Yihadismo y contrarrevolución
Después de las ‘primaveras árabes’ ha llegado el invierno de la yihad
Cuando Barack Obama llegó a la Casa Blanca hace seis años, cierto
impulso regenerador parecía animar al mundo. El nuevo presidente
estadounidense había basado su campaña electoral en un “Sí, podemos”
típicamente americano y proponía un nuevo pacto global que, para los
musulmanes, desglosó en el histórico discurso en la Universidad de El
Cairo de junio de 2009. Vinieron luego las revueltas árabes de 2011 al
grito de “Pan, libertad y justicia social” y por unos meses los árabes
tomaron las calles: el cambio se vislumbraba.
Otros artículos de la autora
Túnez, el sueño democrático sigueFracaso y éxito de Oriente
Egipto, nuevos tiempos, viejas ruinas
Todo era posible entonces. Cayeron muy rápido algunos tiranos (Ben
Ali, Mubarak, Gadafi) y algunos más empezaron a temblar, entre ellos los
monarcas de Arabia Saudí, Marruecos o Baréin, tan buenos amigos de
Occidente. E igual de rápido empezaron a reorganizarse las fuerzas
contrarias a la exigencia de democracia de la ciudadanía árabe. La
contrarrevolución disponía de importantes resortes: la economía, la
amenaza terrorista, el control del Ejército, la propiedad de los medios
de comunicación. Muy pronto se hizo común un nuevo dictum orientalista: a la primavera árabe
le había seguido el otoño islamista, pues no otra cosa que una
regresión significaba para la visión común en Occidente, y también para
las élites árabes, el triunfo electoral de partidos de cuño islamista,
como Ennahda en Túnez y Libertad y Justicia en Egipto, por más
impolutamente democráticos que hubieran sido los procesos.
Sin embargo, a la primavera árabe lo que le ha seguido es el
invierno yihadista, como negocio y como excusa. Si bien el yihadismo no
es nuevo, su escenificación tras 2011 le ha convertido en el
protagonista necesario para negar la posibilidad de democracia a las
sociedades árabes. La demanda de dignidad de las masas era demasiado
peligrosa para el statu quo mundial. Ni EE UU ni Europa, por
más que digan, ni China, Rusia, las potencias del Golfo, Israel o Irán
estaban dispuestos a que los árabes se emanciparan. Había que fabricar
la contrarrevolución, y el yihadismo era la estrategia perfecta. Solo
había que darle un nuevo impulso.
El yihadismo es un negocio que viene siendo controlado por los
saudíes desde los años ochenta. El informe oficial del 11-S citaba a la
CIA y apuntaba que la financiación de Al-Qaeda dependía de “una serie de
donantes y recaudadores de fondos, sobre todo de los países del Golfo
y, en especial, de Arabia Saudí”. Más recientemente, un comunicado de
2009 de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, desvelado por
WikiLeaks, mostraba el enfado de la Administración norteamericana por la
continuidad de esta financiación, eso sí, un enfado que no entraba en
detalles. Estas últimas semanas, con el revuelo provocado por la
sucesión del rey Abdalá, han comenzado a publicarse informaciones según
las cuales los príncipes Turki Al-Faisal (anterior jefe de la
inteligencia saudí), Bandar bin Sultan (exembajador en EE UU) y Waleed
bin Talal (millonario hombre de negocios) se hallarían entre los
donantes de Al-Qaeda en una lista que Bin Laden nunca quiso hacer
pública.
Hoy como ayer el negocio yihadista se sustancia en el tráfico de
armas, la corrupción de gobernantes y la manipulación del comercio de
petróleo. Una primera consecuencia de estos oscuros manejos ha sido el
abono de las teorías conspiratorias de extrema izquierda, que achacan a
los intereses del neoliberalismo el estallido de las revueltas árabes.
El yihadismo ha rendido con ello un gran servicio a la
contrarrevolución, pues ha fracturado el movimiento de solidaridad
internacional con los pueblos árabes y minado su capacidad de reacción
ante la brutalidad de la represión. Aunque los defensores de la
conspiración hayan sido incapaces de abandonar sus parámetros
etnocéntricos sobre qué es y no es una revolución, en algo tienen razón:
nada más fácil de manipular por los servicios de inteligencia que el
montón de células yihadistas que han secuestrado las revoluciones y
colapsado toda la región. La jugada maestra ha sido la creación del
Estado Islámico (EI), del que funcionarios iraquíes sostienen que nació
de una reunión de la inteligencia turca con alqaedistas desafectos.
El entramado económico-político que se mueve en torno a la guerra
civil siria, con sus derivadas en la ofensiva del EI sobre Irak, se
alimenta igual de petróleo que de armas. La comercialización del crudo
producido en el territorio bajo control del EI es un gran negocio para
los intermediarios y el Gobierno turco. Pero en paralelo a la ofensiva
triunfante del EI ha tenido lugar la caída del precio oficial del
petróleo, que en gran medida controla Arabia Saudí y que le sirve para
ahogar a Irán, su gran rival, sometido al embargo internacional. Es una
estrategia que también conviene a Israel, tercero en disputa, que ha
hecho de la amenaza iraní la obsesión nacional, y que sin inmutarse
facilita tratamiento médico a combatientes del Frente Al-Nusra en el
Golán ocupado, según un informe de Naciones Unidas.
Mantener vivo el yihadismo es una necesidad imperiosa de las fuerzas
contrarrevolucionarias. Además de un negocio, el yihadismo es la excusa
perfecta para sacrificar todo atisbo de democracia, libertad e
independencia en nombre de la seguridad. Es así en Egipto, a quien
Arabia Saudí, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) han donado cerca
de 20.000 millones de euros desde el golpe de Estado de 2013 y han
prometido recientemente otros 12.000 millones. Es así en Siria, a cuyas
milicias enfrentadas han financiado los Estados del Golfo dependiendo de
las circunstancias. Es así en Yemen, donde la guerra civil será
inevitable tras el ataque en curso de la coalición militar liderada por
Arabia Saudí. Es así en Libia, donde los EAU vienen interviniendo por
fuerzas militares interpuestas, antes locales, ahora también egipcias. Y
podría llegar a ser así también en Túnez, un país que había encauzado
moderadamente bien su vida democrática, pero que se halla en una
situación fragilísima por su vecindad con Libia y el flujo de ida y
vuelta de yihadistas tunecinos al Estado Islámico. Sin duda el atentado
del Museo del Bardo fomentará la polarización social y el recorte de
libertades.
Pero el yihadismo, como la contrarrevolución, no ha nacido de la
nada, es hijo de la inteligencia saudí, que lo ha alimentado en madrasas
de todo el orbe islámico desde la década de los setenta. El resultado
ha sido que el límite entre el salafismo pietista alentado por los
“imanes de palacio” y su expresión radical en la lucha armada yihadista
nunca ha estado claro. Y tampoco lo está ahora. Lo verdaderamente nuevo
en el actual yihadismo es su pobreza intelectual y cómo está escapando
del control saudí. Los líderes del EI o sus acólitos libios (Ansar
al-Sharia) o egipcios (Ansar Bait al-Maqdis) han salido de las cárceles
iraquíes, jordanas y sirias, y se han adoctrinado con YouTube y web
proselitistas, no en círculos de discusión maestro-discípulo como los de
Abdallah Azzam, Bin Laden y Al-Zawahiri.
Este yihadismo menos reverente, más libre a su manera, está obligando
a las élites del Golfo a replantearse una estrategia que les asegure el
mantenimiento de su hegemonía. La contrarrevolución actual,
gerontocrática, es una solución a corto plazo, de éxito imposible, si no
por lógica política sí por las condiciones del arco demográfico árabe:
en Yemen, el país más joven, la mitad de la población tiene menos de 16
años; en Qatar, el más viejo, la mitad de la población está por debajo
de los 30 años. La nueva corte saudí busca alguna forma de entente con
el islamismo político representado por los Hermanos Musulmanes, a los
que el Gobierno anterior, en connivencia con el régimen egipcio, declaró
terroristas en 2013. Es difícil el encuentro, por no decir imposible:
la democracia con referentes islámicos de la nueva generación de
hermanos amenaza los pilares de la teocracia saudí. De que los saudíes
encuentren una salida a su laberinto dependen muchas cosas importantes,
pero sobre todo el futuro del mundo árabe y la continuidad del
yihadismo.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.