“España está empobreciéndose”
El escritor Juan Eduardo Zúñiga creció en un Madrid en guerra y vio cosas difíciles de olvidar
A los 12 años descubrió al escritor ruso Turgueniev y se enamoró de la literatura eslava
Más tarde se volvió a enamorar de Felicidad Orquín, su mujer, y descubrió el optimismo junto a ella. Ahora escribe –a mano– sus memorias
Es minucioso, como sus ojos.
Mira y mira y mira, te escruta. Tú hablas con él, pero él te habla
mirando. Puedes calcular su edad si le oyes desgranar fechas, pero el
ámbito de su coquetería encierra ese dato. Sabes que se casó en 1956 con
Felicidad Orquín,
la escritora, y a partir de ahí sintió tal felicidad, precisamente, que
desde entonces solo siente optimismo y se lo debe. El tiempo que ha
vivido, la preguerra, la guerra, este tiempo oscuro, no desatan en Juan Eduardo Zúñiga
aspavientos de alegría, pero esa felicidad (esa Felicidad) no hay quien
se la quite. “Ahora asistimos al empobrecimiento de España como
proyecto. En unos meses han arrasado la cultura, la sanidad,
el trabajo digno”. Eso no lo ha dicho: lo tenía escrito y nos lo dio en
unas cuartillas. Es, quizá, el último narrador que escribe a mano; lo
hace a lápiz, luego a máquina y su hija Adriana (dos hijos, Guillermo de
15 y Nicolás de 13) lo traslada al ordenador. El último mecanógrafo.
Una Hispano Olivetti de 1953.
Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1929) escribió en 1980 Largo noviembre
de Madrid. Con Capital de la gloria consiguió el Premio Nacional de la
Crítica 2003.
Vive mirando al Retiro; en este
momento escribe sus memorias, “recupero el pasado, intento descubrir el
significado de mi destino en mi época y en los que he tenido cerca”. No
ha sido un tiempo fácil, lo ha escrito en sus libros; él y su
generación vivieron, aquí, “un largo invierno”, que él atenuó
aprendiendo, ruso, por ejemplo. Es uno de los mejores traductores
literarios del ruso, y a veces lo miras y sí, podría ser un descendiente
de Pushkin, esos ojos atravesados por una curiosidad que parece del
Este, tan silenciosa y misteriosa, tan atractiva.
Tiene escritas sus cuartillas
como si hubiera estado haciendo un ejercicio escolar antes de que
nosotros tocáramos en la puerta y la sigilosa Felicidad la abriera como
quien franquea un santuario de silencio. “La guerra civil vivida en Madrid. Experiencia intensa, como observador. Un suceso determinante de mi adhesión a la paz: bombardero de Almería por la escuadra nazi en 1937.
Cambio mental”. Es como un guion de lo que quiere decir. “Instrucción
incierta. No enseñanza habitual ni oficial. Algún profesor en casa.
Autodidacta. Soledad en un cuarto que era solo mío, en un chalé”.
Si sigues leyendo esa letra
firme, pero nerviosa, sabes que su padre era de Salamanca, que estudió
Farmacia y que casó con una granadina. Él era un hombre “con prestigio
profesional”, fue secretario de la Real Academia de Farmacia y
farmacéutico de la Cruz Roja. Un conservador.
Iván Turgueniev
“llegó extrañamente” a su vida y la cambió. “Toda la vida atraído por
los idiomas”. Como Juan José Millás, como Carmen Martín Gaite, su sitio
de escribir fue el Ateneo, y también la Biblioteca Nacional. “Escribí
cuentos desde muy joven. Fantaseaba horizontes lejanos, pero también los
míos”. Y, cómo no, en esas cuartillas de las que no se quedó copia
consta su “admiración por Portugal, su gente, sus libros”.
Minucioso, detallista,
silencioso. Por eso lo quieren. No sería hipérbole decir que entre los
escritores veteranos este hombre humilde es de los más queridos, y de
los más influyentes. Es un escritor, claro, pero se diría, viéndolo
hablar, que todavía está en el cuarto de los juguetes de la casa que
habitó a los diez años, y que aún no se ha contaminado de la ansiedad de
los adultos. Ese cuarto en el que vivió, en un chalé entonces apartado,
en Prosperidad, era su república personal. “Nadie entraba. Estaban mis
juguetes y mis cuentos. Un sitio frío, poco acogedor y con una bombilla
colgando del techo. Un segundo piso. No subía nadie”. Había un jardín
alrededor; él miraba. En algunos chalés vecinos vivían personas
trastornadas que las familias escondían y alguna señora “de vida
liviana” recibía visitas.
La vida del niño que miraba
hacia dentro. “Mi aislamiento era muy grande; en aquella habitación no
entró ningún niño, mis padres tampoco. Mi hermana tenía cinco años más
que yo; nunca establecimos el entendimiento que se supone entre
hermanos”. Entre los empleados, su padre tuvo en la farmacia a Ramón J.
Sender, que sería el novelista de Réquiem por un campesino español.
La madre “era una persona muy soñadora; creo que eso lo he heredado de
ella”. Él tiene el escritorio que su madre se mandó hacer; dentro había
“un destornillador, unos alicates”, y Zúñiga los conserva.
Eran de una clase media “más
bien modesta”. “España”, dice Zúñiga, “siempre ha tenido un nivel
económico modesto”. Y esa evidencia le lleva a la identificación de la
actual catástrofe:
–Ese recuerdo me lleva a
relacionar esta época con lo que nos pasaba en los años veinte o treinta
del pasado siglo. Tomar postre era un lujo. Fui de niño a casa de un
general; su vida era la de un empleado de oficina. Esto me da una idea
de la fatalidad española, de la que ahora estamos sufriendo también las
consecuencias, acaso por una organización defectuosa.
Una planificación errónea que ya dura toda la vida.
¿Y cómo pasó de ser Juan
Eduardo a ser Juan Eduardo Zúñiga? Escudriña, como si se viera en el
pasado. No estudió propiamente; leyó cuentos infantiles, que se hacían
en Norteamérica, y libros de su padre. “Un día encontré un libro sobre
el antiguo Egipto y me dediqué a estudiarlo. Imagínate, tan chico y
egiptólogo, algo que en España nadie había hecho (bueno, un cura), y fue
una maravilla. Rápidamente pasé a lecturas de adultos. Seguía teniendo
los cuentos infantiles. Pero un día me ocurrió algo extraño. Estaba en
el jardín y vi que aparecía por debajo de la puerta de la casa un
folleto, lo cogí y era de una editorial que se anunciaba con una novela,
Nido de nobles, de Iván Turgueniev. En aquella soledad en la
que yo vivía fue una sacudida emocional enorme: me descubrió el mundo de
los adultos”.
Tenía doce años. Turgueniev le
cambió la edad, le llevó al mundo de los adultos de golpe. “Sí. Recuerdo
que pensé mucho sobre esas relaciones frustrantes, los amores
contrariados, la incertidumbre, la importancia de tener dinero… Fue el
descubrimiento claro de una realidad, la de Rusia; ese fue en cierto
modo el país en el que crecí”.
Pero vino la guerra civil, y
esa fue la herida principal, el episodio crucial de su vida, la materia
de su memoria. “Haber tenido la desgracia de que siendo un adolescente
sobreviniera ese disparate. Eso cayó como una losa. Mi carácter se hizo
ahí aún más reservado porque presencié cosas que no podía presenciar”.
El padre trabajaba ya en la Cruz Roja. “Eso nos salvó”. Él era un hombre
religioso, monárquico, muy querido por sus empleados, que aquellos días
lo salvaron del destino que afectó a otros. “Ya sabes que en aquellos
primeros días del 18 de julio había gente destacada de derechas en la
cárcel que luego aparecía en una cuneta por la Casa de Campo”. Pululaba
“gente pobre, desesperada, que vio la posibilidad de apoderarse del
bienestar de los ricos y hacían estas barbaridades con el pretexto de
eliminar fascistas”.
Lo que vio y no tenía que haber
visto. ¿Tuvo miedo? “Yo nunca he tenido miedo; iba con mi primo a
comprar libros y veíamos Madrid durante los bombardeos. Tiempo después
estuve pensando cómo se manifiesta el miedo. No era algo aparatoso, no
te temblaban las manos; era como una muralla interior que te ayudaba a
enfrentarte con aquello que te rodeara. Pero en realidad no sentías
miedo porque todo el mundo participaba del mismo riesgo: ibas por la
glorieta de Quevedo, alguien andaba cerca de ti y de pronto caía al
suelo: una bala perdida le había atravesado la cabeza. Eso era habitual.
Nosotros estábamos viviendo en el límite de la zona de guerra y también
en eso fuimos unos privilegiados: no cayó ninguna bomba en casa. Pero
más allá de Bravo Murillo comenzaba la contienda”.
–¿Quedó algo en su memoria, una imagen visible del horror?
–Sí, he visto cadáveres
deshechos por el bombardeo de una casa mientras llegaban los coches para
recogerlos y gente alrededor dando gritos al comprobar que habían
muerto familiares. Y el hambre, y los tiroteos.
–Dijo un día: estos recuerdos “son como la cicatriz, quedan rastros, aún subsisten”.
–Lo que permanece es ese
impacto que persiste en zonas muy profundas del cerebro. Y el miedo es
eso, como una resistencia interior, como un estar en guardia, como
querer defenderse de un peligro. Creo que en esto fue en lo que más me
dañó la guerra. Sin ella habría sido una vida más alegre para un joven. Y
la posguerra duró mucho. Casi hasta ahora mismo.
Los idiomas le cambiaron la
vida. Y el amor a Rusia, “a través de los grandes escritores”. “Lo que
no se comprende es que en el siglo XIX, con una censura feroz, con
escasez de imprentas, hubiera esa vitalidad y ese talento. El talento
ruso, tan excepcional en los dos extremos, en su crueldad y en su
bondad”.
–Usted eligió el camino de la bondad. La gente le quiere.
–¿A mí? Nunca he tenido problemas con nadie, siempre me he llevado bien con todo el mundo.
Evoca un episodio de la guerra,
el ametrallamiento fascista de los que se iban de Málaga hacia Almería
huyendo de la venganza. “Eso me cambió la vida, saberlo, conocer que los
hombres eran capaces de tremenda mezquindad”. El odio mostrado con
ruindad. ¿Hemos superado actitudes que definieron la guerra? “Me temo
que algo queda aún en el carácter español, lo estamos viendo en la
tensión política estos meses”.
Él tiene la sensación (“un poco fantasiosa”) de que el
empobrecimiento que padecemos es “consecuencia de un proyecto tácito de
convertir países del sur en los servicios de Europa. Fíjate que ha
desaparecido la industria. El efecto ha sido devastador a nivel menudo
también. ¡Ya no hay tiendas en nuestro barrio!”. Dijo que había escrito
para salvarse del frío de la guerra. Y aprendió idiomas (ruso, húngaro,
búlgaro…) para traspasar la frontera sin salir de Madrid. Habla como si
no quisiera despertar a los pájaros del Retiro, y no hace falta que diga
nada cuando se despide porque te mira como si te diera un abrazo que
dura más allá del recuerdo que deja su sosiego.Fuente: País