolor y por ende de la miseria humana. Todas las generaciones le han sucedido en horror y compasión por los ciegos.
Aquí los comentarios más preciosos serían los más vulgares, como en tantos otros casos. Los ciegos plañideros de la calle lo claman así, y sus plañidos suelen hallar eco en muchos corazones: «¡No hay nada tan triste como el que tuvo vista y no ve!» Así vivo yo hace tiempo: yo no sabría contar mi estado psicológico. No soy un resignado, no; no soy un sublevado tampoco, y si tratara de expresar con sonidos verbales el estado actual de mi espíritu diría que soy como un hombre que, asaltado en medio de un camino por una tempestad de rayos que lo deslumbraran con sus fulgores, no se sintiera ciego sino temporalmente.
Yo soy un hombre castigado por el Sol. Viejas teogonías de pueblos históricos coincidentes con perennes religiones de comarcas, por insumisas o salvajes, sin historia, proclaman al Sol el gran arbitro inicial del mundo.
Yo lo amé de niño, en mi país solar de Málaga, porque cuando se ofrecía con todos sus faustos, representaba para mí el período escolar de las vacaciones. Luego lo desamé por afición a lo extranjero, a lo exótico, a los paisajes brumosos, a los campos amortajados por la nieve; lo amé de nuevo, vuelto de cara y de espíritu al Oriente; le volví la espalda después. Y, pecador de tan mortales pecados, porque no se juega con las cosas sagradas como con cubiletes, heme aquí herido en ambos ojos y mirando incesantemente a lo alto en los días de sol con mis pupilas ateas que ya no lo reconocen.
Los hombres no lo saben. Job lo clamó en vano desde su montón de estiércol estrellado: el placer es el siervo de la muerte.
Rancias glosas del Eclesiastés lo pregonan con clarines de plata enlutados de crespones por todos los confines de la ansiosa espiritualidad humana: el placer es el siervo de la muerte. Como un cometa rojo, como una predestinación de duelo, lo ven los varones prudentes que habitan las islas solitarias en las lejanías espirituales del mundo.
Un mago antiguo del país de Delfos dijo, como un mandamiento inapelable del oráculo, este decir tremendo, que la vasta humanidad ignora: «El sabio no busca el placer, sino la ausencia del dolor.»
Yo no sé de un modo positivo lo que sea el placer. Depende eso de la sensibilidad de cada hombre y del pedazo de su cuerpo o de la zona de su espíritu en que tenga localizada la sensibilidad; además, en su capacidad de resistencia: para un hombre-barriga consiste en comer; para un hombre-cerebro, consiste en pensar, y entre ambas funciones no existe más distancia mensurable que la que separa a los intestinos del cerebro. Sólo que eso es lo inmediatamente mensurable por nuestra mirada carnal y momentánea, que si no, y valiéndonos de telescopios, hay que soñar en espacios tales como los que separan las inmundicias de aquí abajo de las reverberaciones estelares.
Yo he tenido, en días triunfales que conocen hasta los más desgraciados, una mujer hermosa entre mis brazos; he sentido alguna vez cantarme en los oídos y penetrarme en el pecho la cálida letanía de amor con que las mujeres afirman, en sus crisis de inspiración, la formidable potencialidad de su sexo; la misma gloria me ha rozado levemente, brevemente, o he creído que me rozaba, con sus blancas alas de querube —¡tantas veces!— .Y, sin embargo, eurritmias de mujer, jaculatorias amorosas, dulce rozar de alas de la gloria, bellas visiones plásticas de la alegría del vivir, todo ha, siempre, desaparecido para mí ante las páginas de un buen libro.
Es que en el libro, si bien se advierte, está todo eso y más que eso. Y el hombre que, lector, no se siente relleno de alma y envuelto en alma como en una magnífica atmósfera invisible que le hace sentirse todo y fundirse con todo, ser bestia y ser dios, ser ave y ser arbusto, ser el enorme amante y el vago andrógino, ese hombre no merece leer un libro.
Me acaban de traer un libro suntuoso. Lleva en su cubierta la estampilla regia de Verlaine y la firma de Machado: al interior del libro da acceso un sorprendente pórtico de Enrique Gómez Carrillo.
¡Buen día de fausto íntimo el que se me ofrece hoy desde hora tempranera de la mañana!
Voy a revivir mis días de París y a viajar con un altísimo poeta por los cielos magníficos del Arte.
Entro en el pórtico: hay que pararse en él. La bella y serena ordenación de sus líneas y el nombre sonoro del que tan ajustadamente las trazó nos invitan con amable amonestación a detenernos. Otra vez hablaré del santuario.
Si un lector piadoso recogiese en una sola y colosal brazada los marchitos ramilletes de loanzas que Carrillo ha ofrendado a Verlaine, ese lector dotaría al mundo de una de las más bellas montañas floridas que imaginarse pueda. No sé si alguien lo hará, andando el tiempo; pero mentalmente yo saludo a ese posible monumento de flores con la religiosidad que me inspiran las cosas increadas.
Nadie, en efecto, ni en Francia ni fuera de allí, se ha ocupado tan asazmente del artífice de los Poemas saturnianos como nuestro Gómez Carrillo; Stuart Merrill en Inglaterra y el holandés Vivaull, homéridas también, le van muy en zaga. En lo por venir, los biógrafos del poeta tendrán que referirse a Carrillo siempre que quieran establecer la autenticidad de un dicho, de un gesto, de un verso de Verlaine.
En ese prólogo, Carrillo nos habla de un Verlaine que no conocíamos aún, un Verlaine autor de cartas desgarradoras y lamentables; se plañe en todas ellas de sí y de los otros, en un vasto y lacerante ritornello de miseria que suena interminablemente a cosas del sepulcro en plena vida, porque aquel grande e ignominioso mal del poeta no ha debido de existir; muchedumbre de esas dolorosas cartas, llenas de ayes, están fechadas en el hospital o en la cárcel, las solas estaciones en que hizo paradas durante su trágico calvario mortal.
¡Pobre Lélian, cuán diversa ha sido su suerte! Poeta maldito, saturniano, sin otra riqueza que la de sus «dulces ojos tranquilos», tuvo, el triste, a la hora siguiente de su definitivo fenecimiento, las apoteosis de vocablos que tan dulcemente hubieran estremecido su triste corazón, ajetreado por las maléficas influencias de la vida.
Yo fui su amigo. Otros, superiores a mí, sintieron a su contacto un hombre de piedra. Para mí fue de carne, de carne espiritual; aún guardo en la memoria de mi corazón el recuerdo de su mano cálida, afirmativa en la amistad como un juramento.
Manuel Machado, el exquisito voluptuoso del ritmo en el habla y en la vida, ha pagado garbosamente a las letras españolas una estupenda contribución de gracia y señoría, por la que todos le debemos haber.
Señor poeta: gracias por los nuevos rayos de luz que aportáis a nuestro miserable mundo espiritual.